2×906 – Sustituto
906
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
25 de noviembre de 2008
Paris se giró al escuchar unos golpecitos al otro lado de la puerta de entrada. Se rascó la nuca y la cabeza, cerrando fuertemente los ojos, mientras se incorporaba del sofá. A su paso cayeron un par de latas de cerveza al suelo.
PARIS – ¿Qué te has olvidado ya? Pasa. Está abierto.
La puerta se abrió de par en par y tras ella apareció Bárbara. Aquella niña de rebelde pelo escarlata y rostro salpicado de pecas estaba a su lado. Paris puso los ojos en blanco.
BÁRBARA – ¿Se puede?
PARIS – Estás en tu casa.
ZOE – Hola.
El dinamitero miró a la niña, y acto seguido giró la cara en dirección contraria. Zoe se quedó callada y miró a Bárbara, elevando ligeramente el mentón. Ésta alzó los hombros. El dinamitero sintió un pudor repentino al ver el lamentable estado en el que se encontraba su vivienda, y empezó a recoger las bolsas, los platos y las botellas vacías que había desperdigados por doquier. Era la primera vez que entraba ahí una mujer desde que se había adueñado del piso.
PARIS – ¿Pasa algo?
BÁRBARA – Nada… Bueno. Que ya están preparando la cena.
PARIS – Ah, mira, genial. Tengo mucha hambre.
BÁRBARA – Hoy no cenaremos en la calle. Cenaremos… ¿sabes donde está la copistería, en la esquina?
Paris asintió, sin poder evitar que en su frente se dibujasen algunas arrugas. Zoe cruzó el umbral de la puerta y fue directa a la chimenea. La mandíbula inferior se le desplomó al contemplar ahí el brazo burdamente momificado de Héctor. Nunca lo había visto anteriormente, al menos separado de su dueño, pero lo reconoció al instante. El tatuaje de la cobra resultaba inconfundible. Incluso después de todo el mal que aquél deleznable hombre había hecho, sintió que no era correcto exponer ahí su miembro amputado.
BÁRBARA – Por el agujero que hay en la pared de atrás se entra a una residencia de ancianos. Cenaremos ahí.
PARIS – Luego, luego… enseguida voy.
El dinamitero hizo un gesto con la mano, invitándolas a abandonar el piso. Bárbara no se dio por enterada.
BÁRBARA – Han…
La profesora tragó saliva. Era consciente de que el estado anímico de Paris no era el más adecuado para mantener una conversación larga con él, pero quería estudiar sus reacciones, para saber a qué atenerse cuando estuviese rodeado de todo el grupo. Con tantas nuevas variables a tener en cuenta, debía andarse con mil ojos para asegurar que su reacción no fuese un desastre mayúsculo. En cualquier caso, parecía bastante tranquilo y sereno, si uno obviaba el rancio olor alcohólico de su aliento.
BÁRBARA – Hemos traído un par de personas más, un niño y… varios bebés. Carlos me dijo que ya te lo había explicado, antes de salir.
PARIS – Sí. Estoy al tanto.
BÁRBARA – Bueno, pues… luego te los presentaré. Cuando… vengas.
PARIS – Vale. Bien. Que sí. Luego voy. ¿Qué más quieres?
BÁRBARA – Nada…
Bárbara hizo un gesto a Zoe, que estaba echando un vistazo al piso vecino por el agujero que había en la pared, y la niña corrió de vuelta a la entrada. El sentimiento de rechazo de Paris hacia ella era correspondido. Instantes antes de salir, Bárbara se giró de nuevo y se dirigió al dinamitero, que puso los ojos en blanco.
BÁRBARA – Por cierto. ¿Sabes dónde está Juanjo, el otro…?
Paris hizo un gesto con la cabeza, levantando las cejas, señalando detrás de la profesora. Bárbara se giró, pero ahí no había nadie.
BÁRBARA – ¿Cómo?
PARIS – Ahí delante.
BÁRBARA – Ahí delante dónde, ¿en el piso de Fernando?
El dinamitero leyó la mirada de disgusto que se dibujó en el rostro de la profesora, aunque ésta no tenía ni punto de comparación con la de la niña.
PARIS – No te preocupes, ya me he encargado yo de quitar las cosas de Fernando.
BÁRBARA – ¿Se va a quedar ahí, a vivir?
