Colores primarios
La imagen es todo: después de su entrevista con Don Francisco, lo que haga Michelle Bachelet en pantalla siempre va a ser sorpresivo o inquietante. Por lo mismo, no es raro que la cuenta pública del 21 de mayo pueda leerse como una especie de oráculo, una performance cuyo contenido está cifrado en un montón de gestos y señales que quizás son capaces de contener un sentido secreto. De hecho, ayer, ante un salón lleno, todo se concentraba en el color de la banda presidencial de Bachelet. Ese era el truco, eso es lo que se veía por televisión. Ahí estaba el secreto: la banda destacaba sobre la chaqueta blanca de la Presidenta y del muro blanco que había detrás suyo. Era lo único que importaba. Era lo que debía quedar más allá de los anuncios y las revelaciones de la cuenta anual. La banda era el mensaje, una luz atrapada dentro del párpado de un ojo que se cierra. Aquella imagen era perfecta y estaba construida en pantalla con una composición simétrica elegante y despojada de adornos, perfecta para amplificar lo que Bachelet decía con un tono didáctico, haciendo que cada anuncio fuese administrado con eficacia, apenas marcado por los aplausos y el contrapunto de una cámara que enfocaba a quienes estaban en el salón, mientras se intercalaban imágenes de archivo e infogramas. Pero lo que importaba en pantalla era Bachelet, que parecía presentarse de vuelta del caso Caval, del despido de Peñailillo, del incendio de su gabinete y de los fantasmas de SQM.
Porque la cuenta pública completaba lo que había empezado en su conversación con Kreutzberger, era el fotograma de alguien que había recuperado para sí todo lo que significó alguna vez su propia imagen. Así, había ahí una tabla rasa que daba cuenta del futuro y de la solemnidad secreta de quien quizás estaba sugiriendo una refundación y una tregua. Era el aviso de que Bachelet terminaba de estar de vuelta, que había estado perdida, pero que ahora -en frente de todo el mundo- volvía a sentirse cómoda con el poder, una comodidad que ella aspiraba a transmitir como cotidiana, que no entrañaba ninguna épica, sino cierta cercanía e intimidad, como cualquier gesto ampuloso se doblara para convertirse en pura empatía. El mundo podía explotar afuera, Valparaíso podía convertirse en un campo de batalla, los amigos y enemigos podían tomar su discurso para aplaudirla o crucificarla. Daba lo mismo. Bachelet luego sonreiría desde la testera del Congreso, mientras conversaba con Walker y Núñez como si la cuenta pública de ayer fuese una cosa de todos los días. Antes, la televisión había terminado de devolverla a su lugar: los colores de la banda presidencial eran algo parecido al cumplimiento de una promesa.
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