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Lo único que lo consoló, al menos unos segundos, fue lo que le dijo la mujer que le había abrazado y que ahora lloraba con él: que al menos tendría la posibilidad de enterrarlos. Siempre sabría dónde descansaban sus restos. Parecía saber más de la guerra que el resto de nosotros.
Estaba asustado porque ya no distinguía entre sueño y realidad.
Caminamos rápidamente, como intentando mantenernos en el día, temerosos de que la caída de la noche volviera las páginas inciertas de nuestras vidas.
Las aldeas y pueblos que capturábamos y convertíamos en base al avanzar y la selva donde dormíamos eran nuestro hogar. El pelotón era mi familia, el arma, mi forma de vida y protección, y la norma era matar o morir. La extensión de mis pensamientos no iba mucho más allá.
Casi todos los miembros del personal eran así: volvían sonriendo después de hacerles daño. Era como si se hubieran comprometido a no rendirse con nosotros. Sus sonrisas nos hacían odiarlos más todavía.
teníamos que ayudar a los maestros a recoger la cosecha de sus tierras o huertos. Era la única manera de que los maestros, que no cobraban desde hacía años, se ganaran la vida.

