Se fue, y Lamont se quedó solo. Se quedó sentado en la silla, golpeando sin cesar la mesa con los dedos. En algún punto del Sol, los protones se aglomeraban con una avidez algo excesiva y, a cada momento, esta avidez aumentaba, y en un momento dado se rompería el delicado equilibrio… —Y nadie en la Tierra sabrá que yo tenía razón —exclamó Lamont y pestañeó con fuerza para contener las lágrimas.