Texto de los jueves
Amigos muertos / IX
1) Héctor Trinid...
Amigos muertos / IX
1) Héctor Trinidad Delgado. Célebre en el barrio de Carrasco. Médico de profesión, también era novelista —o mejor aún, narrador, pues el cuento le venía bien—, además de compositor y pintor. De pronto se dejaba ver en el taller de creación literaria. Sus historias versaban sobre situaciones que acontecían en el México de la Colonia. Provocaba la algarabía de quienes prestábamos nuestros oídos a su voz. Buen prosista, le interesaba sobre todo conservar el equilibrio entre estructura y estilo. La emoción no le inquietaba más allá de la cuenta. Su cometido no era apelar al corazón sino al razonamiento. Armó una novela de más de 500 páginas. Ya tenía editor. Todo iba viento en popa, hasta que se enamoró de una paciente. Sus íntimos tratamos de disuadirlo. Se trataba de una mujer de la que se hablaba mal. Más que mal. De belleza inquietante, una sola y misma cosa fue que viera al doctor —herr doktor, como yo le decía— para que lo hiciera suyo. El resultado no se hizo esperar. Poco a poco se pronunció su adelgazamiento. Por alguna razón desconocida para todos. Finalmente amaneció en su automóvil muerto de una forma trágica. Le escurrían hilitos de sangre de las orejas, la boca, la nariz, los ojos, y, según se supo, de los orificios impronunciables. Se dijo que le habían dado a ingerir veneno para ratas. Del anticoagulante. Se hubiese tenido a la mano una dosis de vitamina K, habría salvado su vida.
2) Alejandro Rojas. Fue mi alumno en la Iberoamericana, y al paso del tiempo le tallereé sus poemas. Impuesto al trabajo arduo se convirtió en empresario desde muy joven. Le hincó el diente al negocio de la panadería. Había que verlo. Abría las puertas de su negocio a las 5 de la mañana, y a las 10 ya estaba sentado en su pupitre de la Iberoamericana. Ganó un premio cuyo libro nunca le publicaron. Pero él no se arredraba. Sabía de lo que significa el esfuerzo para la obtención de una figura poética de altura. Aunque se le dificultaba dar con el temblor poético, no se daba por vencido. En su negocio de la avenida Miramontes, urdía reventones que rayaban en la locura. Corrían ríos de mezcal. Los hombres entraban unos y salían otros. Y los encuentros amorosos no se hacían esperar. Con el mismo ardor, lanzó una revista marginal. Incontables poetas vieron ahí sus textos por vez primera. En general todo mundo lo quería. Por su entusiasmo, o más que eso, su arrojo. Pero la ambición lo sobrepasó. De vender libros usados, pan y objetos varios, no le tembló la mano cuando prestó dinero en pesos contantes y sonantes. Alguien le advirtió que no hiciera eso. Sobre todo porque el interés era estratosférico. Pero no entendió. Al contrario, persistió en su codicia. Hasta que alguien le ajustó cuentas. Hallaron su cadáver a un par de calles del tan celebrado negocio. Un solo balazo en la frente fue suficiente. Aunque nadie sabe la razón exacta. Se habló incluso de un marido celoso. Pero a un hombre así no le habría bastado con una bala.

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