Metafísica de Bitcoin

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Que la de Bitcoin sea una batalla metafísica no debería asombrar a nadie. Una vez que el pensamiento moderno, en esencia gnóstico, elucubró su propia soteriología sobre las bases de una racionalidad que se pretende capaz de comprender, construir y mejorar la historia, se abrieron las puertas a una nueva y más baja forma de religión secular: la ideología.

Subsumida la libertad del hombre a factores económicos y la trascendencia encadenada al desierto de lo contingente —el aquí y el ahora—, ya solo queda como opción construir en la tierra los paraísos que nos fueron vedados tras el deicidio. Marx y su dialéctica materialista son consecuencia lógica de una época yerma, sin espíritu, donde todo acto e idea son función del trabajo mecánico. El liberalismo, en un principio anhelante del orden tradicional, no tardará en hacer suya la arrogancia kantiana, exacerbada hasta el absurdo por el positivismo comteano, según la cual la historia se despliega en etapas cada vez más perfectas y maduras; el individuo, sujeto de la nueva época, es en sí mismo la Historia, su principio, su fin. Y ya que el entendimiento jerárquico de la naturaleza se revela antitético e insoportable a la mentalidad moderna, las teorías sociales para el nuevo hombre han de girar en torno al eje de la emancipación inmanente e individual.

Varían los métodos, los constructos teóricos, las interpretaciones, las utopías, pero la esencia del deseo libertario unifica las angustias del ser que se halla desolado, cada vez más hundido dentro de sí mismo, en una lógica de progreso incesante. Los ruegos son vanos, la libertad se conquista, jamás cae como un regalo. A la arbitrariedad, esa fuerza demoniaca o en todo caso demiúrgica, se le oponen la razón y un ímpetu constructor.

Al imaginar un mundo configurado a partir de clases en conflicto, Marx interpreta la historia como una sucesión de tragedias donde los protagonistas no son tanto los oprimidos sino los medios de producción. Arreglar la economía —la superestructura, para decirlo con pedantería— es conquistar el destino.

El liberalismo, con su desprecio al deus mortalis —el mismo Estado que Hobbes soñó para que las personas pudieran romper el ciclo de su autodepredación—, se apoyará de una episteme individualista en su proyecto de realización humana. Smith, un puritano del siglo XVI, tal vez se sorprendería al constatar que su teoría moral degeneró en el encumbramiento de eso que hoy, a manera de epíteto, se ha dado en llamar «economicismo»: la subordinación de todos los aspectos de la vida, incluidos los paradigmas mentales, a los actos de intercambio y especulación.

Sorprenderse de que la secta de Nakamoto vea en Bitcoin la posibilidad última de libertad es no entender que el hombre moderno, y más aún el posmoderno (o hípermoderno), habita en un descampado existencial que invita a la creación de épicas redentoras. Este individuo lo ha perdido todo porque es irrelevante: la economía —lo único que importa— ha sido cooptada por las mismas oligarquías que han ensuciado el buen nombre del republicanismo, la democracia y la inclusión en nombre de una tiranía universalista donde los valores se revelan cada vez más abyectos. El socialdemócrata puede soñar con el reformismo, el libertario ha de padecer el desencanto. El poder corrompe y vuelve inviable cualquier forma de decencia. ¿Cómo un individuo, en su soledad e insignificancia, es capaz de tomar las riendas de su existencia si todo cuanto lo rodea es absurdo, vigilancia, control y asedio?

Los simples emprendimientos ya no bastan, el dinero es trasunto del Estado. Ni siquiera se puede confiar en que la maximización del beneficio siga vertebrando la lógica cotidiana. 2020 arrastró consigo la violación de los supuestos de racionalidad mediante la parálisis concertada de la economía global. No es así como debería funcionar la creación creativa de la que hablaba Schumpeter. Solo una nueva forma de dinero podrá liberarnos. El oro es para los nostálgicos que siguen sin comprender a qué grado su precio ha sido y sigue siendo manipulado por las grandes finanzas. La economía, y sobre todo la financiera, es una ficción que se sostiene sobre hilos invisibles: hay que confiar en que todos esos apuntes contables que se acumulan en las hojas de balance de empresas, bancos comerciales y centrales significan algo, que hay abundancia de reservas, colateral y liquidez. Más que de lucro y riqueza, pensar en una nuevo sistema monetario implica abogar por la propiedad: en un mundo cada vez más centralizado y endeble, la moneda descentralizada, y por tanto inconfiscable, será la única vía de escape a la catástrofe y la esclavitud. Se puede, contra lo que afirma el Foro Económico Mundial, ser feliz y poseer algo.

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En Bitcoin desembocan las aspiraciones de un sector del liberalismo, concretamente aquel que emana de Carl Menger, a partir de su artículo Los orígenes del dinero, y que sigue su curso a lo largo del siglo XX en los autores de la escuela austriaca. En la década de los 20 Ludwig von Mises da una estocada de muerte a la planificación centralizada al postular el teorema de la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo, mientras que su teoría de los ciclos denunciará las expansiones crediticias, la emisión monetaria desbocada y el sistema de reserva fraccionaria.