PARIS – Sí. El piso está limpio, y yo tenía una copia de las llaves. Le he dicho yo que se quede. ¿Algún problema?
BÁRBARA – No… Ninguno. Nos… nos vemos luego.
PARIS – Adiós.
Bárbara cerró tras de sí al salir. La niña le estiró de la camisa y le susurró al oído.
ZOE – No me gusta que ese hombre se quede en la casa de Fernando.
BÁRBARA – A mi tampoco, cariño. A mi tampoco.
ZOE – No está bien.
Cruzaron el angosto pasillo junto a la escalera, y Bárbara golpeó la puerta del piso en el que hasta hacía tan poco había estado residiendo el mecánico. Juanjo la abrió en cuestión de segundos. Conservaba la misma sonrisa de la última vez que ella le había visto, mostrando sus dientes amarillos y los ojos entrecerrados. Dada su corta estatura, Bárbara pudo mirar por encima de su hombro y echó un vistazo al piso de Fernando. Le llamó la atención que hubiera cambiado los muebles de sitio, y juraría que esas no eran las mismas cortinas de la última vez que ella y el mecánico tomaron un café en esa misma sala.
JUANJO – ¡Hombre! Muy buenas, Bárbara. Eres mi primera invitada. Pero pasad, pasad. No os quedéis ahí.
Zoe acompañó a Bárbara al interior del piso de Fernando, y ambas tomaron asiento en el sofá. Juanjo se sentó en el sillón que él mismo había colocado delante hacía escasos minutos.
BÁRBARA – ¿Dónde has estado tanto tiempo? Hace horas que hemos vuelto.
JUANJO – Estuve con Paris. Me ha estado enseñando un poco el barrio. Lo tenéis todo muy bien montado, sí señor. Se nos ha debido ir el santo al cielo. Discúlpame.
El banquero esbozó una sonrisa aún más forzada, tratando de quitarle hierro al asunto. Un silencio incómodo se apoderó de la estancia.
BÁRBARA – ¿No me vas a preguntar si hemos llegado bien… o algo?
JUANJO – ¿Estáis aquí, no? Quiero decir… ¿No ha pasado nada malo, verdad?
BÁRBARA – No. Hemos llegado bien, pero… bueno, tanto da. Estamos todos bien.
JUANJO – Me alegro, me alegro mucho.
Bárbara empezó a sentirse incómoda con aquella sonrisa. Las arrugas de su frente lo delataban. Tan solo entonces empezó a dar crédito a las advertencias de Carla y Darío. Zoe estaba muy seria y le miraba con los labios apretados. Ella también se había forjado su propia opinión del banquero, y tampoco era demasiado halagüeña.
BÁRBARA – ¿Sabes que este piso pertenecía a uno de mis compañeros?
JUANJO – Sí. Me ha explicado Paris la noticia. Una verdadera tragedia. Os acompaño en el sentimiento.
BÁRBARA – Gra… gracias. ¿Y… ya te está bien quedarte aquí?
JUANJO – Bueno… Paris me dio la llave. Me dijo que podría quedarme, que el piso estaba limpio y vacío. ¿He hecho algo mal?
BÁRBARA – No… bueno. Vosotros sabréis.
JUANJO – Si quieres…
Juanjo se sacó una llave del bolsillo y la colocó sobre la mesa que les separaba.
BÁRBARA – No, Juanjo. A mi no me tienes que dar nada.
JUANJO – Yo sólo…
Bárbara negó con la cabeza.
BÁRBARA – Vamos a cenar enseguida. Pero antes… hay una cosa que querría que hiciéramos. Si no te molesta.
JUANJO – Lo que sea.
BÁRBARA – Es una prueba muy sencilla. La hemos hecho con Darío y con Carla. Y… con todos los niños.
JUANJO – ¿Y de qué trata?
BÁRBARA – Es para saber si…
Bárbara tragó saliva. Desconocía cuál podría ser la reacción de ese hombre a lo que estaba a punto de proponerle, pero no estaba dispuesta a pasarlo por alto. Era demasiado lo que estaba en juego. Más después de descubrir que Darío sí estaba infectado.
BÁRBARA – Para descartar que estés infectado.
