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Este doctor Stahlecker, como tenía cuidado de llamarle Eichmann, era en su opinión una excelente persona, educado, razonable y «libre de odios y chovinismos de toda clase»; en Viena solía estrechar la mano de los representantes judíos. Año y medio más tarde, en la primavera de 1941, este educado caballero fue nombrado comandante del Einsatzgruppen A, y se las ingenió para matar a tiros, en poco más de un año (él mismo murió en acción en 1942), a doscientos cincuenta mil judíos,
Por lo tanto, la iniciativa de Eichmann o de Stahlecker no significó más que un plan concreto para llevar a la práctica las directrices de Heydrich. Y ahora millares de personas, principalmente procedentes de Austria, eran deportadas sin orden ni concierto
El anhelo de Eichmann de adquirir algún territorio para «sus» judíos puede comprenderse mejor si lo contemplamos a través del prisma de su carrera. El plan Nisko «nació» durante la época de su rápido ascenso, y es más que probable que se viera a sí mismo como futuro gobernador general, como Hans Frank en Polonia, o como futuro protector, como Heydrich en Checoslovaquia, de un «Estado Judío».
Parece imposible que, excepto Eichmann y algunas otras lumbreras menores, alguien tomara esto con seriedad, debido a que —aparte de que se sabía que el territorio era inadecuado, para no mencionar el hecho de que, después de todo, era una posesión francesa— el plan hubiera requerido capacidad de embarque para cuatro millones de personas en plena guerra y en un momento en que la marina británica dominaba el Atlántico. Siempre se tuvo la intención de que el plan Madagascar sirviera de capa bajo la cual pudieran llevarse a cabo los preparativos para la exterminación física de todos los judíos de
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Cuando, un año después, se declaró la «caducidad» del proyecto Madagascar, todos estaban psicológicamente, o mejor, lógicamente, preparados para el siguiente paso: ya que no existía ningún territorio donde pudiera efectuarse la «evacuación», la única «solución» era el exterminio.
En modo alguno fue Eichmann de los primeros en enterarse de las intenciones de Hitler. Como hemos visto, Heydrich trabajó durante años, y por lo menos, desde el principio de la guerra, para conseguir este fin, y Himmler aseguraba haber sido informado (y haber protestado) de esta «solución», inmediatamente después de la derrota de Francia, en el verano de 1940. En marzo de 1941, unos seis meses antes de que Eichmann sostuviera la entrevista antes citada con Heydrich, «en las altas esferas del partido no constituía ningún secreto que los judíos iban a ser exterminados»,
Sin embargo, cierto es que fue uno de los primeros hombres entre los de segunda importancia que fue informado de este asunto clasificado como «alto secreto»,
Sean cuales fueren las razones por las que se decidió el lenguaje en clave, lo cierto es que resultó extraordinariamente eficaz para el mantenimiento del orden y la serenidad en los muy diversos servicios cuya colaboración era imprescindible, a fin de llevar a feliz término el asunto.
El último efecto de este modo de hablar no era el de conseguir que quienes lo empleaban ignorasen lo que en realidad estaban haciendo, sino impedirles que lo equiparasen al viejo y normal concepto de asesinato y falsedad. La gran facilidad con que las frases hechas y las palabras rimbombantes impresionaban a Eichmann, junto con su incapacidad de hablar normalmente, le hicieron un sujeto ideal para el empleo del «lenguaje en clave».
En el curso del juicio, se tenía la impresión de que la defensa bien podía presentar sus objeciones en cualquier momento, sin esperar su turno, ya que el procedimiento penal contra el acusado, en este «juicio histórico», pareció concluido desde un principio, por cuanto se tenía la impresión de que las afirmaciones del acusador estuvieran ya demostradas. Los hechos del caso, es decir, lo realizado por Eichmann —aunque no todo lo que la acusación hubiera querido que hubiese realizado— jamás fueron discutidos, por cuanto habían quedado establecidos mucho antes de que el juicio comenzara, y habían
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muchos judíos habían cometido actos criminales «a fin de precaverse del peligro de muerte inmediata», y los jefes y consejos judíos habían colaborado porque creyeron que podían «impedir consecuencias todavía más graves que las resultantes del delito». En el caso de Eichmann sus propias declaraciones despejaron ambos interrogantes, y las contestaciones fueron terminantemente negativas.
No, Eichmann no corrió «peligro de muerte inmediata», y como sea que aseguraba con gran orgullo que siempre «había cumplido con su deber», que siempre había obedecido las órdenes, tal cual su juramento exigía, siempre había hecho, como es lógico, cuanto estuvo en su mano para agravar, en vez de aminorar, «las consecuencias del delito».
