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Hállase muy difundida la extraña creencia, mantenida por todos los arbitristas monetarios, según la cual el crédito es algo que el banquero otorga.
el crédito es algo que el hombre tiene previamente adquirido. Goza de crédito porque posee bienes de un valor monetario superior al préstamo que solicita o bien porque sus condiciones personales y su pasado se lo han proporcionado. Lo lleva consigo al Banco y por ello consigue el préstamo; el banquero no entrega dinero a cambio de nada. Se siente seguro de que le será devuelto y no hace sino cambiar una forma más líquida de capital o crédito por otra menos líquida.
Se pretende con frecuencia que el Estado debe asumir los riesgos que son «demasiado grandes para la iniciativa privada». Esto significa que debe permitirse al Estado imponer al dinero de los contribuyentes riesgos que nadie está dispuesto a afrontar con el suyo.
El Estado jamás presta o da algo a los ciudadanos que previamente no haya obtenido de ellos mismos.
el Estado no puede prestar a las empresas privadas una ayuda financiera que no detraiga, antes o después, de las mismas.
Cuando el gobierno subvenciona o concede anticipos, en realidad grava negocios privados prósperos para auxiliar ruinosos negocios privados.
Cambios económicos recientes, de David A. Wells,
Fue simplemente una ilustración más del aforismo de Santayana, según el cual, aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo.
¿Para qué transportar mercancías entre Nueva York y Chicago por ferrocarril cuando podrían emplearse muchísimos más hombres, por ejemplo, si las llevasen a hombros?
que hacen las máquinas, repitámoslo, es incrementar la producción y elevar el nivel de vida. Esto se lleva a cabo en una de estas dos formas: abaratando los productos al consumidor (como en nuestro ejemplo de los abrigos) o aumentando los salarios, al incrementarse la productividad de los obreros.
En otras palabras, o incrementan los salarios o, al reducir los precios, aumentan el volumen de artículos y servicios asequibles a un mismo salario.
Fulano de Tal pierde su empleo por la introducción de alguna nueva máquina. «No pierdan de vista a Fulano de Tal», insisten esos autores. «No se olviden nunca de Fulano de Tal». Sin embargo, lo que en realidad hacen es preocuparse solamente de Fulano de Tal, olvidando que Mengano acaba de obtener un empleo en la fabricación de la nueva máquina, Zutano, otro en el manejo de la misma, y Perengano puede adquirir ahora un abrigo por la mitad del precio que solía costarle. Y por pensar solamente en Fulano de Tal acaban por erigirse en defensores de sistemas absurdos y reaccionarios.
Indudablemente, debemos tener presente a Fulano de Tal, que ha sido desplazado de su empleo por la nueva máquina. Quizá pueda obtener rápidamente otro empleo, incluso mejor. Pero tal vez haya dedicado muchos años de su vida a adquirir y perfeccionar una técnica especial que carece ahora de toda utilidad. Ha perdido los fondos invertidos en su autocapacitación técnica, como su antiguo empresario perdió, tal vez, su inversión en viejas máquinas y procedimientos que de pronto han quedado anticuados. Era un obrero especializado y cobraba como tal. Ahora se ha convertido otra vez, de la noche a la
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La lección central es que debemos tratar de prever todas las consecuencias fundamentales de determinada política o programa económico, sus efectos inmediatos sobre grupos especiales y sus efectos remotos sobre todos los grupos.
No hay límite al trabajo por hacer, mientras haya necesidad o deseos humanos insatisfechos, que el trabajo pueda atender. En una moderna economía de intercambio se realizará más trabajo cuando los precios, costes y salarios se hallen en las mejores relaciones de reciprocidad.
Cuando todo el argumento en favor de mantener en sus empleos un grupo de funcionarios queda reducido al de conservar su capacidad de compra, ha llegado, sin duda, el momento de prescindir de sus servicios.
Pero la producción es fin; el empleo, únicamente el medio de conseguirla.
los medios se erigen en fines, mientras los propios fines caen en el olvido.
Si fuera posible la elección —que no lo es—, sería preferible la producción máxima, manteniendo parte de la población en involuntaria ociosidad mediante una caridad sin disfraces, a proporcionar «pleno empleo», si para ello se precisa recurrir a tantos procedimientos encubiertos de distribución del trabajo, que finalmente la producción quede desorganizada.
«En todos los países, el interés de la inmensa mayoría de la población es y debe ser siempre comprar lo que necesita a quien vende más barato.»
«El supuesto es tan evidente —continuaba Smith— que esforzarnos en demostrarlo podría parecer ridículo; nunca habría sido puesto en duda si las interesadas falacias de mercaderes y fabricantes no hubieran perturbado el sentido común de la humanidad.»
Lo que se considera norma prudente de conducta en las familias, difícilmente puede ser calificado de locura en el gobierno de un gran reino.»
A la larga, y no obstante el cúmulo de argumentos a favor y en contra, los aranceles carecen de relevancia en orden al problema del empleo. (Es cierto, sin embargo, que la súbita elevación o reducción de tarifas, al introducir modificaciones en la estructura de la producción, puede crear un paro temporal e incluso, en determinadas circunstancias, una depresión.) Pero sí la tienen en orden al problema de los salarios. A la larga reducen los salarios reales al disminuir la eficiencia marginal del trabajo, la producción y la riqueza.
El ansia enfermiza de exportar que experimentan todas las naciones se halla superada tan sólo por el temor, no menos morboso, a las importaciones.