En La desnacionalización del dinero (1978) Friedrich Hayek propone un esquema de libre competencia de monedas privadas. Sin la protección de banco central, las entidades se verían incentivadas a preservar el poder adquisitivo de las monedas que emiten, mitigando así el problema principal del monopolio: el poder de mercado o la capacidad de fijar precios por encima del nivel que equilibraría los mercados. A diferencia de Mises, Hayek es partidario de un esquema fiduciario. En ausencia de un patrón oro y un coeficiente de caja obligatorios se eliminan rigideces que, en momentos de incertidumbre, impedirían un rápido ajuste en la estructura de precios relativos.

George Selgin y Lawrence White (1994) retoman los postulados de la Free Baking School para elaborar modelos de libre competencia monetaria. Los bancos actúan como todo agente económico: maximizan beneficios en el contexto de costos marginales crecientes. En este caso, emitir moneda implica, en el margen, costos cada vez más elevados. La competencia, argumentan los autores, reduciría los incentivos a sobreemitir. La oferta sería perfectamente elástica con respecto a la demanda, siendo este el mecanismo equilibrador del mercado. Selgin y White asumen que el aumento de la masa monetaria dependería, en el largo plazo, del ritmo de crecimiento de la economía, que a su vez depende de la productividad, el crecimiento poblacional, las innovaciones tecnológicas, etc. En condiciones de competencia, Selgin prevé que el dinero sea perfectamente neutral. Al eliminar la intervención del banco central, los tipos de interés de mercado tenderían a igualarse a la tasa natural. Por el contrario, la no neutralidad del dinero —el que las emisiones provoquen ciclos económicos— es resultado del monopolio de emisión monetaria.

El interés popular en la reforma o la total renovación del sistema fiduciario vuelve a despertar tras la crisis financiera de 2008. Se resucita a los autores austriacos de antaño, se lee con seriedad la historia económica de Rothbard, Jesús Huerta de Soto, el gran heredero de la ortodoxia miseana, es por fin reconocido. Incluso los keynesianos ceden y devuelven a la palestra a Hyman Minsky, autor de la hipótesis de la inestabilidad financiera, análisis, por cierto, primo hermano de la teoría del ciclo austriaca1. Y es en medio de las quiebras masivas, la Gran Recesión y el interés renovado por las explicaciones alternativas cuando aparece el Whitepaper de Satoshi Nakamoto.

Bitcoin refuta el teorema regresivo del dinero que postula Mises pero reafirma la tesis de Menger. Para el primero, los medios de intercambio aparecen solo si sobre los bienes potencialmente dinerables existe una demanda no monetaria previa (por ejemplo, los usos ornamentales del oro). Para el segundo, la demanda por liquidez condiciona la génesis del dinero. Al nacer como un activo financiero real (es decir, sin ser pasivo de nadie, a semejanza del oro y al contrario que la moneda fiduciaria), Bitcoin es espontaneidad pura y, podría decirse, la quintaesencia del libre mercado.

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Bitcoin es agnóstico solo en la medida en que cualquiera puede hacer uso del protocolo y verificarlo. Pero no es neutral ni apolítico como afirman sus propagandistas menos astutos. Sobre la criatura de Nakamoto penden una ética y una axiología que desafían abiertamente las premisas que alimentan no ya al Leviatán hobbesiano, sino al Minotauro jouveneleniano2, la última y más perversa advocación del Estado totalitario. La regla monetaria, los 21 millones, la inelasticidad de la oferta, son en realidad secundarios a la promesa soteriológica. Bitcoin busca remediar la desesperación del individuo que se halla a la deriva de la sociedad global. En un mundo donde parece que todas las vías de escape han sido bloqueadas, la criptografía representa un resquicio a la libertad.

Nick Land (2018)3 afirma que Bitcoin «no es solo una declaración filosófica reconocible, pero también, y especialmente, un automatismo filosófico, una máquina sintético filosófica», puesto que «ya hace filosofía —o lo que la filosofía (en aun más raras ocasiones) se espera que haga— y en muchos niveles. Dice la verdad». De ahí que el adagio don’t trust, verify, nacido de la transparencia que es connatural a la blockchain y, en realidad, al êthos de un protocolo que, en su esencia, existe en contraposición a la opacidad del sistema monetario actual, exprese entre líneas una verdad nouménica.

Land reconoce este aspecto cuando examina Bitcoin a partir de una crítica neokantiana:

La intuición intelectual (Intellktuelle Anschauung), que es para Kant una imposibilidad mortal, es para Bitcoin un principio operativo, pues está destinado cerrarse en sí mismo y conocer su propio ser. Al devenir tiempo, Bitcoin promete una exhibición sin riendas del pensamiento imposible para cualquier introspección antropológica.

