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Sabemos que Nueva York es una ciudad en movimiento: de no ser así, probablemente a estas alturas habría desaparecido. No hay metrópolis capaz de sostener ese grado de ajetreo sin convertirse en un referente, una institución, un emblema internacional. Llegar allí y pretender disfrutar de unas relajantes vacaciones es es tan absurdo como el yoga facial, sin embargo, hay una curiosidad que he descubierto en esta última visita que me anima a levantar una teoría al respecto: el río cuida de los neoyorkinos.
En Nueva York todo sube y baja, como la bolsa de Wall Street. Las temperaturas oscilan y en pleno verano se tiene la opción de pasear a 45° a la sombra de la 5th Ave. o entrar a un supermercado a refrescarse con una botella de agua y coger una pulmonía. No es casual y en las películas no juegan al despiste con nosotros: la misma gente lleva sandalias y anorak, bufanda y mini shorts. Es una cuestión de supervivencia.
Restaurantes con cocina abierta 24 horas, igual que el metro. No hay rutina si no se persigue y se lucha por ella.
Afortunadamente: ahí está el Hudson para equilibrarlo todo.
La corriente de este río cambia su dirección aproximadamente cada seis horas y seis horas, más o menos, es lo que duran (o deberían durar) los ciclos diarios de una persona cualquiera, incluso los de un neoyorkino: se duermen seis horas, se trabajan seis horas seguidas antes de hacer una pausa, se espera seis horas entre una comida y otra, a las seis horas (a.m.) amanece y a las seis horas (p.m.) comienza a caer la tarde… Ahora sabemos que es gracias a este fenómeno natural, el que se da cuando las aguas del Océano Atlántico se mezclan con las del río Hudson en la desembocadura de éste, a su paso por la ciudad.
Todo en equilibrio.


