1.º de junio de 2019

Miles de los salvadoreños que se han acercado este 1.º de junio a la plaza General Gerardo Barrios de San Salvador se están teniendo que conformar con ver a su nuevo presidente, Nayib Bukele, en una pantalla de televisión. Casi media plaza, la mitad más cercana a la tarima instalada frente al Palacio Nacional, estaba reservada — y resguardada — para mujeres y hombres vestidos con traje y corbata, tacones y vistosos sombreros. Todos están sentados. En la otra mitad, a no menos de 50 metros de distancia, estamos los demás, de pie, y con visibilidad sólo para los que se amontonan en las primeras filas. La mayoría, pues, nos estamos teniendo que resignar a ver la toma de posesión en las pantallas gigantes instaladas lejos del palacio. Pero algunos se han rebuscado.

En la plaza Barrios hay palos. Unos metros detrás de la estatua del caballo hay unas áreas engramadas; sobre ellas, unos árboles de fuego de distintos tamaños, que aún conservan algunas flores rojas en sus ramas. Se dice que el árbol de fuego es uno de los más coloridos y hermosos del mundo.

Hay quien ha visto en esos árboles la posibilidad de ver al presidente Bukele. Primero se ha subido un joven al palo más cercano a la estatua, uno de unos cinco o seis metros de altura y algo maltratado, con pocas hojas. Luego otro y otro y otro y otro más, hasta siete personas — todos hombres — encaramadas y satisfechas por su logro. Son las ocho y media, aún queda media hora para el inicio previsto de la ceremonia.

«El palo de fuego no resiste mucho», me dice Hugo Armando, un agricultor llegado desde Ilobasco con su camiseta celeste. Él está sentado a la sombra que da otro árbol de fuego; este sí, alto y frondoso y floreado. «Si siguen subiendo más, alguna rama se va a quebrar», remata.

El primer palo se ha copado de seres humanos. Pero el sendero de la rebeldía ya se ha abierto.

José Alberto Martínez, de 65 años, se ha subido a un pequeño palo que apenas le ha permitido ganar un metro de altura. La multitud se está organizando para trepar al árbol de fuego más grande. Alguien presta sus hombros y, en un chasquido, las figuras humanas comienzan a subir y a subir.

Un hombre trajeado de algún equipo de seguridad se acerca malencarado y pide que se bajen. Nadie le hace caso. Se va con cara de pocos amigos.

Dentro de una hora y media, Bukele dará su primer discurso con la banda de presidente de la República cruzada en el pecho. «El Salvador puede cambiar — dirá — , debemos decidir nosotros mismos que vamos a sacar nuestro país adelante».

La gente encaramada sobre el más grande de los árboles hace que caigan semillas, hojas, ramas. Al poco, se acerca directo un grupo de tres soldados con sus tres fusiles M-16, seguramente enviados por el hombre trajeado al que nadie le ha hecho caso. Apelando al peligro en el que se encuentran, pero con buenas formas, los militares logran que desalojen los tres árboles.

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Con la misión cumplida, los soldados se retiran con un dejo de satisfacción. Pero apenas se pierden entre la multitud, el primero de los árboles de fuego comienza de nuevo a llenarse de hombres; varios de ellos, los mismos que han sido forzados a bajar.

En varios pasajes de su discurso, el presidente Bukele apelará explícitamente a la colaboración del pueblo para poder llevar a cabo los cambios y mejoras prometidos. Dirá: «La única forma en que de verdad podremos salir adelante es que cada uno de ustedes decida hacer lo que le toca hacer; que los 10 millones de salvadoreños empujemos hacia un solo lado».

Los mismos tres soldados regresan unos quince minutos después. Al sexagenario José Alberto, llegado desde la colonia Valle del Sol, de Apopa, y trabaja como mensajero en el Centro Histórico, uno de los militares lo baja chineado. «Los soldados tienen razón; a veces uno es atrevido, pero tienen la razón», me dice José Alberto.

Los nueve niños y jóvenes que se han encaramado esta vez al primero de los palos comienzan a descender raudos, percatados de que el tono de los militares del Comando Zeus ahora es menos amigable: «¡Bajen, que no quiero llevármelos detenidos!».

«Si por suerte no se quebró alguna rama y cayeron», me susurra al oído Hugo Armando, el agricultor.

Esta vez, los militares aguantan un rato más junto a los árboles de fuego. José Antonio Renderos, de 66 años, aprovecha la tensa calma para recoger una docena de latas de Salva Cola y Kolashanpan que están tiradas por el suelo, regaladas entre los asistentes minutos antes, al costado poniente de la plaza. Con 30 hace una libra, y por esa libra de aluminio le pagan dos coras ($0.50). Pero él sólo recoge las latas; los plásticos y los papeles ahí quedan.

«Debemos de decidir nosotros mismos que debemos dejar de matarnos, debemos de decidir nosotros mismos que dejemos de botar basura en la calle», dirá el presidente Bukele en su discurso, cuando la plaza Barrios ya esté llena de basura, a pesar de los incontables basureros.

Lo de dejar de matarnos seguramente costará un poco más.

Este texto es una versión actualizada de la crónica publicada el 1 de junio de 2019 en el periódico digital El Faro, bajo el título ‘Mirar a Nayib desde un árbol de fuego’.

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Published on August 17, 2025 18:35
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