Lo que aprendí al revisar mis primeras novelas
El año en que cumplí los dieciséis escribí tres novelas. Tres. Pasé de una producción literaria mínima (aunque escribía todos los días en foros interpretativos de rol, lo que es un ejercicio fantástico para aprender a redactar y desarrollar personajes) a crear como una bestia. Nunca, hasta ese momento, había terminado nada. Todo lo que había empezado había quedado en agua de borrajas, pero de pronto mis ideas sueltas se convertían en historias completas. Owk lleah!11 ¿No?
La calidad y la originalidad eran… bueno. Digamos que al menos estaban terminadas.
Me tomaba muy en serio aquellas novelas. Escribía todos los días, a menudo varias veces al día. Estaba completamente enamorada de esas historias. Quería publicar. Quería que todo el mundo las leyera. Estaba escribiendo. Era escritora, ¡al fin!
¡Soy la mejor autora del universo! ¡Paso de corregir el borrador, está estupendo!
Con el paso del tiempo, a medida que leía otras cosas, me fui dando cuenta de que mis novelas no estaban bien. Ahora me doy cuenta de que una de ellas podría salvarse con una reescritura salvaje, pero las otras dos son copias de copias sin sentido propio. Era todo tan naïf, con mi propia inocencia y deseo de que estuviera bien para apañar los agujeros de trama, con mis “adoro esta historia, así que funciona porque sí”, que sólo podría haberlo escrito una persona de dieciséis años. Muy madura y con una capacidad de redacción superior a la media, pero de dieciséis años. Sin experiencia en el mundo ni en la literatura, y sobre todo sin la voluntad de esforzarme hasta dar lo mejor de mí, demasiado centrada en la necesidad de ser leída como para darme cuenta de que era mejor ser leída bien.
¿Qué quiero decir con esto?
Dos cosas:
La primera, que todo el mundo tiene un comienzo. Todo el mundo tiene una historia de la que está enamorado y que se resiste a dejar ir aunque sea un plagio de Eragon. Yo también insistí en poner nombres estúpidos a mis protagonistas aunque no pegasen con la ambientación porque no me los imaginaba de otra manera.
La segunda, que es imprescindible saber seguir adelante. Hay ideas que no son buenas. En ocasiones, estamos obcecados con llevar a la historia por el cauce que tiene que ser en lugar del que sería razonable. Sobre todo, tenemos que aprender a ser humildes. Aceptar las críticas, examinarlas con objetividad y desenamorarnos de nosotros mismos. Creer que lo hacemos bien aunque lo hagamos mal es ridículo. Os lo dije en una de las primeras entradas: hay que escribir siempre lo mejor posible. No rendirnos ante la autocomplacencia, no decirnos a nosotros mismos “bah, no saben apreciar mi arte” cuando nos hacen una observación negativa. Jode. Claro que jode. Pero, ¿qué es preferible? ¿Un orgullo herido durante un rato y una lección aprendida o el desdeñar las propuestas de mejora e insistir en que no hay nada que mejorar?
No sin cierta vergüenza, os dejo un fragmento de la versión de 2006 de mi primera novela, todo clichés y redundancias. ¡174.000 palabras! Anda que…
Fabius había sospechado que el motivo por el cual el emperador insistía en quedarse a solas con Yuri era porque deseaba hablar con ella en privado.
Yuri también lo sospechó, porque Memnoch III no se detuvo en la puerta, sino que pasó dentro. Ella se sentó en la cama, como si nada ocurriera, y el emperador se colocó frente a ella, imponente y hostil.
—Debería hablar contigo antes de la cena, jovencita –dijo, mesándose la barbilla.
Yuri asintió, mirándolo con frialdad.
—Espero que comprendas la dificultad por la que pasa la familia en estos momentos, y en el papel vital que cumples. Hoy vas a ser presentada como una Stania, y no toleraré cualquier intromisión por tu parte en mi plan perfecto, ¿entendido?
—Quizá.
El emperador se acercó más y la tomó por los hombros. Sus ojos, de cerca, parecían irisados y enloquecidos. Yuri sintió un miedo irracional al mirarlos, e instintivamente se echó hacia atrás, pero las manazas de Memnoch III la atrapaban como tenazas.
—No vale un quizá –continuó, con voz serena, pero asesina.– Escúchame bien: no eres mi hija, y si de mí dependiera, ni siquiera serías una Íszak. Pórtate bien, y nada malo sucederá.
—¿A qué espera para matarme? –preguntó Yuri, desafiante.
—Créeme que es lo que desearía. Eres un error, tú y toda tu existencia, ¿entiendes? Y si no acabé antes contigo fue porque tenía la sospecha de que podría necesitarte. No, no puedo matarte. Y por otra parte, matarte no sería un castigo para ti. Pero puedo hacer cosas mucho peores, cosas que te pondrían los pelos de punta si te lo dijera, y que harían que me pidieras piedad a gritos.






La entrada Lo que aprendí al revisar mis primeras novelas aparece primero en Rocío Vega.