El laberinto de los espíritus
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Read between June 3 - July 28, 2022
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no se me vaya a aficionar al truco, que el licor es como el matarratas o la generosidad: cuanto más se usa, menos efecto tiene.
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—Amigo Daniel, ha querido Dios, o quien en su ausencia el cargo ostente, que sea más fácil ser padre y traer una criatura al mundo que obtener el carnet de conducir.
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Daniel, si en algo nos parecemos es en que usted y yo hemos sido bendecidos con la fortuna de encontrar mujeres que no nos merecemos. Es
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—¿Ha oído decir usted alguna vez aquello tan socorrido de que en el amor y en la guerra está todo permitido, Daniel? —Alguna vez. Normalmente en boca de los que están más por la guerra que por el amor.
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La voz, y los pasos, sonaban muy cercanos. Fermín cerró los ojos como los cierra un niño aterrorizado por un ruido extraño en la oscuridad de su habitación. No porque crea que eso le va a proteger, sino porque no se atreve a reconocer la silueta que se alza a un lado de la cama y se inclina sobre él.
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—Alicia dice que todo crimen es como una cebolla: hay que cortar a través de muchas capas para ver qué esconde y por el camino hay que derramar unas cuantas lágrimas.
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si hay algo que me jode en esta vida es la gente que no sabe cuál es su sitio en el mundo. Y lo que me jode todavía más es tener que recordárselo.
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Alicia recordaba haber oído a Leandro mencionar a Sarmiento y a un grupo de banqueros que habían financiado al bando nacional durante la guerra civil, prestándole en buena medida el dinero de los vencidos, en un acuerdo mutuamente beneficioso.
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El mayordomo tenía aquella sonrisa fría y vagamente condescendiente de los criados de carrera que, con los años, empiezan a creer que la alcurnia de sus amos les ha salpicado la sangre de azul y otorgado también el privilegio de poder mirar a los demás por encima del hombro.
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—Pero es que yo quisiera hacerme socia. —Y yo haber escrito David Copperfield y aquí me tiene, peinando canas y sin bibliografía notable. ¿Cómo se llama usted, monada?
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El día que ella tomaba el tren rumbo a Madrid, Fernandito, que a fuerza de escuchar boleros en la radio llevaba el melodrama en la sangre, la estaba esperando en la estación vestido con un traje de domingo,
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Andaba distraído, con la cabeza en las nubes, media sonrisa en los labios y ese aire sereno de quienes tienen el lujo de no saber cómo funciona el mundo. Nunca había visto una fotografía suya, pero supo quién era antes de verle aproximarse a la puerta de la librería.
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En estos tiempos encontrar un Mataix es casi tan difícil como encontrar a una persona decente en una posición de prestigio.
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«Peor acaba lo que mal empieza», había pensado entonces. Se había quedado corta.
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La esperanza no es más que la fe de que ese momento no haya llegado todavía, de que acertemos a ver nuestro verdadero destino cuando se acerque y podamos saltar a bordo antes de que la oportunidad de ser nosotros mismos se desvanezca para siempre
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—¿Fumas, Fernandito? —No, no... Lo llevo de linterna, que la mitad de las escaleras del barrio son más oscuras que la boca de un lobo.
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Ese era siempre el método más eficaz para colarse en cualquier lugar de acceso restringido: comportarse como quien sabe adónde va y no requiere permiso ni orientación. El juego de la infiltración es similar al de la seducción: el que pide permiso ha perdido antes de empezar.
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No sé qué otra cosa esperaba hallar en un sitio donde medio país estaba asesinando a la otra mitad en nombre de unos trapos de colores...
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Badens era un optimista nato al que las trifulcas le causaban náuseas y que quería creer que el conflicto no se extendería más allá de dos o tres meses, tras los cuales España regresaría a su estado natural de caos y esperpento en el que siempre había lugar para la literatura, el buen yantar y el negocio.
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Mataix no le había creído en su momento, pero empezaba a pensar que el único pecado que no se perdona en España es el de no tomar bando y resistirse a unirse a un rebaño u otro.
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Pueden pasar años. En este país hay gente que no va a parar hasta que se hayan masacrado los unos a los otros. Aquí, cuando las personas pierden el juicio, que es a menudo, son capaces de pegarse un tiro en el pie si creen que así dejarán cojo al vecino. Esto va para largo. Hágame caso.
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Qué tiempos, ¿verdad? El que es alguien no parece nadie y el que hasta hace dos días no era nadie ahora se parece demasiado a sí mismo.
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Dígame entonces una cosa, y por favor no me engañe, que usted y yo ya hemos pasado por muchas corridas como para ir de banderilleros.
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El tiempo, comprendió, siempre fluye con velocidad inversa a la necesidad de quien lo vive.
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Hay épocas en que es más honorable morir en el olvido que vivir en la gloria.
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A la hora de mentir lo que hay que tener en cuenta no es la plausibilidad del embuste, sino la codicia, vanidad y estupidez del destinatario.
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unas gafas de las que en la época se apodaban Truman en honor al presidente estadounidense con la mano floja para soltar bombas atómicas del tamaño de marracos sobre el Imperio del sol.
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Doña Lorena decía que el nivel de barbarie de una sociedad se mide por la distancia que intenta poner entre las mujeres y los libros. «Nada asusta más a un cafre que una mujer que sabe leer, escribir, pensar y encima enseña las rodillas.»
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Las esperanzas las guardan las personas, pero el destino lo reparte el diablo.
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Un padre nunca ve envejecer a sus hijos, y a sus ojos siempre se aparecen como aquellos niños que un día le miraban con veneración, convencidos de que tenía las respuestas a todos los enigmas del universo.
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En el poder las puñaladas nunca llegan de frente, siempre por la espalda y con un abrazo.
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Alicia le abrazó con fuerza y le besó en la mejilla. Fermín supo que estaba llorando y no quiso mirarla a la cara. Ninguno de los dos iba a perder la dignidad justo cuando estaban a punto de librarse por los pelos.
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El pasado no desaparece, por mucho que se esfuercen los necios en olvidarlo y los embaucadores en falsificarlo para venderlo otra vez como si fuera nuevo.
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lo que dicha evolución de baratillo no había logrado ni por asomo era registrar el hecho de que cuanto más se le intenta ocultar algo a un niño, más empeño pone este en encontrarlo, ya sea un dulce o una postal de coristas descocadas dándoles vuelo a sus encantos.
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Debo confesar que, con todo, el más sorprendido fui yo. Por alguna razón, siempre había supuesto que Carax estaba muerto desde tiempo inmemorial (período histórico que comprendía todo aquello sucedido antes de mi nacimiento).
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Dos días sin dictador y ustedes los españoles ya se han hecho bisexuales. Bien por usted. Hay que vivir, que son dos días. Vive la différence!
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Había empezado a pensar en él como se piensa en un padre, alguien que nunca te va a abandonar. Pensaba que iba a vivir para siempre.
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Carax me enseñó que un libro no se acaba nunca y que, con suerte, es él quien nos abandona para que no pasemos el resto de la eternidad reescribiéndolo.