Eichmann insistió en que en aquella ocasión se le había ofrecido una alternativa, un margen para la elección: «En este caso, tuve, por primera y última vez, la posibilidad de elegir ... Una alternativa era Lódz ... Y si Lódz ofrecía dificultades, aquella gente debía ser enviada más al este. Como sea que yo había sido testigo de los preparativos que se habían efectuado, tomé la decisión de hacer cuanto estuviera en mi mano para mandar a aquella gente a Lódz». De esta anécdota el defensor intentó inferir que el acusado había salvado cuantos judíos pudo, lo cual evidentemente no se ajustaba a la
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Debemos recordar que semanas e incluso meses antes de que fuera informado de las órdenes dadas por el Führer, Eichmann estaba ya al corriente de la criminal conducta de los Einsatzgruppen en el Este. Sabía que inmediatamente detrás de las primeras líneas alemanas todos los funcionarios rusos («comunistas»), todos los polacos miembros de las profesiones liberales y todos los judíos nativos eran muertos a tiros, masivamente.
La conciencia de Eichmann se rebelaba ante la perspectiva de asesinar a los judíos alemanes, pero no ante la del asesinato en general. («Jamás he negado que sabía que los Einsatzgruppen tenían órdenes de matar, pero ignoraba que los judíos del Reich transportados al Este fueron objeto de este trato. Esto es lo que yo ignoraba.»)
En diciembre de 1944, Kube escribió a su superior: «Ciertamente, soy un hombre duro, plenamente dispuesto a colaborar en la solución del problema judío, pero los individuos que proceden de nuestro propio medio cultural son ciertamente distintos de los que constituyen las animalizadas hordas nativas». Esta clase de conciencia que, caso de rebelarse, tan solo se rebelaba ante el asesinato de hombres «procedentes de nuestro propio medio cultural» ha sobrevivido al tiempo del imperio del régimen de Hitler. Actualmente, persiste entre los alemanes una tenaz propensión a «propalar la información
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La mayoría de los conspiradores del mes de julio eran, en realidad, antiguos nazis o individuos que habían ocupado altos cargos en el Tercer Reich. Lo que les situó en la oposición no fue el problema judío, sino el hecho de que Hitler estuviera preparando una guerra.
Sí, sabemos muy bien que estos hombres que lucharon, aunque tardíamente, contra Hitler pagaron el fracaso con sus vidas y padecieron una muerte horrible. El valor que muchos de ellos demostraron fue admirable, pero no estaba inspirado por la indignación moral ni tampoco por lo que sabían acerca del sufrimiento padecido por otras gentes; actuaron movidos, casi exclusivamente, por su convicción de la inminente derrota y ruina de Alemania.
Reck-Malleczewen escribió, después de haberse enterado del fracaso de la intentona, fracaso que, naturalmente, le disgustó: «Habéis actuado un poquito tarde, caballeros. Vosotros fuisteis quienes hicisteis al archidestructor de Alemania, quienes le seguisteis, mientras todo parecía marchar sobre ruedas. Vosotros fuisteis ... quienes sin dudar prestasteis cuantos juramentos os pidieron y quedasteis reducidos al papel de despreciables aduladores de este criminal, sobre quien recae la responsabilidad de cientos de miles de seres humanos, de este criminal sobre quien gravitan las lamentaciones y
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Sin embargo, hizo algunas concesiones. Así vemos que no pensaba expulsar a todos los judíos. En perfecta armonía con la política seguida en las primeras etapas del régimen nazi, y plegándose a la observancia de las categorías de judíos privilegiados que en aquel entonces se reconocían, Goerdeler estaba dispuesto a «no negar la ciudadanía alemana a aquellos judíos que aportaran pruebas de haber realizado especiales sacrificios militares en bien de Alemania, o que pertenecieran a familias de antiguo arraigo».
Del conjunto de pruebas de que disponemos solamente cabe concluir que la conciencia, en cuanto tal, se había perdido en Alemania, y esto fue así hasta el punto de que los alemanes apenas recordaban lo que era la conciencia, y en que habían dejado de darse cuenta de que «el nuevo conjunto de valores alemanes» carecía de valor en el resto del mundo.
La actitud de estos individuos que, desde un punto de vista práctico, nada hicieron, era muy distinta a la de los conspiradores. Su capacidad de distinguir el bien del mal había permanecido intacta, y jamás padecieron «crisis de conciencia».
Lo que se grababa en las mentes de aquellos hombres que se habían convertido en asesinos era la simple idea de estar dedicados a una tarea histórica, grandiosa, única («una gran misión que se realiza una sola vez en dos mil años»), que, en consecuencia, constituía una pesada carga.
