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A la edad en que todavía no hay que afeitarse, el optimismo es una respuesta perfectamente legítima al fracaso.
Cuando una persona escribe (y supongo que cuando pinta, baila, esculpe o canta), siempre hay otra con ganas de infundirle mala conciencia.
—Escribir una historia es contársela uno mismo —dijo él—. Cuando reescribes, lo principal es quitar todo lo que no sea la historia.
El día en que presenté mis primeros dos artículos, Gould dijo otra cosa interesante: que hay que escribir con la puerta cerrada y reescribir con la puerta abierta. Dicho de otra manera: al principio sólo escribes para ti, pero después sale afuera. Cuando ya tienes clara la historia y la has contado bien (al menos dentro de tus posibilidades), pertenece a cualquier persona que quiera leerla. O criticarla. Si tienes mucha suerte (ahora es una idea mía, no de John Gould, pero creo que él habría suscrito el concepto), serán mayoría los que prefieran lo primero a lo segundo.
Viene a cuento reproducirlo porque era un poema sensato en una época histérica, un ejemplo de ética literaria que me caló en lo más hondo del corazón y el alma.
Los matrimonios jóvenes reciben pocas cartas. Parece que se haya olvidado todo el mundo de ellos,
Mi opinión sobre esos años es que fuimos muy felices, pero que también pasamos mucho miedo. En el fondo éramos muy jóvenes, casi unos críos, que se suele decir, y el cariño ayudaba a olvidar los números rojos. Nos cuidábamos (cada uno a sí mismo, mutuamente y a los niños) lo mejor que sabíamos.
En mis años de profesor en Hampden (y de lavandero en la New Franklin durante las vacaciones de verano), mi mujer desempeñó un papel decisivo. Si ella, en algún momento, hubiera insinuado que escribir en el porche de nuestra casa de alquiler de Pond Street, o en el cuartito de lavar de la caravana de Klatt Road (también de alquiler), era perder el tiempo, creo que me habría quedado sin ánimos. Tabby, sin embargo, no expresó ninguna duda. Su apoyo era constante, de lo poco bueno en que se podía confiar. Ahora, cada vez que veo una novela dedicada a la mujer (o marido) del autor, sonrío y
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La idea se quedó una temporada en punto muerto, hirviendo a fuego lento en la zona del cerebro que no pertenece ni a la conciencia ni al subconsciente.
Les veía cuatro pegas. La primera y menos importante era el hecho de que el argumento no me despertara ninguna emoción. La segunda, algo más importante, era el hecho de que no me cayera muy bien la protagonista. Carrie White me parecía obtusa y pasiva, una víctima fácil. Las demás niñas le tiraban tampones y compresas, coreando «¡Que lo tape! ¡Que lo tape!», pero me daba igual. La tercera pega, en orden creciente de importancia, era no sentirme en mi terreno ni con el entorno ni con mi reparto exclusivamente femenino. Había aterrizado en el Planeta Hembra, y para recorrerlo no me servía de
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Aprendí dos cosas: primero, que la impresión inicial del autor sobre el personaje o personajes puede ser tan errónea como la del lector. Segundo (pero no en importancia), darse cuenta de que es mala idea dejar algo a medias sólo porque presente dificultades emocionales o imaginativas. A veces hay que seguir aunque no haya ganas. A veces se tiene la sensación de estar acumulando mierda, y al final sale algo bueno.
No es que rieran, es que la odiaban. Personificaba todos los temores de sus compañeras de clase.
Después de enviarlo olvidé su existencia y proseguí mi vida normal, que en aquella época consistía en dar clases, ejercer de padre, querer a mi esposa, emborracharme cada viernes por la tarde y escribir relatos.
Por la mañana se me ha apaciguado ligeramente el estómago, pero me duele el diafragma de tanto vomitar, y tengo una jaqueca digna de toda una dentadura infectada. Los ojos se me han convertido en lupas. La luz horriblemente intensa que entra por las ventanas del hotel es concentrada por ellas y no tardará en prenderle fuego a mi cerebro.
Ahora ya sé qué significa estar borracho: una vaga sensación de buena voluntad, otra más nítida de tener casi toda la conciencia fuera del cuerpo, flotando encima como una cámara en una película de ciencia ficción y filmándolo todo, y por último el mareo, el vómito y el dolor de cabeza. No, me digo que esa gripe no volveré a cogerla, ni en este viaje ni nunca. Es suficiente una vez, sólo para averiguar de qué se trata. Repetir el experimento sería de imbéciles, y dedicar una parte de la vida a beber, de locos, locos masoquistas.
Durante mis cinco últimos años de bebedor, siempre remataba las noches con el mismo ritual: vaciar en el fregadero las cervezas que quedaran en la nevera. Si no, al acostarme las oía hablar y no tenía más remedio que acabar levantándome y coger otra. Y otra. Y otra.
