Reseña de «EL BARÓN WENCKHEIM VUELVE A CASA»
«Nuestra única tarea consiste en abarcar todo el territorio del temor, y qué significa eso, significa, claro está, investigar el temor con todas sus consecuencias, y yo lo entiendo en el sentido de que debes contemplar al hombre, no, lo diré de otra manera, en el sentido de que debes contemplar a todos los seres vivos de la Tierra, no, tampoco es eso, lo diré de otra manera, contempla todo cuanto existe en la Tierra, todos los miembros del mundo orgánico e inorgánico poseedores del carnet del partido de la Tierra, y ya verás entonces que el temor es lo más profundo que de se puede aprehender en el mundo orgánico e inorgánico, el temor y punto, no existe fuerza tan tremendamente fuerte, nada fuera de él es capaz de resultar determinante tanto en los universos de lo orgánico e inorgánico, de él se deriva todo, pero decir que él, al temor, se remonta esto o aquello es imposible, por eso no seguimos interesándonos por este punto, sino que afirmamos que ya está bien de pícaras excusas, que hemos de concentrarnos en el temor, y así llegamos a la conclusión de que el temor es la esencia de la existencia, he estado a punto de precipitarme y decirte que la existencia sólo puede afirmarse que está dirigida por el temor, porque Attila Jósef, te conviene recordar ese nombre, dio curiosamente con una expresión, y da igual si cobró conciencia del enorme territorio sobre el que proyectó luz con esa fórmula, sea como fuere, su genio acertó, porque efectivamente el temor a que cese la existencia, que de hecho se da siempre en un momento dado, es la fuerza más profunda que conocemos».
Imaginen que los dioses, aburridos de tanta eternidad y de su condición de inmortales, deciden un buen día ponerse a escribir. Primero trataran de delimitar los límites del universo. Trataran de describir, que es lo mismo que asir, todo lo que compone este mundo: el barro, las piedras, el mar, el cielo, todo lo vivo y todo lo inerte, lo orgánico e inorgánico, la materia y la antimateria. Elegirán para ello la expresividad prosística que más se acerque a la música, puesto que la música es el lenguaje que con mayor entusiasmo podrá expresarse “la divinidad”. Luego, sucumbidos y magnetizados por el infinito tratarán de transformarlo en palabras. Tal vez describan la formación de un jardín y nos den las coordenadas de un monasterio; tal vez en la imagen de una garza que está a punto de levantar el vuelo descubramos una de las emanaciones más plenas de la belleza del mundo. En todo caso comprenderán que toda materia literaria es cosa ardua e incompleta, incluso para los dioses, y que por más que lo intenten jamás serán capaces de hacer presente a la totalidad del universo bajo las formas primarias y conocidas de la inteligencia.
Aun así son las formas más puras y capaces de «domeñar el tiempo», puesto que la carne es corrupta y se arruga y perece y con cualquier superficie afilada se corta y sangra. Y en el fondo eso es lo que necesitamos: hacer presente la belleza en un mundo caduco y dominado por las fuerzas ocultas del caos; los dioses deberán de poner su mirada literaria en esos raros bichos crecidos y presuntuosos que se hacen llamar “humanos”. Son los mismos que —separados de su tronco natural por ser capaces de elevarse sobre sus débiles patas— han ascendido en soberbia y tecnología, que no en capacidades interiores. Tal vez los dioses crean erróneamente que las grandes personalidades mantengan algo de ese fuego prometeico que sus palabras desean expresar, porque todo creador quiere ser hoguera y los dioses han comprendido que la realidad no existe; que es un supuesto más e igual de errado que el resto; que todo depende del prisma desde el que se observen las cosas. Pero a la par que la eternidad es aburrida —y algo intensa y complicada de soportar— al final decidirán que ya que el infinito les provoca cierta melancolía es mejor bajar a la tierra y apresar entre palabras todo un conjunto de vidas en conjunto: un barrio, una aldea, un pueblo, una ciudad, qué más da, y ver de qué pie cojean cada uno de sus miembros. Se sorprenderán de las ambiciones que mueven a la mayoría de ellos; de las estupideces que los encadenan y los aniquilan cada mañana; de cómo malgastan sus fuerzas en trabajos inútiles; pero al mismo tiempo también descubrirán el cauce de una prosa musical y ahíta de sueños y trascendencia, como si en la sangre que les circula por las venas todavía existiesen ecos de un templo sagrado. Haces de luces entremezclados entre la claridad y las sombras; entre el acertar y equivocarse y errar y errar porque ese y no otro es nuestro destino.
