2×908 – Apestada
908
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
25 de noviembre de 2008
Christian tenía la mirada perdida en la distancia. Observaba distraídamente el tímido fulgor del diminuto arco en forma de C que formaba la luna ya muy cercana a su estadio de nueva reflejado en la mar tranquila que había más allá de los acantilados. Tenía una de sus manos apoyada en la cicatriz de su sien; el codo en la barandilla del balcón. Suspiró por enésima vez. Un ruido característico le hizo girar la cabeza: el ruido de un arrastrar de pies errático. Era un hombre mayor, que caminaba dando tumbos por la calle frente a la que habían erigido la muralla. No parecía demasiado sorprendido por que en ese extremo de la isla las farolas estuvieran encendidas. El ex presidiario le observó con atención. Incluso entonces, después de todo cuanto había vivido, le costó creer que ese hombre hubiera olvidado quién fue en su vida anterior, y que ahora tan solo le moviesen el hambre y las ansias por hacer daño.
Volvió al dormitorio con la linterna encendida, apuntando al suelo. El dolor de su pie ahora tan solo se traducía en una ligera molestia al caminar. Sin duda no tardaría en extinguirse del todo. Dedujo que debían ser las cuatro o las cinco de la madrugada. Cogió el mechero que tenía sobre la mesita de noche y encendió una de las velas que había en la cómoda, frente a la ventana. Se sentó en la cama y se miró los pies, a la titilante luz de la llama. Esa cama era a todas luces demasiado grande para él. Había otros tres dormitorios en el piso, con camas más pequeñas, pero él había preferido quedarse en el de matrimonio, previendo que sería mucho más cómodo. La experiencia de la vida en solitario, teniendo su propio piso, le estaba resultando mucho menos placentera de lo que había supuesto. Escuchar los ronquidos de los demás, el frotar de sábanas y los eventuales paseos nocturnos a beber agua o ir al servicio que había tenido que soportar mientras viajaban fue molesto, pero él lo hubiera cambiado por esto sin pensarlo. La sensación de soledad, acrecentada por el excesivo silencio de ese nuevo mundo, hacía que uno se sintiese incómodo en su propia piel.
Llevaría media hora echado sobre la cama, con los ojos abiertos como platos, incapaz de conciliar el sueño, cuando se incorporó de nuevo. Echó un vistazo por la ventana y se fijó en el patio del centro de día. Ahí debían estar Maya e Ío con los bebés, luchando por no quedarse dormidas. A juzgar por el silencio que reinaba en el patio interior de manzana, tan solo mancillado eventualmente por algún que otro ronquido esporádico de sus compañeros y vecinos, todo parecía indicar que los bebés dormían como benditos. Las copas de aquellos altos álamos hacían que resultase difícil distinguir lo que había al otro lado, pero no le costó demasiado dar con Ío, iluminada por un farolillo con batería eléctrica que Bárbara les había proporcionado. El color de su pelo resultaba inconfundible, incluso a esa distancia y con una luz tan escasa. Estaba de espaldas a él, mirando hacia la sala de estar del centro de día, sentada en uno de aquellos bancos. Incluso creyó distinguir la silueta oscura de aquella enorme perra echada a sus pies. De quien no había rastro era de Maya.
Consciente que esa noche no podría pegar ojo, abrió el cajón de la mesita de noche y sacó un pañuelo blanco con los bordes bordados en hilo rosa. Lo desenvolvió con cuidado y contempló, a la luz de la vela, que ya había consumido más de la mitad de su mecha, la fotografía que le había entregado Fernando en su lecho de muerte. Una lágrima recorrió el tabique de su nariz y llegó a la comisura de sus labios, provocando un estallido salado en su boca. No sabía si lloraba por el desenterrado recuerdo de su difunta madre, por la repentina y trágica muerte de Fernando, o por ambos, pero fue incapaz de evitarlo. Entre sollozos, mientras acariciaba con el pulgar la cara de su progenitora en aquella ajada fotografía, escuchó unos golpecitos en la distancia, no muy lejos de ahí. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, envolvió la fotografía en aquél pañuelo y la volvió a dejar en el cajón de la mesita. Los golpes se repitieron, seguidos de una voz con un característico acento isleño que preguntaba por él. El ex presidiario se dirigió a la puerta de entrada. Se sorprendió gratamente al descubrir que se trataba de Maya.