Que no fue el caso, evidentemente. La idea de que la creación y las sustancias sicotrópicas vayan de la mano es uno de los grandes mitos de nuestra época, tanto a nivel intelectual como de cultura popular. Los cuatro escritores del siglo veinte cuya obra ha tenido mayor responsabilidad en ello deben de ser Hemingway, Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson y el poeta Dylan Thomas. Son los que han formado nuestra visión de un yermo existencial en lengua inglesa donde la gente ya no se comunica y vive en un ambiente de asfixia y desesperación emocionales.
Es donde escribe estas líneas un hombre de cincuenta y tres años con mala vista, un poco cojo y sin resaca. Hago lo que sé, y lo mejor que sé.
Se empieza así: poniendo el escritorio en una esquina y, a la hora de sentarse a escribir, recordando el motivo de que no esté en medio de la habitación. La vida no está al servicio del arte, sino al revés.
Supongamos, por lo tanto, que estás en tu lugar de recepción favorito, igual que yo en el mío de transmisión. Nuestro ejercicio de comunicación mental tendrá que realizarse en el tiempo, además de en la distancia; pero bueno, no pasa nada: si todavía podemos leer a Dickens, Shakespeare y (con la mediación de algunas notas) Heródoto, la distancia entre 1997 y 2000 no parece insalvable. ¿Listo? Pues adelante con la telepatía. Te habrás fijado en que no tengo nada en las mangas, y en que no muevo los labios. Es muy probable que tú tampoco.
El acto de escribir puede abordarse con nerviosismo, entusiasmo, esperanza y hasta desesperación (cuando intuyes que no podrás poner por escrito todo lo que tienes en la cabeza y el corazón). Se puede encarar la página en blanco apretando los puños y entornando los ojos, con ganas de repartir ostias y poner nombres y apellidos, o porque quieres que se case contigo una chica, o por ganas de cambiar el mundo. Todo es lícito mientras no se tome a la ligera. Repito: no hay que abordar la página en blanco a la ligera.
¿Entiendes? Siempre es mejor llevar todas las herramientas, porque corres el riesgo de encontrarte con algo que no esperabas y dejar a medias la faena.
Es una manera de decir que para sacar el máximo partido a la escritura hay que fabricarse una caja de herramientas, y luego muscularse hasta poder llevarla. Quizá entonces, en lugar de dejar una faena a medias, se pueda coger la herramienta indicada y poner manos a la obra de manera inmediata.
Poner al vocabulario de tiros largos, buscando palabras complicadas por vergüenza de usar las normales, es de lo peor que se le puede hacer al estilo. Es como ponerle un vestido de noche a un animal doméstico.
No es que quiera fomentar las palabrotas, pero sí el lenguaje directo y cotidiano. Recuerda que la primera regla del vocabulario es usar la primera palabra que se te haya ocurrido, siempre y cuando sea adecuada y dé vida a la frase.
Las dos partes indispensables de la escritura son los nombres y los verbos. Sin el concurso de ambos no existiría ningún grupo de palabras que mereciera el apelativo de frase, porque frase, por definición, es un grupo de palabras que contiene sujeto (nombre) y predicado (verbo).
Juntando un nombre cualquiera con un verbo cualquiera siempre se obtiene una frase. No falla.
«Las piedras explotan», «Jane transmite», «Las montañas flotan». Son todas frases perfectas. En muchos casos, las ideas obtenidas tienen poco sentido racional, pero hasta las más raras (¡«Las ciruelas deifican»!) seducen por lo que podríamos llamar su peso poético.
nombr...
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La voz pasiva no entraña peligro. No obliga a enfrentarse con ninguna acción problemática. Basta con que el sujeto cierre los ojos y piense en Inglaterra, parafraseando a la reina Victoria.
Escribe el tímido: «La reunión ha sido programada para las siete.» Es como si le dijera una vocecita: «Dilo así y la gente se creerá que sabes algo.» ¡Abajo con la vocecita traidora! ¡Levanta los hombros, yergue la cabeza y toma las riendas de la reunión! «La reunión es a las siete.» Y punto. ¡Ya está! ¿A que sienta mejor?
También te habrás fijado en que, partida en dos ideas, la idea original es mucho más fácil de entender. Es una manera de facilitarle las cosas al lector, y siempre hay que pensar primero en el lector; sin él sólo eres una voz que pega rollos sin que la oiga nadie. Tampoco creas que es tan fácil estar al otro lado, el de la recepción. «Will Strunk ha visto que el lector casi siempre tiene graves dificultades —dice E. B. White en su introducción a The Elements of Style—, que está como en arenas movedizas, y que cualquier persona que escriba en inglés tiene el deber de secar la ciénaga con la
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Soy de la opinión de que los defectos de estilo suelen tener sus raíces en el miedo, un miedo que puede ser escaso si sólo se escribe por gusto (recuérdese que he hablado de timidez), pero que amenaza con intensificarse en cuanto aparece un plazo de entrega (la revista del cole, un artículo de periódico…). Dumbo consiguió volar gracias a una pluma mágica, y, por el mismo motivo, es posible que un escritor sienta el impulso de recurrir a un verbo en pasiva o un adverbio maléfico. Antes de sucumbir, acuérdate de que a Dumbo no le hacía falta la pluma porque él también tenía magia.
