3×971 – Blanco
XVIII. OLGA Y GUSTAVO
La extraña pareja
971
Estadio olímpico Emah, ciudad de Sheol
3 de septiembre de 2008
Gustavo estaba sudando a mares. Sintió cómo una gota de sudor se escurría bajo su axila y recorría sus costillas, acariciándole y refrescándole la piel a su paso. Se recolocó la gorra, que impedía que los rayos del astro rey incidiesen directamente sobre sus ojos, se metió un mechón de su rebelde pelo moreno debajo, y respiró hondo, consciente de que de los siguientes dos tiros dependía obtener el otro o el bronce en el campeonato.
Ese día se celebraba la final del campeonato europeo Sub 15 de tiro al arco, y él había conseguido, tras meses de largo esfuerzo, labrarse un puesto entre los finalistas. Ese año la sede del campeonato había sido Sheol, lo cual se tradujo en una muy buena noticia, puesto que se pudo trasladar sin problemas con su madre y su hermana, ya que residían a poco más de hora y media en tren de cercanías.
El joven arquero había demostrado una puntería excepcional desde una edad muy temprana, y tanto sus padres como su hermana mayor siempre habían apoyado su afición, incluso cuando ésta tomó un cariz mucho más profesional, lo que implicó más desplazamientos y gasto en material. Su contrincante, una joven de origen asiático que era un año y ocho meses menor que él, había demostrado una pericia inaudita. Sin embargo, él tampoco se había quedado atrás. Si aprovechaba los errores de su ahora última y única contrincante, se llevaría el oro, y con él una gratificación económica que buena falta le hacía a la familia.
Su madre, Agustina, tenía una enfermedad rara, que iba debilitando sus huesos paulatinamente. Se la habían diagnosticado hacía algo más de un lustro, y ni tan siquiera la celebérrima vacuna ЯЭGENЄR había conseguido hacerle frente. El único modo de frenar su acción era con una medicación experimental que venía de los Estados Unidos, pero con ello tan solo se conseguía ralentizar el deterioro, que no pararlo. Su esperanza de vida era de unos quince años, y en cualquier caso acabaría postrada en la cama, sin poder moverse. Dicha medicación era excepcionalmente cara, al menos para el estatus de la familia. Por ello Gustavo estaba tan nervioso, pues no sólo se jugaba su prestigio, sino una gratificación económica que podría garantizar a su madre al menos ocho meses más de medicación.
El joven arquero se dio media vuelta y echó un vistazo a las gradas. Ahí había al menos medio millar de personas, sin contar con la prensa internacional y todo el séquito de entrenadores y los demás participantes que habían sido eliminados. Fijó la vista hasta discernir entre la multitud, en la segunda fila, a su madre y a su hermana. Olga estaba en pie, saludándole, agitando un brazo en el aire, gritando palabras de ánimo que Gustavo no alcanzó a interpretar dada la generosa distancia que les separaba y el ruido de voces que reinaba en el ambiente. Agustina estaba junto a ella, sentada en su silla de ruedas, en un lugar especial habilitado para minusválidos. Ahora los huesos de sus piernas eran tan frágiles que tenía que los médicos incluso le desaconsejaron el uso de muletas, pero ello no le había impedido desplazarse hasta la gran ciudad a disfrutar del campeonato que estaba disputando su hijo pequeño. El cabeza de familia, Jacinto, no pudo asistir porque estaba trabajando.
La de Olga y Gustavo era una familia muy humilde. Bien avenida, pero de muy escasos recursos. Dado su delicado estado de salud, Agustina no trabajaba, y percibía una pensión ridícula, que debían complementar con el trabajo de Jacinto, que era transportista. Pero aún así, los ingresos eran insuficientes para cubrir los gastos del día a día y la costosa medicación de Agustina. Olga había tenido que renunciar a su carrera universitaria para contribuir económicamente, y trabajaba en una tienda de equipamiento deportivo desde recién cumplidos los dieciocho, hacía ahora algo menos de dos años. Por fortuna la final del campeonato de su hermano había coincidido con el inicio de sus quince días de vacaciones tras la campaña de verano, por lo que pudo permitirse acompañarle.
El joven arquero cerró los ojos y trató de concentrarse. Si hacía diana de nuevo, empataría a aquella niña de origen chino. Trató de abstraerse de todo cuanto le rodeaba, miró la diana, y preparó la flecha. Lo había hecho miles de veces. Nada tenía por qué salir mal, pero era tanto lo que se jugaba, que pocas veces había estado tan nervioso como lo estaba ahora. Tensó el arco, dejando la mente en blanco, apuntó hacia la diana, que estaba apoyada sobre su trípode de madera, sobre el prístino y recién segado césped. Mantuvo la tensión y el pulso unos segundos, y finalmente disparó. La flecha dio en el blanco, de una manera prácticamente en el centro del minúsculo círculo interior.
Gustavo escuchó unos gritos a su espalda, sin duda vítores de ánimo de los espectadores o abucheos de los familiares de los contrincantes a quienes había abatido sin piedad. Ahora todo se reducía a ese último tiro. Si conseguía volver a hacer diana, todo el esfuerzo habría valido la pena. De lo contrario, se habría fallado tanto a sí mismo como a su madre. Los gritos no cesaban y Gustavo frunció el ceño, enojado. Se suponía que debían mantener un cierto nivel de silencio para que él pudiese concentrarse en tan delicada tarea. Pero no le dio importancia, y ello no le hizo girarse. El joven arquero tenía muy claro lo que debía hacer, y nada ni nadie le harían cambiar de opinión. Sacó una nueva flecha del carcaj, la colocó en su hendidura, tensó el arco, apuntó, y sin pensárselo dos veces, disparó a la nueva diana. En esta ocasión el blanco fue incluso más limpio que la anterior.
Gustavo había ganado el campeonato. Los gritos se intensificaron aún más, sin duda jaleando su éxito. Con una radiante sonrisa en el rostro, se giró a toda prisa, pero ésta se le heló en el rostro. La grada estaba prácticamente vacía, y había gente gritando por doquier, unos pisándose a los otros por abandonar los lugares que hasta hacía un escaso minuto habían ocupado. Su mirada se dirigió irremisiblemente hacia la parcela de grada en la que debían encontrarse su hermana y su madre. Y efectivamente, ahí estaban ambas. Olga estaba tumbada boca arriba sobre dos de los asientos, en apariencia dormida. Su madre seguía en el mismo lugar, sobre su silla. Había una mujer anciana, con un moño cano medio deshecho, abalanzada sobre ella, que agitaba los brazos tratando de quitársela de encima. Gustavo era incapaz de entender lo que estaba ocurriendo.