Uno de los grandes méritos de la obra The Final Solution, de Gerald Reitlinger, es haber demostrado, con pruebas documentales que no dejan lugar a dudas, que el programa de exterminio en las cámaras de gas de la zona oriental nació a consecuencia del programa de eutanasia de Hitler, y es muy de lamentar que el juicio contra Eichmann, tan atento a la «verdad histórica», no prestara la menor atención a la relación antes citada.
Ya en 1935, Hitler había dicho al director general de medicina del Reich, Gerhard Wagner, que «si estallaba la guerra, volvería a poner sobre el tapete la cuestión de la eutanasia, y la impondría, ya que en tiempo de guerra es más fácil hacerlo que en tiempo de paz».
Ninguna de las diversas «normas idiomáticas», cuidadosamente ingeniadas para engañar y ocultar, tuvo un efecto más decisivo sobre la mentalidad de los asesinos que el primer decreto dictado por Hitler en tiempo de guerra, en el que la palabra «asesinato» fue sustituida por «el derecho a una muerte sin dolor».
A medida que la guerra avanzaba, con muertes horribles y violentas en todas partes —en el frente ruso, en los desiertos de África, en Italia, en las playas de Francia, en las ruinas de las ciudades alemanas—, los centros de gaseamiento de Auschwitz, Chelmno, Majdanek, Belzek, Treblinka y Sobibor, debían verdaderamente parecer aquellas «fundaciones caritativas del Estado» de que hablaban los especialistas de la muerte sin dolor.
Hubiera debido haber allí una voz, preferentemente femenina, que tras lanzar un profundo suspiro añadiera: «Y pensar que hemos malgastado tanto y tanto gas, bueno y caro, suministrándolo a los judíos...».
De ahí que los subsecretarios, los asesores jurídicos y otros especialistas al servicio de los ministerios rara vez fueran miembros del partido, y es muy comprensible que Heydrich tuviera sus dudas acerca de si podría conseguir la activa colaboración de tales funcionarios en la tarea del asesinato masivo.
Lo principal, tal como con toda justeza dijo Eichmann, era que los miembros de las diversas ramas de la alta burocracia pública no solo expresaron opiniones, sino que formularon propuestas concretas. La reunión no duró más de una hora o una hora y media. Tras ella se sirvieron bebidas, y luego todos almorzaron juntos. Fue una «agradable reunión social» destinada a mejorar las relaciones personales entre los circunstantes.
Los asesores jurídicos redactaron borradores de la legislación necesaria para dejar a las víctimas en estado de apátridas, lo cual tenía gran importancia desde dos puntos de vista. Por una parte, eso impedía que hubiera algún país que solicitara información sobre las víctimas, y, por otra, permitía al Estado en que la víctima residía confiscar sus bienes.
En tanto en cuanto Eichmann podía comprobar, nadie protestaba, nadie se negaba a cooperar.
La maquinaria de exterminio había sido planeada y perfeccionada en todos sus detalles mucho antes de que los horrores de la guerra se cebaran en la carne de Alemania, y la intrincada burocracia de dicha maquinaria funcionaba con la misma infalible precisión en los años de fácil victoria que en aquellos otros de previsible derrota.
Las defecciones comenzaron a producirse únicamente cuando se hizo patente que Alemania perdería la guerra. Además, estas deserciones nunca fueron lo suficientemente graves para afectar al funcionamiento de la maquinaria de exterminio, ya que consistían en actos aislados, antes nacidos de la corrupción que de la piedad, actos que no estaban inspirados por la rectitud de conciencia, sino por el deseo de lograr dinero o amistades con que protegerse en los negros días que se avecinaban.
Según dijo Eichmann, el factor que más contribuyó a tranquilizar su conciencia fue el simple hecho de no hallar a nadie, absolutamente a nadie, que se mostrara contrario a la Solución Final.
Desde luego, Eichmann no esperaba que los judíos compartieran el general entusiasmo que su exterminio había despertado, pero sí esperaba de ellos algo más que la simple obediencia, esperaba su activa colaboración y la recibió, en grado verdaderamente extraordinario.
Debido a lo anterior, la formación de gobiernos títere en los territorios ocupados iba siempre acompañada de la organización de una oficina central judía, y, tal como veremos más adelante, en aquellos países en que los alemanes no lograron establecer un gobierno títere, también fracasaron en su empeño de conseguir la colaboración de los judíos.
Para los judíos, el papel que desempeñaron los dirigentes judíos en la destrucción de su propio pueblo constituye, sin duda alguna, uno de los más tenebrosos capítulos de la tenebrosa historia de los padecimientos de los judíos en Europa.