Por fácil que parezca un idioma, siempre está sembrado de trampas. Sólo te pido que te esfuerces al máximo, y ten presente que escribir adverbios es humano, pero escribir «dijo» es divino.
En la prosa expositiva los párrafos pueden ser ordenados y utilitarios, y hasta conviene que lo sean. El patrón ideal de párrafo expositivo contiene una frasetema seguida por otras que la explican o amplían. Para ejemplificar esta manera de escribir, sencilla pero con fuerza, reproduzco dos párrafos de la clásica redacción de instituto, cuya popularidad no decae.
La secuencia «frase-tema más descripción y profundización» le exige al escritor organizar sus ideas, además de protegerlo de las divagaciones.
La escritura es pensamiento depurado.
El párrafo más interesante es el quinto: «Big Tony se sentó, encendió un cigarrillo, se pasó la mano por el pelo.» Sólo tiene una frase, mientras que los párrafos expositivos casi siempre tienen más. Técnicamente hablando, ni siquiera es una frase demasiado buena. Para ser perfecta en términos normativos, pediría una conjunción. Otra cosa: ¿qué objetivo tiene?
En primer lugar, puede que la frase tenga fallos técnicos, pero dentro del contexto del fragmento, funciona. Su brevedad y estilo telegráfico diversifican el ritmo y hacen que no pierda frescura el estilo. Es una técnica que usa muy bien el novelista de suspense Jonathan Kellerman. Escribe en Survival of the Fittest: «El barco consistía en diez lustrosos metros de fibra de vidrio con ribeteado gris. Largos mástiles con las velas atadas. En el casco, pintado en negro con borde dorado, Satori.»
Escribir es seducir. La seducción tiene mucho que ver con hablar con gracia. Si no, ¿por qué hay tantas parejas que empiezan cenando juntas y acaban en la cama?
Las demás funciones del párrafo son la dirección de escena, subrayar (poco, pero provechosamente) los personajes y el marco, y generar un momento crucial de transición. Big Tony empieza defendiendo la veracidad de su historia y pasa a exponer lo que recuerda de O’Leary. Dado que la fuente del diálogo no cambia, el hecho de que Tony se siente y encienda un pitillo podría incluirse en el mismo párrafo y retomar el diálogo justo después, pero el autor prefiere otra opción. Como Big Tony cambia el enfoque de sus palabras, el escritor parte el diálogo en dos párrafos. Es una decisión tomada al
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Yo soy del parecer de que la unidad básica de la escritura es el párrafo, no la frase. Es de donde arranca la coherencia, y donde las palabras tienen la oportunidad de ser algo más que meras palabras.
Para escribir bien hay que aprender a usarlo bien. El secreto es practicar mucho. Hay que aprender a oír el ritmo.
Las palabras pesan. Si no, que se lo pregunten a los que trabajan en el departamento de envíos de alguna editorial, o en el almacén de una librería grande.
¿Hay alguna razón para hacer casas enteras con palabras? Yo creo que sí, y que los lectores de Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, o de Casa desolada, de Charles Dickens, la entienden: a veces, ni los propios monstruos son monstruos. A veces son guapos, y nos enamoramos de la historia hasta un extremo al que no puede aspirar ninguna película o programa de televisión. Hemos leído mil páginas y aún no tenemos ganas de abandonar el mundo que nos ha regalado el escritor, o a la gente imaginaria que lo habita. Si hubiera dos mil páginas, las acabaríamos con la misma sensación.
Los escritores se ordenan siguiendo la misma pirámide que se aprecia en todas las áreas del talento y la creatividad humanos. Los malos están en la base. Encima hay otro grupo, ligeramente más reducido pero abundante y acogedor: son los escritores aceptables, que también pueden estar en la plantilla del periódico local, en las estanterías de la librería del pueblo o en las lecturas poéticas a micrófono abierto. Es gente que ha llegado a entender que una cosa es que esté indignada una lesbiana y otra que sus pechos sean eso, pechos. El tercer nivel es mucho más pequeño. Se trata de los
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Es tan sencillo como que hay gente que no olvida, y que la crítica literaria, en gran medida, sólo sirve para reforzar un sistema de castas igual de antiguo que el esnobismo intelectual que lo ha alimentado. Hoy en día, Raymond Chandler está reconocido como figura importante de la literatura norteamericana del siglo XX, uno de los primeros en describir la alienación de la vida urbana en las décadas de la última posguerra, pero sigue habiendo una larga nómina de críticos que rechazarían de plano el veredicto.
La pereza intelectual llega a sus mayores cotas entre los más cultos. Por poco que puedan, levantan los remos y se dejan ir a la deriva.
Ahora bien, si no tienes ganas de trabajar como una mula será inútil que intentes escribir bien. Confórmate con tu medianía y da gracias de tenerla por cojín.
Si quieres ser escritor, lo primero es hacer dos cosas: leer mucho y escribir mucho.