Imposibilidad, a decir del recluso de Königsberg, en la medida en que el hombre tiene como límite cognoscible lo que se desdibuja en la frontera de las cosas en sí mismas. La problemática nouménica que el platonismo trató de conquistar y que el pensamiento ilustrado declaró irresoluble, el Consenso Nakamoto lo habría resuelto. Hundiéndose en su profundidad, operando con una recursividad negada a la razón mundana, Bitcoin, en tanto que invención última de la modernidad, constituye un circuito cerrado perfecto. Al validarse a sí mismo por medio de la autorreferencialidad, Bitcoin trasciende al creador, Satoshi Nakamoto, se autoproduce y absorbe el todo, incluido al anthropos. Para Land, «Bitcoin es una operación trascendental que […] paga a los mineros por la producción de la realidad».

De esta manera un personaje menos entrenado en los galimatías kantianos como Robert Breedlove, host del podcast What is Money?, puede alcanzar el paroxismo y declarar que Bitcoin es la primera invención humana absoluta. Crear el absoluto, ser subsumido por él, existir para el mecanismo total que ahora a sí mismo se vivifica, sería sin duda material para los mayores éxtasis borgeanos. Los maximalistas, ontológicamente negados al aflato, acaso solo sean capaces de intuir la necesidad de algo que los trascienda. Que el rechazo nihilista no sea posible para todos, que el médano y la apatía sean patria de solo unos cuantos —un Stavrogin, un Iván Karamázov—, queda evidenciado en la búsqueda absurda e incesante por la tierra prometida, en la cuestionable cristología bitcoineana del cowboy coreano Jimmy Song o en el diálogo de sordos que Breedlove y Jonathan Pageau sostuvieron a propósito del invento nouménico de Nakamoto. Dos horas y tres cuartos de naderías, vericuetos y veleidades donde la perspectiva de un cristiano ortodoxo choca con la prédica de un necesitado de fe, habitante de un baldío donde lo económico precondiciona la salvación.

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Bitcoin, y sobre todo el maximalismo —la cara sectaria de la propuesta económica—, emerge como un capítulo adicional en la historia de los gnosticismos modernos. Son originales su propuesta de valor y métodos para realizar la promesa, pero no el espíritu ni la teología política que caracterizan al protocolo. El liberalismo clásico fracasó porque produjo lo que Arendt temía: el hundimiento del individuo en su mismidad vacía. Si el leviatán hobbesiano se alimentaba del temor, el Minotauro se nutre del extravío y la pérdida del propósito: el totalitarismo, explica Bertrand de Jouvenel, solo es posible en un mundo de relatos democráticos y masas resignadas que se entregan al Estado, así como los cretenses ofrecían en sacrificio a su progenie a la bestia del laberinto.

Nakamoto entendió que no basta el individualismo abstracto. Ante todo están la propiedad y el sentido de las cosas. Bitcoin rechaza el absurdo que plantea la economía fiduciaria. Para ello establece reglas concretas, un método, una realidad ahí donde la moneda del Estado se sustenta en una alucinación colectiva: la creencia de que los credos colectivos pueden sustentar lo ficticio. Nakamoto se limitó a ofrecer una vía de escape al laberinto, pero sus fieles más vulgares lo confundieron con Teseo. El desvanecimiento de Satoshi representa la solución del anarca que ya había planteado Jünger4. El individuo soberano no es el que mata al Minotauro, sino el que le sobrevive y conserva su voluntad en los márgenes.

El hombre, por lo general, es un seguidor. La razón ilustrada nació condenada: se desplazó a un dios, pero no pasaron ni cinco minutos para que en su lugar se inventaron nuevos. Se necesitó de profetas —se los llamó intelectuales, filósofos, líderes revolucionarios— que proclamaran las teologías políticas que habrían de azuzar a las masas necesitadas de salvación material. El relato continúa porque la desesperación es infinita: el progresismo posmoderno ofrece a la masa oligofrénica el sentimiento de rectitud y relevancia. No sorprenda, pues, que Bitcoin haya degenerado en fe mundana.

Eric Voegelin acertó al describir las ideologías como proyectos abocados a un imposible: la inmanentización del ésjaton5. De esta búsqueda absurda por la plenitud se desprende el pensamiento utópico. Combinada con la arrogancia cientificista, la fe ciega en la razón convierte la redención en manufactura. Salvarse en la modernidad es cuestión de ingeniería. De triunfar Bitcoin, en tanto que máquina autorreferencial y productora de la realidad, habría concretado lo que Voegelin creía imposible. Sería lo apropiado para una era que es inmanencia pura.

1

Idea que intento probar en mi libro La dinámica fatal del capitalismo.

2

Véase Sobre el Poder: Historia natural de su crecimiento (1956). Alternativamente, Génesis del Estado Minotauro (2013) de Armando Zerolo Durán.

3

Véase Crypto-Current, escrito en la profundidad el bear market de 2018.

4

Véase Eumeswil (1977) para la distinción que hace Jünger entre el anarca y el anarquista.

5

Véase The New Science of Politics. An Introduction. (1954) y Science, Politics and Gnosticism (1968).

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Published on June 23, 2022 09:30
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