Ahora olvídense de los dioses (ya nos advertía Lucrecio que no hay que preocuparse mucho de ellos porque en el fondo no les interesamos lo más mínimo) y pongamos rostro al escritor divino: László Krasznahorkai. Es húngaro y busca el infinito. Comenzó su carrera literaria escribiendo un Tango Satánico, entre el barro, la música y la sordidez de esas vidas pueblerinas y golpeadas que él llegó a conocer en su época de vagabundeos. Luego trató de hablarnos de la materia y la antimateria y nos enseñó la corrupción de la muerte que a todos nos espera. A un nivel, casi, científico. Llamó a ese libro Melancolía de la resistencia, porque los libros siempre tienen que tener un título para que los editores y los lectores idiotas se queden tranquilos, pero podría haberlo llamado La Galaxia retratada y seguiría siendo igual de válido; en ese libro las almas más puras eras sometidas por la tiranía del orden, porque en este mundo las cosas más bellas y las personalidades más puras acaban siempre arrastradas y derrotadas por la tiranía, la locura, la desidia y la antimateria.
Como Hungría es un país muy vetusto y cada cierto tiempo anda muy entusiasmado por autodestruirse buscó nuevas geografías. Quizá ansiaba y esperaba encontrar algo de pureza en la naturaleza más recóndita y salvaje. En cierta medida lo halló en una región perdida de Extremadura y a esa novelita la llamó El último lobo. Es la única con traducción al castellano que no está editada por Acantilado, sino por la Fundación Muñoz que apadrinó un proyecto creativo de invitar a escritores a pasar unos días en Extremadura y que luego escribiesen sobre ello. Krasznahorkai no perdió la oportunidad.
Vinieron más ensayos narrativos con la complejidad y con búsqueda de voces que pudiesen captar algo de nuestra belleza decadente, Guerra y Guerra, Ha llegado Isaías. Todo escritor necesita conocer sus límites; saber la altura de la arquitectura que puede lograr; aprender a manejar todos los flexibles recursos estilísticos. Domeñar la crueldad del mundo que no tendrá piedad de sus aficiones y convertirlas en palabras. Ninguna catedral se puede elevar sin haber ensayado antes la construcción de una ermita. Fueron los años en los que László vivió en Nueva York, en el pequeño apartamento de Allen Ginsberg.
Un buen día decidió que América también había que dejarla atrás y buscar esa belleza herida y perdida en paisajes y entornos más orientales. La felicidad debía estar en el este, hacia donde intuimos que puede vivir anclada la renacentista flor de loto y la pálido- rosa de los cerezos, y allá que se fue a vivir y a escribir. Ahora sí, muy consciente ya de sus propias fuerzas creativas, trató de describir el infinito y consiguió apresarlo en la descripción de ese jardín en Al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río. Para un descendiente del resplandeciente príncipe Genji tuvo que ser muy deslumbrante “ese momento literario” que trató después de seguir ahondando en las emanaciones de belleza artística, en esas estampas narrativas que nos regaló en Y Seobo descendió a la tierra, que es uno de sus libros más complejos de leer y un auténtico muestrario de sincretismo entre lo barroco y lo oriental. En mi opinión su joya escondida.
Como un escritor sin retos no puede mantenerse vivo durante mucho tiempo decidió que las huellas y revueltas de su vida ya eran excesivas y que se había acabado también el tiempo de los vagabundeos orientales. Decidió volver a Europa, a la decadencia con estilo y puñales de doble filo; al otoño de las hojas secas. Pero no volver a Hungría, eso solo lo haría en la ficción a través de El barón Wenckheim vuelve a casa, porque un escritor que se precie solo puede ser una máscara zarandeada por sus propios miedos y anhelos. Cansado de la tundra, de los espacios infinitos y de los jardines zen más majestuosos —porque la búsqueda de la belleza literaria es algo muy arduo y cansino de soportar— decidió que esta vez no describiría tanto; quizá algún precioso detalle de instantes detenidos, en esos paisajes en tren que tan característicos son de su literatura; en esas miradas furtivas por las ventanas en las que sus personajes de pronto “comienza a ver” y el tiempo queda como suspendido; y todos esos paisajes de esa Hungría que no ha cambiado un ápice desde los tiempos de las granjas comunales; que sigue siendo la misma herida sangrante pero con más asfalto y menos cultura; que una vez más vive arrasada, y en este caso y en estos años por el capitalismo, que es otra infección igual de dañina. Todo se compra, todo se vende. Las voluntades solo funcionan en el modo de qué puedo sacar de esto y cuánto puedo producir. Un horror. Siempre pierden los mismos.