En Amsterdam al igual que en Varsovia, en Berlín al igual que en Budapest, los representantes del pueblo judío formaban listas de individuos de su pueblo, con expresión de los bienes que poseían; obtenían dinero de los deportados a fin de pagar los gastos de su deportación y exterminio; llevaban un registro de las viviendas que quedaban libres; proporcionaban fuerzas de policía judía para que colaboraran en la detención de otros judíos y los embarcaran en los trenes que debían conducirles a la muerte; e incluso, como un último gesto de colaboración, entregaban las cuentas del activo de los
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Y sabemos también cuáles eran los sentimientos que experimentaban los representantes judíos cuando se convertían en cómplices de las matanzas. Se creían capitanes «cuyos buques se hubieran hundido si ellos no hubiesen sido capaces de llevarlos a puerto seguro, gracias a lanzar por la borda la mayor parte de su preciosa carga», como salvadores que «con el sacrificio de cien hombres salvan a mil, con el sacrificio de mil a diez mil». Pero la verdad era mucho más terrible. Por ejemplo, en Hungría, el doctor Kastner salvó exactamente a 1.684 judíos gracias al sacrificio de 476.000 víctimas
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Era casi indiscutible que la acusación, en el juicio de Jerusalén, que tanto cuidado tuvo en no poner en un brete a la administración de Adenauer, debía evitar, por razones más importantes y más evidentes, sacar a la luz este capítulo de la historia de los judíos.
La postura de la acusación hubiera quedado debilitada si se hubiera visto obligada a reconocer que la determinación de los individuos que debían ser enviados a la muerte era, salvo escasas excepciones, tarea de la administración judía.
El cuadro hubiera quedado verdaderamente deformado si se hubiera unido a las pruebas documentales el libro de Adler, ya que hubiera contradicho las declaraciones prestadas por el principal testigo de los acontecimientos de Theresienstadt, quien aseguró que el propio Eichmann era quien efectuaba la selección de los individuos que debían ser transportados.
Los testigos pudieron hablar casi todo lo que quisieron, y muy rara vez se les formuló una pregunta específica.
Si bien la improcedencia jurídica de estas declaraciones, que tanto tiempo consumieron, fue siempre lamentablemente clara, también es cierto que las intenciones del gobierno israelita, al proponerlas como medio de prueba, no fueron menos claras.
El hecho, harto conocido, de que el trabajo material de matar, en los centros de exterminio, estuviera a cargo de comandos judíos quedó limpia y claramente establecido por los testigos de la acusación, quienes explicaron que estos comandos trabajaban en las cámaras de gas y en los crematorios, que arrancaban los dientes de oro y cortaban el cabello a los cadáveres, que cavaron las tumbas, y, luego, las volvieron a abrir para no dejar rastro de los asesinatos masivos, que fueron técnicos judíos quienes construyeron las cámaras de gas de Theresienstadt, centro este en el que la «autonomía» judía
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El juez Yitzak Raveh logró que uno de los testigos reconociera que «la policía del gueto» era «un instrumento más en manos de los asesinos», y también consiguió que el testigo en cuestión dijera que «la política del Judenrat consistía en cooperar con los nazis». El juez Halevi consiguió, con sus repreguntas, que Eichmann reconociera que los nazis consideraban que esta colaboración constituía la piedra angular de su política con respecto a los judíos.
Pero también era verdad que existían organizaciones comunales judías, y organizaciones de ayuda, tanto de alcance local como de alcance internacional. Allí donde había judíos había asimismo dirigentes judíos, y estos dirigentes, casi sin excepción, colaboraron con los nazis, de un modo u otro, por una u otra razón. La verdad era que si el pueblo judío hubiera carecido de toda organización y de toda jefatura, se hubiera producido el caos, y grandes males hubieran sobrevenido a los judíos, pero el número total de víctimas difícilmente se hubiera elevado a una suma que oscila entre los cuatro
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Me he detenido a considerar este capítulo de la historia de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, capítulo que el juicio de Jerusalén no puso ante los ojos del mundo en su debida perspectiva, por cuanto ofrece una sorprendente visión de la totalidad del colapso moral que los nazis produjeron en la respetable sociedad europea, no solo en Alemania, sino en casi todos los países, no solo entre los victimarios, sino también entre las víctimas.
Evidentemente, la historia de los «suavizadores» empleados en las oficinas de Hitler forma parte de la serie de cuentos de hadas surgidos en la posguerra, y bien podemos prescindir de dichos «suavizadores», en el aspecto de voces que pudieron llegar a la conciencia de Eichmann.