MasterChef: aguante LeChef
Enumero: el boxeador de 18 años de origen mapuche, la monja, el rockero de Valparaíso, el joven del gorro con un pompón que viene del sur, el pescador que salvó gente en el terremoto del norte, la chica española, el arquitecto que suda demasiado, la chica que trabaja en una feria y cumple reclusión nocturna, el bombero que cocina para su compañía. Todos ellos aparecieron el domingo pasado en el capítulo con el que MasterChef abrió su segunda temporada (su segundo día de exhibición en C13 es los jueves). Los jueces son los mismos de la versión anterior, tres figuras populares que asumen con felicidad los papeles que el público les terminó asignando. Así, si Ennio Carota oficia del italiano lleno de sentido común y piedad; el francés Yann Yvin interpreta a una bestia negra irritada que esconde un corazón emo y Christopher Carpentier se presenta como una suerte de místico secreto de la cocina chilena.
Todo lo anterior funciona con cierta gracia al verse quizás como una versión más radical que la primera temporada, donde se afiató la adaptación local de la franquicia. Pero esa eficacia no es inédita. Canal 13 sabe cómo manejar formatos ajenos y Sergio Nakasone, quien es el encargado del asunto, casi no falla en estas cosas: el casting es perfecto y todo está filmado con una eficacia casi quirúrgica, usando los silencios para volver insoportables esos momentos donde los jueces saborean los platos y miran el aire esperando una revelación que casi nunca llega.
Gracias a lo anterior, el show no pone el acento en el drama de las vidas que los concursantes abandonan sino en lo que sucede en cada minuto de la competencia, como si esa tensión en tiempo presente sirviese para definirlos de nuevo, cambiándolos a vista y paciencia del espectador. No hay nada nuevo en eso, pero quizás lo relevante es cómo aquello se profundiza hasta volverse el centro del programa, como si cada plato cocinado a la vez contuviera el esbozo de un futuro posible y un espejo de la propia personalidad. Así, la cocina se vuelve una metáfora de la vida, haciendo que cada pie forzado de los menús de la competencia trace una biografía condensada que sirve para representar las intimidades quebradas de los concursantes, donde hay relatos de vida como los de Maylín González (quien comenzó a cocinar en serio en prisión) o Alfonso Castro (el garzón de 63 años que trata de soportar la ausecia de su esposa fallecida).
Donde otros canales desplegarían todo tipo de manipulación emocional, MasterChef se detiene para convertir todo lo anterior en meros datos de la causa, esperando que el relato decante y encuentre sus propios modos. En ese sentido, el programa construye con los fragmentos de lo real una narración desplegada a partir de la fantasía de que la tele es un lugar de escape pero también un punto sin retorno para los participantes. Yvin, Carpentier y Carota son, de este modo, meras excusas para desplegar los futuros posibles de estos cocineros amateurs. Son médiums y anfitriones, tan acogedores como severos, tan intuitivos como brutales, todos oficiando como oráculos que tratan de descifrar en los platos los secretos de la vida de los concursantes pero también el horizonte que los espera. Hay una moraleja democrática ahí: la sugerencia de que quienes están cocinando no sean demasiado diferentes de quienes los alientan al otro lado de la pantalla.
Porque quizás es eso lo más interesante del show y tiene que ver con la compasión y la empatía. Ahí la cocina es más que cocina, es un camino a las fotos de la intimidad de una serie de vidas privadas que van a dejar de ser tales. Así como Eduardo Améstica, el metalero de Valparaíso, fue capaz de cambiar su sobrenombre de “Leche” a “LeChef”, en el programa un plato de salmón es una fábula de reconstrucción, acaso una de esas promesas sobre construir una vida nueva que sólo la televisión puede formular y cumplir en el mismo instante.
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