Y así llegamos al barón Weckheim, una novela que se editó en húngaro en 2016 y que, por fin en 2024, nos llega traducida. Si siguiésemos un orden de traducción debiéramos estar con Herscht 07769, que si no me equivoco es la que se editó el año pasado en su idioma original, pero vayan a saber ustedes cuándo podremos disfrutarla en nuestro idioma. Nada que objetar al también escritor y traductor Adan Kovacsics; el hombre estará haciendo todo lo que puede, puesto que esa prosa densa y hasta cierto punto apocalíptica no debe ser muy sencilla de amasar a nuestro idioma; aparte no dispondrá del tiempo suficiente para traducir tanto. No importa, con el paso del tiempo se ha convertido en un traductor inseparable de la obra de László Krasznahorkai y ya no podemos concebir al uno sin el otro. Es un tándem perfecto. La otra vez que sucedió algo así fue con el señor Miguel Sáenz y Thomas Bernhard.
Y ya centrándonos en El barón Wenckheim vuelve a casa nos topamos una vez más con obra exigente y de vanguardia narrativa. Si bien, esta quizá sea de sus obras más accesibles, puesto que permite respirar y oxigenar la lectura. Que sea más accesible no quiere decir que Krasznahorkai ha deseado bajar el listón, no se equivoquen. Es un escritor que nunca hace concesiones al lector. Él busca la belleza, la inteligencia y la música interna de las cosas, porque en realidad esas son las manifestaciones creativas más perennes. Los párrafos ya no tienden hacia el infinito, porque ahora de lo que se trata es de dar una visión más plural. Siguen siendo largos para lo que la mayoría de los lectores están acostumbrados, pero son una minucia en extensión (que no en calidad) comparados con otros libros suyos. Un mosaico de personalidades que fluctúan entre la desesperanza y el sarcasmo; una especie de fresco etrusco situado en las inmediaciones de Szolnok (si no me equivoco con mis apresurados apuntes del libro y me escaso conocimiento geográfico de los pueblos y ciudades de Hungría, una ciudad cuya única referencia literaria que tengo es por libros de historia, porque fue abandonada cuando los mongoles invadieron Europa), y cuyo hilo conductor va a situarse en el regreso del anciano barón Wenckheim a su patria. Unos creen (por la falsa información periodística) que el barón ha regresado para donar su legado; pero la realidad es mucho más prosaica y lo que en realidad lo han empujado a irse es su familia, tras abonar esta todas sus deudas de juego en Argentina. No querían que “se manchase el ilustre apellido” por la ludopatía del barón. O sea, que en cierta medida lo han “largado”.
“El acaudalado barón sudamericano había abandonado ya la capital y, un día después de lo planeado en un principio, se dirigía a su localidad natal, volvieron a describir acto seguido su aspecto, para lo cual tuvieron que utilizar en gran parte las informaciones y las fotografías de los austriacos, y repitieron que viaja de vuelta a casa porque deseaba, en el ocaso de su vida, donar a la ciudad de forma excepcional parte de su inmensa fortuna amasada en las minas de cobre colombianas, un leal patriota, escribieron, un auténtico ejemplo, todo lo contrario de lo que escribían los ávidos periódicos sensacionalistas, aquellas mentiras, aquellos infundios infames, según los cuales lo había perdido todo jugando a las cartas, que si la mafia, que si la cárcel,…”
Y de nuevo, por encima del argumento y cual marca indiscutible de un estilo que escribe para la posteridad, esa prosa densa que contiene meandros que atisban el infinito y lo absoluto, y toda la estupidez y sordidez de los seres humanos y sus ambiciones idiotas. Con todas las preparaciones que se dispensan en el pueblo al barón no puede uno más que reírse; que si el coro que no sabe pronunciar en húngaro Argentina; que si el barón arreglará los desperfectos de la ciudad y el abandonado palacio; que si el carruaje para recibirlo; la prensa, los focos; que si todo el pueblo engalanado para cuando el barón baje del tren. Esa parte es desternillante, y la del carpintero y la cama es magistral, unas páginas para lanzárselas a las caras de todos esos mamarrachos de literatos españoles que se pasean por nuestros periódicos y emisoras de radio hablando de literatura. Bueno, eso es ser muy generoso: hablando de sus tonterías y egos, de literatura saben muy poco. Si bien, en esta ocasión, Krasznahorkai apuesta más por la suma de partituras para seguir creando una sinfonía divina (divinal-dimensional) cuya música se desliza entre la añoranza y la verdadera situación anímica de una Hungría que asolada por el totalitarismo vuelve a ser hoy en día asolada; “ese nada ha cambiado”, “ese todo sigue igual”, que se repite constante en muchos momentos del libro, esa desesperanza en una realidad que anula a los seres humanos convirtiéndolos en meras comparsas, en insanos productos de consumo, en banalidades sin espíritu y con ambiciones triviales.
