Capitán Jenny - Capítulo 19

DIECINUEVE



Según le dijo Potter, permanecerían en la isla al menos una semana, así que Nick buscó una habitación en una posada cercana llamada El laberinto. Era la más cara, pero al menos podía disfrutar de sábanas limpias y cierta privacidad. Necesitaba pensar detenidamente en su siguiente paso. Lo primero era escribir una carta a Simmons, el hombre al que había dejado en Tortuga y su único contacto. Esperaba poderle hacer llegar la misiva sin contratiempos, sobornando al marinero de algún barco que partiese hacia allí.

Hacía calor.

Abajo, en la calle a la que daba su habitación, se escuchaban risas de ebrios.

Se frotó las sienes y volvió a enumerar las pocas pistas que tenía para llevar a cabo su misión, maldiciendo la poca o nula información que había podido sacar a los marineros del Melody Sea. O todos mentían como bellacos, o nunca habían abordado un barco que luciera bandera inglesa. ¿Dónde le dejaba eso? ¿Y si, en realidad, no era la bravía Jenny Cook la causante de los ataques? En ese caso, ¿quién se hacía pasar por el capitán Cook? ¿Era posible que el padre de la muchacha no hubiese muerto, como se decía? ¿Podría pensarse que seguía actuando por su cuenta?

Suspiró desalentado y, sin darse cuenta, se pasó la mano por la herida del pecho. Aún escocía, pero había cicatrizado bien gracias a haber mantenido el brazo inmóvil, evitando hacer movimientos bruscos. Recordando la batalla en la que se había jugado la vida, maldijo haberse dejado embaucar por su reina. Su labor solo podía acabar de una forma: mal. Porque si conseguía demostrar que Jenny era la que asaltaba los barcos de la Corona, tendría que arrestarla; si era inocente, debería marcharse, alejarse de ella. Y si la primera opción le causaba malestar, la segunda le hería en lo más profundo porque se había acostumbrado a buscar su rostro cada día, a disfrutar con sus sonrisas.

Se puso la chaqueta, se hizo con el sable y una pistola que se colocó en la cinturilla del pantalón, se caló un sombrero que había adquirido apenas tomar tierra y bajó al salón. Consiguió papel, pluma y tinta. Luego, en compañía de una botella de ron, comenzó a redactar su informe.

Una vez acabada la carta se la guardó en la chaqueta y salió a buscar diversión. Se dejó arrastrar por la riada de gente que iba y venía y acabó a las puertas de una taberna cuyo roñoso cartel anunciaba: El Monstruo marino.

Nada más entrar, le entraron deseos de largarse. El sitio estaba sucio, tanto o más que su dueña, una mujer de orondas formas y voz fuerte, con tanta mugre encima que le hizo pensar si los parroquianos eran ciegos o carecían del sentido del olfato. Pero sin duda era el mejor tugurio en el que poder encontrar a un sujeto al que encomendar la entrega de su misiva.

Se sentó en una mesa, pidió de beber y se fijó en la bulliciosa clientela que le rodeaba. En eso estaba cuando, una conversación, a su lado, llamó su atención.

-Ingleses, españoles, franceses o turcos –decía un sujeto entre risas-. Cualquier barco es bueno si lleva las bodegas repletas.

Nick miró con disimulo identificó de inmediato a uno de los que componían la tripulación del Melody Sea. Era uno de los habituales seguidores de Donald Roylan, un tipejo malencarado y delgado como un junco. Le vio beberse la pinta de cerveza de un solo trago, dejando resbalar el líquido por la espesa barba que le cubría el rostro.

Andar en compañía de sujetos como aquel, le fastidiaba, pero no le quedaba otro remedio si quería acabar lo que le habían encomendado. El tufillo nauseabundo de la bazofia que sirvieron en la mesa de al lado le hizo tragar saliva. ¡Cómo echaba de menos la comida de su cocinera! ¿Quién le había mandado meterse en aquel jaleo? Ahora podía encontrarse cómodamente sentado en el jardín de su mansión, Grovers Hill, a las afueras de Londres. Añoró su casa y a Justin Summers, su ayuda de cámara.

Summers había entrado a su servicio dos semanas después de heredar el título de conde de Leyssen. Le había sido impuesto por su tío, el marqués de Wellton. La herencia del condado implicaba tener a su servicio a un ayuda de cámara. En un principio no hicieron buenas migas, a Nick le gustaba moverse libremente, pero con el tiempo Justin le demostró ser imprescindible: lo mismo le preparaba la ropa adecuada, que le sacaba de un problema en el que podían romperle la crisma, como si lo uno y lo otro formara parte de sus funciones cotidianas. Si Summers pudiese verle ahora, vestido completamente de negro, con un sombrero adornado con dos plumas rojas, un fajín a la cintura, sable a la cadera y una pistola, hubiera sufrido un ataque al corazón.

Se olvidó de él y se centró en escuchar la conversación que se desarrollaba a su lado, porque los que hablaban bajaron el tono de voz.

-Los barcos de su Graciosa Majestad no están libres de un abordaje –comentaba uno de los contertulios-. A mí solo me interesa la bolsa que me corresponda y lo que pueda comprar con ella.

-Ron y mujeres. Por ese orden, compadre -dijo otro.

-Cierto, muy cierto –admitió el marinero del Melody Sea, trabándosele la lengua por el alcohol-. Estoy de acuerdo contigo. ¡A la salud de los capitanes que no respetan las banderas!

-¡A su salud! –corearon sus acompañantes.





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Published on February 08, 2013 15:01
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Reseña. Rivales de día, amantes de noche

Nieves Hidalgo
Preciosa la que ha hecho Lady Isabella de Promesas de amor.

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