¿Cómo convertirse en mochilero? Cap1
Lo último que supe sobre Gulliver fue que lo encontró una tribu de hombrecillos y mujercillas que cabían en la palma de una mano. No pudo continuar el viaje conmigo porque se quedó en el bus de comerciantes que salió una noche de junio de Puebla para llevarme a San Cristóbal de las Casas. Era una edición vieja de esas que tienen el aroma cabal de haber liberado muchas mentes y movido corazones. La encontré en un bazar casero de la colonia Roma en la Ciudad de México y me costó veinte pesos.
En Puebla supe que un libro es el mejor amigo en la soledad y el mal tiempo; pues una tormenta sacudió la ciudad una noche antes de partir al sur y tuve que refugiarme en Los Arcos frente a la Catedral. La incertidumbre de no tener un techo y la preocupación de contraer un fuerte resfriado al estar a kilómetros de mi hogar fueron arrastrados a la costa del olvido por el oleaje de las páginas en cuanto me puse a navegar junto a aquel legendario aventurero.
Eran cerca de las siete de la mañana cuando el bus entró a Tuxtla Gutiérrez. Una ciudad cubierta de frondosos árboles de frutas. Alguna vez me dijeron que en Chiapas nadie se preocupa por comer porque al estirar la mano puedes encontrar un árbol que te regala mango, plátano, cacao, tomate y otras cosas. El bus subió por una carretera entre montañas cubiertas de una densa neblina que apenas y dejaba ver los coches que venían en sentido contrario del camino.
El bus se detuvo y yo recogí mi guitarra, la mochila y una caja de cartón donde llevaba un telescopio. Cerca de la terminal caminé para dirigirme al centro entre el ruido de hombres que gritaban con un acento gracioso Tuxtla, Tuxtlaaaa….Comitán, Ocosingoooooo, Seguí a pie con mis cosas sobre la espalda. Un aroma a café viaja por todo el centro histórico desde que se cruza la primera cuadra detrás de la terminal de ADO. Pasé por un mercado de artesanías que se encontraba junto a una iglesia que permanecía cerrada. Seguí en línea recta hasta llegar a unos portales frente a una plaza con un kiosco. Me detuve a ver pasar a la gente. Festejé en silencio mi llegada y reflexioné en la decisión que había tomado. Veía viajeros como yo cargando la vida en la mochila. Hombres y mujeres de todas las edades yendo y viviendo de un lado a otro por todas las calles siendo interceptados por mujeres indígenas con sus hijos que les ofrecían algún poncho u artesanía. Ahora estaba en un lugar que no sólo se veía distinto a lo que yo había conocido, sino que también se sentía. Fueron los viajeros los que me hablaron de cierta vibración o energía que experimentaban todos los visitantes que llegaban a San Cris por primera vez.
Como todavía era temprano y mi cuerpo ya me pedía una cama tras no haber descansado bien durante el largo recorrido desde Puebla, me fui a buscar un hospedaje. Di vueltas en círculos dejando que el pueblo me regalara todo lo que era nuevo para mis ojos. No fue difícil dar con un hostal. Casi todas las calles cercanas a la plaza principal tenían uno. Encontré un dormitorio por cien pesos en una casona con un patio al centro con mesitas y sillas de madera y hasta te regalaban un café o té de bienvenida.
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