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Siempre había creído que el destino, amén de su afición a embestir a los inocentes por la espalda y a ser posible a calzón quitado, gustaba de anidar en las estaciones de tren en sus pausas de refresco.
La vida, se decía, es una estación de tren en la que uno casi siempre se sube, o le suben, al vagón equivocado.