La idea de que una economía en expansión implica la expansión simultánea de todas las industrias es un profundo error.
Los métodos de producción anticuados deben ser sustituidos constantemente por otros más perfeccionados, si queremos satisfacer las necesidades antiguas y nuevas con mejores productos y mejores servicios.
cuando se estudian los efectos de cualquier medida de carácter económico a implantar, es forzoso que examinemos no sólo los resultados inmediatos que su adopción producirá, sino también los resultados a largo plazo; no sólo las consecuencias primarias, sino también las secuelas secundarias, y no sólo sus efectos sobre un sector determinado de intereses, sino sobre toda la colectividad.
una actividad u ocupación determinada sólo puede incrementarse a expensas de todas las demás.
Los precios vienen determinados por la oferta y la demanda, y la demanda lo está por la intensidad con que la gente necesita cierta mercancía y por su capacidad para ofrecer algo a cambio.
En general, cuanto más diestramente actúan en su propio interés, más ayudan al agricultor.
A estos efectos, no estoy seguro de lo que entienden por comercio libre los planificadores estatales, pero podemos estarlo de algunas de las cosas que no incluyen en aquella expresión. No incluyen la libertad del hombre corriente para comprar y vender, tomar y conceder préstamos al tipo o interés que prefiera y donde considere más conveniente. No incluyen la libertad del sencillo ciudadano para cultivar la cantidad que desee de determinado fruto; de ir y venir a voluntad; de establecerse donde más le agrade, llevando consigo su capital y otros bienes. Más bien se refieren, sospecho, a la
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De hecho, el argumento «poder adquisitivo más bien que necesidad» conserva fuerza dialéctica mientras se cobra cualquier cantidad por la carne. Quedaría enervado tan sólo en el caso de que fuese regalada.
no es posible mantener el precio de una mercancía por debajo de su nivel de mercado sin que, al mismo tiempo, se produzcan dos consecuencias. En primer término, un incremento en la demanda del artículo intervenido. Puesto que resulta más barato, el público se ve tentado y puede comprarlo en mayor cantidad. En segundo lugar, una reducción en la oferta. Al comprar más la gente, las existencias acumuladas desaparecen más rápidamente del comercio.
Por consiguiente, en el mejor de los casos, la consecuencia de fijar un precio máximo a un artículo determinado será provocar su escasez.
Ahora bien, cuando limitan los salarios y beneficios de quienes los fabrican, sin intervenir al mismo tiempo los de aquellos que producen artículos de lujo o semilujo, desalientan la producción de artículos de primera necesidad sometidos a tasa y estimulan la fabricación de mercancías menos esenciales.
Algunas de estas consecuencias terminan por aparecer con toda claridad a los gobernantes, quienes entonces adoptan nuevos sistemas y controles en un intento de eludirlas. Entre ellos figuran el racionamiento, el control de costes, los subsidios y la fijación general de precios.
resulta que cada persona, en su papel de contribuyente, se subvenciona a sí misma en su papel de consumidor.
Lo que se olvida es que alguien paga los subsidios y que no se ha descubierto aún el método para que la comunidad obtenga algo a cambio de nada.
Cuando los precios son mantenidos arbitrariamente bajos por imposición estatal, la demanda excede crónicamente a la oferta.
como Alexander Hamilton advirtiera en las páginas de El Federalista, «el dominio sobre la subsistencia del hombre equivale al dominio sobre su voluntad».
La única excepción radica en el artículo que cada uno produce: entonces comprende y aprecia la razón de su alza. Pero siempre está dispuesto a considerar su propio negocio como caso de excepción. «Mi propio negocio —dice— es peculiar y el público no lo comprende. La mano de obra se ha encarecido; el precio de las materias primas también se ha elevado; esta o aquella materia prima ya no se importa y debe fabricarse más cara en nuestro país.
Cada uno de nosotros, en una palabra, tiene una múltiple personalidad económica. Somos productores, contribuyentes y consumidores.
La política que propugne dependerá de la postura particular que se adopte en cada momento. Porque cada cual es unas veces el Dr. Jekyll y otras Mr. Hyde.
Como productor desea la inflación (pensando principalmente en sus propios servicios o productos); como consumidor desea la limitación de los precios (pensando principalmente en lo que ha de pagar por los productos ajenos). Como consumidor puede abogar por los subsidios o aceptarlos de buen grado; como contribuyente se lamenta de tener que pagarlos. Toda persona piensa que podría manejar las fuerzas políticas de forma que le permitan beneficiarse de la subvención más de lo que pierde con el impuesto o aprovechar el alza de sus propios productos (mientras los costes de sus materias primas sean
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No se puede sobrevalorar en una cantidad determinada el trabajo de un obrero en el mercado laboral por el mero hecho de haber convertido en ilegal su colocación por cantidad inferior.
En una palabra, se sustituye el salario bajo por el paro. Se causa un mal general, sin compensación equivalente.
no cabe distribuir más riqueza que la creada; no es posible, a la larga, pagar al conjunto de la mano de obra más de lo que produce.
Los salarios reales tienen su origen en la productividad, no en los decretos y órdenes ministeriales.
La creencia contraria se apoya en una serie de ilusiones. Una de ellas es la falacia del post hoc ergo propter hoc, que percibe la enorme alza de salarios en el último medio siglo, debida principalmente al aumento de capital invertido y al progreso científico y técnico, y la atribuye a los sindicatos, por cuanto actuaron también intensamente durante el periodo.