Hay una constante en toda su obra (aparte de la exigencia y la no concesiones al lector; es decir, el respeto máximo a la literatura) y es la despiadada lucha entre seres de luz y tiranos del orden; una confrontación que resulta más espiritual que social, como una gran desavenencia entre el matrimonio del cielo con el infierno, parafraseando el famoso poema de William Blake. Muchas veces aparecen intelectuales de música y ciencia que han perdido toda esperanza, todo asidero, toda fe en el futuro; recuérdese, por ejemplo, al Sr Estzer en Melancolía de la resistencia, el cual vivía postrado en la cama cual un Juan Carlos Onetti. Aquí salen varios que podrían considerarse sus “hermanos de espíritu”: el Profesor, el propio barón, etcétera. También hay guiños a dos de sus libros más conocidos: Tango Satánico y Melancolía de la resistencia, las dos llevadas al cine por ese dúo inclasificable y titánico que formaron Béla Tarr y el propio László Krasznahorkai.
László Krasznahorkai se nos hace mayor. Ya tiene 70 años y posiblemente ha forjado «la mejor literatura europea que se está haciendo desde finales del siglo pasado a nuestros días». El barón, en cierta medida, tiene algo de él, de ese vislumbrar su final y evocar cierta nostalgia sobre los amores y las geografías íntimas que se quedaron por el camino. El personaje de Marietta (Marita en realidad) es de una belleza interior despampanante, de esos personajes que se pueden decir que superará los límites del tiempo quedando en nuestra memoria lectora para siempre. Sufre una tremenda transformación interior durante el libro y es el más vitalista de todos los personajes que se nos presenta.
Como siempre, los múltiples secretos de este libro se abrirán como una flor en esas futuras relecturas que sin duda haremos y que se sumarán a las del resto de su obra. Son ya casi veinte años leyendo y releyendo a este autor; a este monje moldeador del barro; a este místico de la belleza de las tormentas; a este superviviente del Deméter (el nombre del barco en el que viajaba Drácula). Pese a ello me saca más de veinte años en el tránsito nómada hacia la nada. 22 para ser exactos. No hay esperanza alguna leyendo a Krasznahorkai; pero la mejor belleza prosística aflora y toda su obra es un homenaje a la mejor literatura, tanto la húngara como la universal. Las menciones a Dante son tan evidentes que sin duda son una bromita que con mucha ironía nos ha querido lanzar el húngaro. En realidad, uno de los mayores manipuladores de la historia de la literatura fue Dante, y lo que le hizo a Virgilio sigue resultando (después de tantos siglos) imperdonable. Con Lucrecio, que sin duda fue el padre espiritual de Virgilio, no se atrevió, porque Lucrecio lo hubiese destrozado. Algún día hablaremos sobre ello, por supuesto en clave literaria, que es la única que nos interesa; pero ya el texto con el que se habría esta reseña señalaba otra de sus grandes influencias literarias: el gran poeta húngaro Attila József.
Ahora que Krasznahorkai empiece a ser muy premiado quizá llegue a muchos más lectores; es muy posible que esté dando por fin ese gran salto que tanto se merecía desde hace ya tantas décadas. Si se tiene paciencia y respeto por la majestuosidad de una obra tan profunda y singular, el húngaro hará saltar todos los goznes y llegará a formar parte de nuestra cotidianidad lectora. Yo casi no concibo que pase un año de mi vida y no leer o releer algo de él. Es como una cita con la divinidad que tengo en mi agenda siempre preparada. Porque él es un escritor divino, de los que sobrevivirá al paso de los siglos; el escritor de la tundra y los monasterios; del barro y el Tango; el escritor del fin del mundo; capaz de hacer bailar a los astros en una taberna si le da la gana o de darnos las coordenadas de un monasterio Zen; de explicarnos cómo se hace una máscara Noh del teatro japonés y de mostrarnos esa última resistencia de naturaleza salvaje en la figura de un lobo extremeño; o también en la de un guardabosques retirado llamado Herman, que es su mejor relato de las Relaciones misericordiosas y una pequeña síntesis espiritual de su oposición a la mediocridad. Los trenes…, los guardabosques…, los perros…, las ventanas…, siempre están presentes en su literatura. En una literatura que invoca y nos provoca crecer en inteligencia sapiencial. No solo nos seduce con su belleza prosística, sino que nos conquista por su intelecto. Es capaz de todo. Capaz de hacer regresar a un barón en horas bajas y convertirlo en una fiesta. En una fiesta macabra y muy sarcástica de perspicacia narrativa y coral. En LITERATURA INMORTAL, con mayúsculas y a viva voz, como se tienen que gritar las cosas que de verdad merecen la pena. Su prosa es un santuario que debiera ser declarado patrimonio inmaterial de la humanidad.
Que suene la orquesta del Titanic. Alcemos nuestras copas a rebosar de pálinka y brindemos. El barco se hunde, ¿y qué? No hay esperanza, ni para el barón ni para el profesor ni para Marika ni para ninguno de nosotros…. Todos los trenes nos arrollarán hasta dejarnos aplastados. No importa. El mundo es bello y los dioses nos envidian.
Hasta otra.


