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No pongo especiales objeciones a que la gente consuma sustancias que les hagan sentirse mejor, más satisfechos o, ya puestos, ver pequeñas hadas violetas bailarinas… o hasta a su dios, si hace falta llegar a eso. Es su cerebro, a fin de cuentas, y la sociedad no puede mandar en él, siempre que no estén operando maquinaria pesada en ese momento.
Por centésima vez se planteó explicarle a su esposa que entre sus valiosísimas cualidades, que eran muchas, no figuraba la labor de punto. Pero habría preferido amputarse el pie a tener que hacerlo: le rompería el corazón.
Siempre había papeleo. Ya se sabe que cualquier campaña para reducir el papeleo solo produce más papeleo.
—Donde hay policías hay delito, sargento, recuérdalo. —Sí, lo recuerdo, señor, aunque creo que suena mejor reordenando un poco las palabras.
Pero, siendo optimistas, seguro que en la ciudad habría algún asesinato espantoso o robo atroz que, al menos con el importantísimo fin de reforzar la moral, exigiría la presencia del jefe de la Guardia. La esperanza era lo último que se perdía.
Si algo sabía del campo era que chapoteaba al pisarlo. Había que reconocer que la mayoría de las calles de Ankh-Morpork chapoteaban al pisarlas pero, bueno, era el chapoteo correcto y el chapoteo en el que él había chapoteado desde que tenía edad para caminar e, inevitablemente, resbalar.
Vimes entendía lo que era ser dueño de un pub, pero se
preguntaba quién podía ser dueño de un río truchero porque, si tu trozo era ese de ahí, ya se había alejado gorgoteando corriente abajo mientras lo mirabas, ¿no? ¡Eso significaba que algún otro ya estaba pescando en tu agua, el muy cabrón!