La profesora leyó un tic nervioso en el ojo de Juanjo y un cambio radical en su expresión, que enseguida mutó de nuevo a aquella sonrisa sardónica. Bárbara se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón y sacó un pequeño vial con algunos mililitros de sangre. Siguiendo las indicaciones de su instinto, había preferido coger parte de su sangre para hacer la prueba, en vez de uno de aquellos viales con la vacuna. El resultado sería igual de concluyente, si no más, y no despertaría elucubraciones innecesarias.
BÁRBARA – Esto es sangre de infectado.
JUANJO – ¿De dónde has sacado eso?
BÁRBARA – Por desgracia, no es que sea muy difícil de encontrar, hoy día.
JUANJO – Bueno… ¿Y… qué es lo que tengo que hacer?
BÁRBARA – Es una prueba muy sencilla. Sólo necesito una gota de tu sangre. Y… tenemos que mezclarlas. Dependiendo de cuál sea la reacción…
JUANJO – ¿Y no te vale con mi palabra?
Juanjo se rió el chiste. Fue el único que lo hizo. Ya había perdido a Zoe, y Bárbara iba por el mismo camino.
BÁRBARA – Será sólo un momento.
El banquero chistó con la lengua.
JUANJO – ¿Y cómo quieres hacerlo?
BÁRBARA – Necesitaría que te pinchases en un dedo, con… una aguja o…
Juanjo negó con la cabeza, y sacó una genuina navaja suiza del bolsillo de su pantalón. Estuvo tanteando diferentes útiles hasta que dio con una hoja de cuchillo bastante afilada. Apretó fuertemente los dientes al pincharse en el dedo índice, pero no paró hasta que vio brotar la sangre. Entonces dejó la navaja sobre la mesa con un sonoro golpe, y le mostró el dedo ensangrentado a una sorprendida Bárbara.
JUANJO – ¿Contenta?
La profesora frunció el ceño de nuevo. Zoe no daba crédito a lo que estaba ocurriendo, pero no por ello lo disfrutó menos. Bárbara resiguió con la mirada la estancia, y cogió un platillo de cristal que había sobre el mueble del salón. Lo dejó dado media vuelta sobre la mesa, e invitó a Juanjo a poner ahí una gota de su sangre. El banquero lo hizo y acto seguido se llevó el dedo a la boca. Fue entonces cuando la profesora se dio cuenta de que le había abandonado aquella sonrisa. Bárbara procedió y dejó caer una gota de su propia sangre sobre la de Juanjo. La reacción no se hizo esperar, y fue algo más espectacular de lo que ella misma esperaba.
JUANJO – ¡Gordo hijo de la gran puta! ¿Qué coño me ha echado en la bebida?
Juanjo estaba fuera de sí de ira y desesperación. Bárbara, viendo en qué podría desembocar ese malentendido, decidió actuar de inmediato, antes que Juanjo tuviese nada de lo que arrepentirse. Más tarde reconocería que hubiera sido interesante dejarle creer que estaba infectado, al menos un poco más.
BÁRBARA – Eh, eh. ¡Relájate! Esto no significa que estés infectado. Al contrario.
JUANJO – ¿Cómo? Pero si…
BÁRBARA – Eso que ha pasado es lo que te pasaría si te muerde un infectado. Es normal que pase eso. Lo preocupante sería que no hubiera pasado nada.
JUANJO – Joder, qué susto me has dado. ¡Eso se avisa!
El banquero respiró hondo y soltó todo el aire rápidamente, llevándose la mano a la frente perlada de sudor frío.
JUANJO – Dios santo. No vuelvas a darme un susto así.
BÁRBARA – Lo siento.
JUANJO – Bueno. ¿Eso es todo? ¿Ya está todo bien?
BÁRBARA – Sí. Todo bien. Ahora puedes venirte con nosotras a cenar.
JUANJO – Vale, de acuerdo.
Bárbara reconoció cómo aquella desagradable sonrisa había vuelto al rostro del banquero. Negó ligeramente con la cabeza, deseando no tener que arrepentirse de haber metido a ese hombre en el grupo. Estaba más que convencida que Carla y Darío eran gente noble y que harían buenas migas con ellos además de resultarles útiles, pero ese hombre era diferente. Había algo en él que no le inspiraba confianza, aunque no hubiera sabido definirlo. Trató de convencerse que si habían acabado aceptando a Paris, difícilmente encontrarían a alguien peor, pero aún así no podía quitarse de encima ese desagradable presentimiento. Los tres se dirigieron de vuelta al centro de día en el más estricto de los silencios.


