Make up (your mind)
El año pasado, durante esas jornadas internacionales del consumismo conocidas como «black Friday», me compré un estuche de maquillaje. Influida inevitablemente por Jeanne Damas, me dejé embelesar por la línea de productos de su marca Rouje y pagué (demasiado) por una preciosa cajita dorada con cuatro tonos diferentes de rojo de labios y un tinte color «nude». De regalo, un neceser con estampado de flores vintage-retro-viejuno-abuelístico. Perfecto.
Lamentablemente, el pedido no debió de procesarse bien en origen y jamás llegó a destino. Reclamé, el importe fue abonado de vuelta, las disculpas recibidas y mi conciencia de nuevo en paz porque no necesitaba ese producto y tal y como iba a descubrir después, tampoco lo quería.
Unos meses más tarde, caminando por el SoHo busqué y encontré la boutique que la señora Damas ha abierto en Nueva York. Quise probar sus vestidos y pringarme con las texturas de sus productos de maquillaje, pero sentí una enorme decepción al conseguirlo.
Desde aquí, Jeanne, cariño: pide que le den un repaso al display de tu tienda porque menuda cerdada de muestrario. Ni tocarlo. El miedo a contraer alguna enfermedad impregnaba cada superficie de esas cajitas doradas: pelo, polvo y roña, dedazos emborronando la mesa, espejos grasientos y un cesto repleto de pañuelos de papel, una auténtica basket of kisses que ni Peggy Olson ni nadie quiere ser jamás.
Mientras ella disfruta de su verano repantingada a la sombra en un palacio de algún lugar escondido de la Toscana y sube contenido a Instagram para contarlo (pies con pedicura impoluta, hijos que se intuyen guapísimos pero siempre de espaldas para ocultar sus rostros, marido sin camiseta atareado con lecturas o faenas cotidianas, albaricoques mordidos, manteles arrugados…) yo no me quito de la cabeza ese muestrario de producto tan asqueroso y agradezco su torpeza al servicio de mensajería francés, porque con su mal hacer me ha ayudado a tomar mi decisión de no volver a comprar nada en Rouje.


