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Baste decir que, habiendo apaciguado en cierta medida la rabiosa sed que nos consumía gracias a la sangre de la víctima, y habiendo desechado, por común asentimiento, las manos, los pies y la cabeza y arrojándolas junto con las entrañas al mar, devoramos el resto del cuerpo, en pedazos, durante los cuatro eternamente memorables días del diecisiete, dieciocho, diecinueve y veinte de aquel mes.
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