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No es muy coherente intentar ahorcar a un muerto, pero no se puede estar desesperado y ser razonable al mismo tiempo.
Y no estábamos flacos, ni demacrados. Estábamos asustados, pero el miedo no se parece a la desesperación.
Josefina no tenía idea de dónde había sacado esas cosas, pero sentía que las sabía, como sabía que no podía acercar la mano a una hornalla encendida sin quemarse, o que en otoño tenía que ponerse un saquito sobre la remera porque de noche refrescaba.
A veces pienso que los locos no son personas, no son reales. Serían como encarnaciones de la locura de la ciudad, válvulas de escape.
Esperaba que cada verano fuera el último, y pasaba cada vez más tiempo en el mirador, adonde apenas llegaba el rumor de los vivos, que ella sabía imitar tan bien, pero que no comprendía.