MAYA – ¿Puedo pasar?
CHRISTIAN – Sí. Claro.
Christian se hizo a un lado y Maya entró al piso. Ella misma se encargó de encender un par de velas del candelabro que había sobre la mesa del comedor, y tomó asiento en el sofá. Aún sorprendido por la visita, pues a esas horas intempestivas no esperaba a nadie, el ex presidiario tomó asiento a su vera.
MAYA – Sé que es bastante tarde… ¿Molesto?
CHRISTIAN – No, por Dios. Tú nunca molestas.
Maya frunció ligeramente el ceño al tiempo que esbozaba una tímida sonrisa.
MAYA – Vi que tenías la lus encendida, y… pensé que no te habrías dormido aún.
CHRISTIAN – Lo he intentado, pero…
MAYA – He dejado a Ío sola con los críos. Llevan horas durmiendo, no creo que tenga problemas.
La hija del difunto pescador miró a otro lado cuando Christian se secó la mejilla aún húmeda con el pulgar.
MAYA – Te vi muy afectado por lo de… Fernando. Pero apenas hemos tenido tiempo de conversar desde que volvisteis. ¿Estás bien?
Christian suspiró. No podía mentirle. A ella no. La muerte de Fernando le había afectado demasiado, y Maya era una de las pocas personas con la que tenía la suficiente confianza para abrirse. Negó con la cabeza, algo gacha. Ella poso una de sus manos sobre la suya, que descansaba en su regazo.
CHRISTIAN – No tuve que haberle tratado así. Me siento estúpido. Él no tenía la culpa de nada, y yo…
Maya le observaba en silencio, con una expresión seria pero entregada. Apenas parpadeaba.
CHRISTIAN – Él sólo intentaba ayudar…
Christian suspiró de nuevo.
CHRISTIAN – Estaba convencido de que no moriría. Él tenía gafas, igual que tú. No estaba vacunado. Se lo pregunté.
MAYA – ¿Llegó a enfermar?
El ex presidiario negó, todavía con la mirada gacha.
CHRISTIAN – No tuvo tiempo. Estaba muy malherido. Cayó desde mucha altura, y… recibió demasiados golpes.
MAYA – Chris… Que no nos transformemos en… esas cosas, no significa que seamos inmortales.
Christian se giró hacia su amiga y la miró a los ojos. Estaban muy cerca el uno del otro. Su mandíbula empezó a temblar y Maya le estrechó entre sus brazos. Lejos de avergonzarse, Christian se sintió genuinamente reconfortado al notar el apoyo de Maya. Así pasó cerca de un minuto, desahogándose, sintiendo la calidez de aquella muchacha que le correspondía el abrazo de manera sincera. Ella era una muy buena amiga, que había estado con él incontables horas desde que se conocieran allá en el faro de Iyam. Habían compartido buenos y malos momentos, habían reído juntos, habían llorado juntos, y además… era muy dulce y bella…
El ex presidiario rompió el abrazo con suavidad, alejándose de ella sutilmente, hasta que sus rostros quedaron a un escaso palmo de distancia. Lo siguiente fue un acto instintivo, un gesto totalmente espontáneo. Algo dentro de sí le dijo que era lo correcto. Christian ladeó ligeramente la cabeza y acercó sus labios a los de Maya. Al inclinarse para besarla, ella echó la cabeza hacia atrás, a la misma velocidad que él se inclinaba hacia delante, arqueando la espalda. Christian quiso que se lo tragara la tierra. Maya tenía los ojos muy abiertos, igual que su boca, en un rictus de sorpresa mayúsculo. El ex presidiario se apresuró a recuperar su posición erguida, mientras notaba cómo el rubor se apoderaba a toda velocidad de sus mejillas.
