Perderse con los ojos abiertos
A los ochenta y cinco años un escritor exiliado, un genio olvidado por razones en parte políticas y en parte casuales, ve morir de cáncer a su mujer, con quien vivió sesenta y dos de esos mismos años. Luego, apenas unos meses después, muere de un aneurisma el hijo adoptivo de los dos. El viejo vive otro tiempo más. Prácticamente deja de leer y escribir. Al fin compra una pistola, asiste a clases para aprender a usarla, y una tarde se suicida de un tiro en la cabeza.
Como trama de una novela o una película, esa historia tal vez resultaría de mal gusto, una cosa desgarradora hasta el asco, tipo el peor (el mejor) Von Trier. Mucha gente se quejaría de su crueldad, acaso la llamaría inverosímil. El lector ya sabe, sin embargo, que no es ficción, sino un resumen del final de la vida de Sándor Márai.
Tengo para mí que Márai, a sus treinta, cincuenta u ochenta años, habría afirmado que el temor al derecho al aborto, al suicidio asistido y a otros actos similares no es más que una forma de horror vacui disfrazada de sentimiento humanitario. Terriblemente, aquello de que “la vida es sagrada” no siempre es un axioma irrefutable. Uno de los sinónimos de “sagrado” es “intocable”, precisamente porque la religión despliega un imperativo trascendental que impide que un objeto, un lugar, un momento, sean objeto de la acción humana. Son “cosas de Dios”. Pero si se niega ese imperativo, la barrera ética se revela en toda su inquietante porosidad. De pronto resulta necesario pensar sobre cosas no sólo dolorosas, sino también repugnantes. ¿En qué casos resulta aceptable dejar pasar, o incluso propiciar, el fin violento de vidas humanas? ¿Se puede sopesar unas vidas con otras y decidir en frío que alguna vale más? ¿Y qué hay de la propia? ¿Si nuestra vida es verdadera e inalienablemente nuestra, es nuestro también, e igual de inalienable, el derecho de terminarla? Desde la perspectiva que sacraliza la vida, esas preguntas se han de responder con un “no” rotundo que resulta tranquilizador. Desde la otra, la que las intenta asumir, son infinitas, abismales.
Márai se respondió a sí mismo, con lucidez tan desaforada que a veces resulta cegadora, que su vida ya no tenía valor. No se entregó a lo que para él habrían sido delirios religiosos, pero tampoco negó la posibilidad insensata de una trascendencia. Agnóstico verdaderamente consecuente, dejó abierto hasta el final el interrogante metafísico, y como esa pregunta estaba sin responder no se dejó amilanar por su contenido invisible. Se mató en un acto libre, premeditado, humano sin mejores calificativos. Dejó sus diarios como testimonio de un heroísmo que no cabe llamar tal, porque los héroes ganan así se pierdan haciéndolo, mientras que los seres humanos al final nunca hacemos otra cosa que perder.
Saber perder, me digo entonces, es la única nobleza posible. A lo Márai: perderlo todo, hasta la propia vida, pero con los ojos abiertos.