Frankenstein: Clásicos de la literatura
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Read between October 21 - December 14, 2025
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—Te confieso, hijo, que siempre he deseado tu matrimonio con tu prima, considerándolo el centro de nuestra felicidad doméstica y el báculo de mis postreros años.
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—Querido padre, tranquilízate. Te aseguro que amo a Elizabeth tierna y profundamente. No he conocido a ninguna mujer que me inspire, como ella, tanta admiración y afecto. Mis esperanzas y deseos para el futuro se fundan en la perspectiva de nuestra unión.
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Me sentía como si yo mismo hubiera cometido algún tremendo crimen, cuyo remordimiento me obsesionaba. Me sabía inocente, pero no obstante había atraído una maldición sobre mí, tan fatal como la de un crimen.
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Al mirarlo, vi que su rostro expresaba una increíble malicia y traición.
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Aquel engendro me vio destruir la criatura en cuya futura existencia había fundado sus esperanzas de felicidad, y, con un aullido de diabólica desesperación y venganza, se alejó.
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La hora de mi debilidad ha pasado, y con ella la de tu poder. Tus amenazas no me obligarán a cometer tamaña equivocación; más bien me confirman en mi propósito de no crear una compañera para tus vicios. ¿Querrías que, a sangre fría, infectara la Tierra con otro demonio que se complaciera con la muerte y la desgracia? ¡Aléjate!
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¿Acaso piensas que puedes ser feliz mientras yo me arrastro bajo el peso de mi desdicha? Podrás destrozar mis otras pasiones; pero queda mi venganza, una venganza que a partir de ahora me será más querida que la luz o los alimentos.
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Vigilaré con la astucia de la serpiente, y con su veneno te morderé. ¡Mortal!, te arrepentirás del daño que me has hecho.
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Volvió a reinar el silencio; pero sus palabras seguían resonando en mis oídos. Me consumía el deseo de perseguir al asesino de mi tranquilidad y hundirlo en el océano.
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¡Qué mudables son nuestros sentimientos y que extraño el apego que tenemos a la vida, incluso en los momentos de máximo sufrimiento!
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Por qué me contesta con tanta rudeza? —le pregunté—: no es costumbre inglesa el recibir a los extranjeros de forma tan poco hospitalaria. —Desconozco las costumbres de los ingleses —respondió el hombre—; pero es costumbre entre los irlandeses el odiar a los criminales.
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¿Cómo describir mis sensaciones al verlo? Aún ahora el horror me hiela la sangre, y no puedo recordar aquel terrible momento sin un temblor que me evoca vagamente la angustia que sentí al reconocer el cadáver.
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El juicio, la presencia del magistrado y los testigos, todo se me esfumó como un sueño cuando vi ante mí
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el cuerpo inerte de Henry Clerval. Me faltaba el aliento y, arrojándome so...
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Pero entonces la muerte se hallaba aún muy lejos de mí, a pesar de que el deseo de morir ocupaba todos mis pensamientos. A menudo permanecía sentado, inmóvil y silencioso, esperando alguna inmensa catástrofe que me aniquilaría a mí a la vez que a mi destructor.
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Confieso, primo mío, que te quiero, y que en mis etéreos sueños de futuro tú siempre has sido mi constante amigo y compañero.
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ten la seguridad de que tu prima y compañera de juegos te quiere con demasiada sinceridad como para que esta posibilidad no la entristezca. Sé feliz, amigo mío; y si acatas ésta mi única petición, ten la seguridad de que nada en el mundo perturbará mi tranquilidad.
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Decidí, por tanto, que si el inmediato matrimonio con mi prima iba a suponer la felicidad de Elizabeth y la de mi padre, las intenciones de mi adversario de acabar con mi vida no lo retrasarían ni una hora. En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Mi carta era afectuosa y serena. «Temo, amada mía —escribí—, que no es mucha la felicidad que nos resta en este mundo; sin embargo en ti se centra toda la que pueda un día disfrutar.
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Tengo un solo secreto, Elizabeth, un secreto tan terrible que cuando te lo revele se te helará la sangre; entonces, lejos de sorprenderte ante mis sufrimientos, te admirarás de que haya podido soportarlos.
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Sólo Elizabeth conseguía sacarme de estos momentos de depresión; su dulce voz me serenaba cuando me poseía la cólera, y sabía despertar en mí sentimientos humanos cuando la apatía hacía de mí su presa.
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Lloraba conmigo y por mí.
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Cuando volvía en razón me regañaba, y se esforzaba por inculcarme resignación. Mas, si bien los desdichados pueden aprender a resignarse, ¡no hay paz posible para los culpables! Las torturas del remordimiento envenenan hasta ...
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Alégrate, mi querido Víctor —respondió ella—; confío en que no tengas motivos para entristecerte; y te aseguro que, aunque mi rostro no exprese mi dicha, mi corazón rebosa de felicidad.
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¡Dios mío!, ¿cómo no morí entonces? ¿Por qué me hallo aquí narrando la destrucción de mi mayor esperanza, y la muerte de la más pura criatura?
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de una momia.
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—Esa es también mi víctima —exclamó—; con su muerte consumo mis crímenes. El horrible drama de mi existencia llega a su fin.
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Su voz se ahogaba; y mis primeros impulsos, que me inducían a la obligación de cumplir el último deseo de mi amigo, y destrozar a aquel ser, se vieron frenados por una mezcla de curiosidad y compasión.
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¿Imagina
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¿No era esto injusto? ¿Soy yo el único criminal, cuando toda la raza humana ha pecado contra mí? ¿Por qué no odia usted a Félix, que arrojó de su casa, asqueado, a su amigo? ¿Por qué no maldice al campesino que intentó matar a quien acababa de salvar a su hija? Pero estos son seres virtuosos y puros. Yo, el infeliz, el proscrito, soy el aborto, creado para que lo pateen, lo golpeen, lo rechacen. Incluso ahora me arde la sangre bajo el recuerdo de esta injusticia.
Pronto cesará este fuego abrasador. Subiré triunfante a mi pira funeraria, y exultaré de júbilo en la agonía de las llamas. Se apagará el reflejo del fuego, y el viento esparcirá mis cenizas por el mar. Mi espíritu descansará en paz; o, si es que puede seguir pensando, no lo hará de esta manera. Adiós.
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