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Ya en la cama mi marido y yo nos adivinamos despiertos aunque estemos quietos y silenciosos. Tal vez él, como yo, les tema a las imágenes del sueño. Tanto como tememos a las de la vigilia.
La fotografía, qué paradoja, recupera y mata. Muy pronto esas veinte o treinta fotografías se tragarán al ser vivo. Y habrá un día en que ya nadie sobre la Tierra recordará a Daniel a través de una imagen móvil, cambiante. Entonces será apenas alguien señalado por un índice, con una pregunta: ¿y este, quién es? Y la respuesta, necesariamente, será plana, simple, esquemática. Un mero dato o anécdota.
Y yo no sé, oyendo todas estas palabras, qué me duele más, si el mundo sin Daniel o Daniel sin el mundo.
¿Por qué, si los índices de esquizofrenia —con sus múltiples variantes— no llegan al 1% en la población mundial, tuvo que estar Daniel dentro de ellos?
Lo atroz —y también lo maravilloso— de nuestras vidas, es que están parapetadas sobre lo aleatorio, lo gratuito, lo caprichoso.
El mundo se ha reído siempre de los locos. De Don Quijote, aunque con un fondo de ternura. De Hamlet, no sin cierta admiración. ¿Cómo podría yo, ahora, reírme de la locura?
Seré normal, parece ser su consigna. O tal vez: pareceré normal.
Porque en el corazón del suicidio, aun en los casos en que se deja una carta aclaratoria, hay siempre un misterio, un agujero negro de incertidumbre alrededor del cual, como mariposas enloquecidas, revolotean las preguntas.
Y muchas veces debió odiar la vida, esa que tanto amaba, por haberlo escogido a él, precisamente a él, para sacrificarlo.
Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme.
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