Los momentos en que el alma no encierra más que un puro grito de auxilio deben ser precisamente aquellos en que Dios no la puede socorrer. Igual que un hombre a punto de ahogarse al que nadie puede socorrer porque se aferra a quien lo intenta y le aprieta sin dejarle respiro. Es muy posible que nuestros propios gritos reiterados ensordezcan la voz que esperábamos oír.