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–¿Cómo es el fin del mundo? –le preguntó Baldabiou. –Invisible.
Así lo había querido Hélène, convencida de que la serenidad de un refugio apartado conseguiría apaciguar el humor melancólico que parecía haberse apoderado de su marido. Tuvo la sagacidad, por otra parte, de hacerlo pasar por un capricho personal suyo, regalando al hombre que la amaba el placer de perdonárselo.
Vio hombres armados y niños que no lloraban. Vio los rostros mudos que tiene la gente cuando es gente que huye.
No estaba hecho para las conversaciones serias. Y un adiós es una conversación seria.