MAYA – Chris, no…
CHRISTIAN – Lo… lo siento. Lo siento. Lo siento mucho.
Maya negó con la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido, aún con idéntica expresión de asombro en el rostro. Christian se levantó del sofá a toda velocidad, como si el tapizado le quemase la piel. Hasta entonces había estado tratando de obviar el tema, esforzándose por tratarla como una compañera más, como a una buena amiga. Pero Maya era una persona demasiado importante para él como para conformarse con eso. No fue hasta ese momento que se dio cuenta, aunque estaba claro que ella no sentía lo mismo. En cualquier caso ya no había margen para dar marcha atrás.
MAYA – No… No es por eso, Chris. Yo…
CHRISTIAN – No… no debí… Perdóname.
La chica volvió a negar con la cabeza, con algo más de insistencia, tratando de sacarle de su equívoco. Christian deseó salir de ahí cuanto antes, aunque tuviera que saltar por el balcón para hacerlo.
MAYA – Christian, no puedo juntarme contigo. No puedo juntarme con nadie. ¡Te mataría! Tú estás vacunado y yo estoy infectada.
En esta ocasión fue él el que se quedó de piedra. No fue hasta entonces que se dio cuenta que lo único que había hecho Maya era salvarle la vida, demostrando haber sido una muy buena discípula de Bárbara, a diferencia de él. Un escalofrío le recorrió la espalda al darse cuenta de lo cerca que había estado de su fin.
MAYA – No puedo asercarme a nadie. No puedo compartir comida con nadie, ni siquiera dar un simple beso…
El ex presidiario escuchaba con atención a Maya, a la que cada vez le temblaba más la voz. El brillo de la llama de la vela en los ojos castaños de la joven se intensificaba por momentos.
MAYA – Tú no sabes lo que eso significa. Estar siempre pendiente de no asercarte a nadie más de la cuenta, de no olvidarte nada que otro pueda tocar, de… de… Soy como una apestada.
CHRISTIAN – No… No digas eso…
Christian la asió de la mano, y notó que estaba temblando. Ella ya había empezado a llorar. El ex presidiario no supo cómo reaccionar. Había estado en situaciones similares con anterioridad. No era la primera vez que intentaba cortejar a una chica, pero la carga emocional nunca había sido tan intensa. Jamás había sentido tanto aprecio y tanto cariño por ninguna de las chicas con las que había estado. En ese momento deseó más que nunca abrazarla y demostrarle que se equivocaba. Sin embargo, lo único que alcanzó a hacer fue quedarse ahí de pie, como una estatua, viendo cómo ella lloraba. Maya sorbió los mocos, levantó la mirada y la clavó en los ojos de Christian.
MAYA – ¿Sabes una cosa?
El ex presidiario sólo alcanzó a tragar saliva.
MAYA – Este hubiera sido mi primer beso.
Christian no pudo soportarlo más y recuperó su posición a la vera de Maya. Le plantó un sonoro beso en la frente y la estrechó de nuevo entre sus brazos, notando su respiración entrecortada y sus reiterados gimoteos. Maya le susurró al oído.
MAYA – Lo siento… de verdad.
El ex presidiario chistó con la lengua, rechazando de plano las inmerecidas disculpas de la joven. Notó sus lágrimas recorriéndole el cuello y respiró con fuerza, notando el olor a champú de lavanda del cabello de la antigua hemipléjica.
CHRISTIAN – No estás sola, Maya. Nunca vas a estar sola.
Christian sintió cómo Maya le estrechaba con más fuerza y él le acarició la mejilla con la suya propia, con los ojos cerrados. Él no llegó a ver cómo ella sonreía, entre llantos, pero lo sintió.


