Todos mis Amigos están muertos

Hay un tipo colgando de un árbol en la plaza principal. La soga que le rodea el cuello no está atada con el nudo del ahorcado, está floja, por lo que el tipo tiene que batallar para que la soga se mantega aferrada a su cuerpo. Después de varias horas de estar ahí colgado, me acerco para ver si quiere ayuda. Le digo “buenas tardes”, pero él no dice nada, mantiene la cabeza agachada y los parpados cerrados, balanceandose levemente de lado a lado como si estuviera muerto. “No quiero importunarlo, amigo, pero ¿necesita ayuda? Puedo traer una escalera y ayudarle a bajar de ahí” le digo mientras me quito las gafas y limpio los lentes con mi camisa, para que el tipo no se sienta tan observado.
“Estoy bien, gracias” dice.
“¿Seguro? Lleva mucho tiempo colgado y le aseguro que no se va a morir, no importa el tiempo que dure ahí”. El tipo abre los ojos y suelta un suspiro.
“Es una pena oír eso” me dice.
“Ese es el nudo de un inexperto ¿Quiere que le enseñe a hacer un verdadero nudo de ahorcado?”
“¿Su nudo puede matarme?”
“No, no puede”
“Entonces no me interesa, gracias”
Asiento con la cabeza y le doy la espalda.
“Oh no” digo en voz alta.
“¿Qué ocurre?” pregunta el ahorcado.
“Allá, en la azotea de ese edificio. Hay otro recién llegado como usted” le digo.
“¿Va a saltar?”.
“Sí, va a saltar. Todos los días varios saltan. Incluso viejos residentes. Intentan encontrar una forma de volver a sentir alguna emoción, ¿y qué mayor emoción que saltar de un edificio?” digo mirando al extraño recién llegado a lo lejos, en el techo del edificio.
“¿Y funciona? ¿Saltar produce alguna emoción?” pregunta el ahorcado a mis espaldas.
“No. Nada lo hace” es una mala noticia después de la otra. “En fin, para eso vinimos aquí” le digo “Para huir de las emociones y los conflictos. Pues aquí no podemos sentir nada”.
“¿Nada?”.
“Nada”.
Esto es una maldita pesadilla, pero no se lo quiero decir a mi nuevo amigo, el ahorcado. Aquí no hay nada. No quiero desalentarlo y darle más ánimos para que siga con sus infructuosos intentos suicidas. No le quiero decir que no puede sentir hambre, ni frío, ni una brizna de calor, ni cansancio, ni sueño, nada. Que aquí no necesita de nada. Esto es mucho peor que la muerte, o que la vida de la que huimos. Y entonces, el extraño sujeto en la azotea salta del edificio. Cae durante un leve segundo por el vacío y se estrella con salvajismo contra el concreto. Se levanta y mira en todas las direcciones. El pobre infeliz sigue ahí de pie y ni siquiera sabe por qué. Él sólo se quiere morir, pero no puede. Ya está muerto. Me refiero, literalmente muerto.
“Pobre tipo. Ya se dio cuenta de que no se puede matar” dice el ahorcado.
“Sólo se puede morir una vez” digo mirándolo de reojo.
“Va a hacerlo otra vez” afirma el ahorcado viendo como el extraño vuelve al interior del edificio.
“Quizá vaya a saltar por toda la tarde. Varios lo hacen por días. Saltan una y otra vez hasta que se sienten algo estupidos y empiezan a fingir que tienen una vida, como el resto de nosotros. Actúan como si estuvieran ocupados o como si estuvieran yendo a algún lado. Cuando yo llegué todavía se podía ver a Virgnia Woolf saltando de los puentes, pero ya no” comento mirando de nuevo a los ojos del ahorcado.
“¿Virginia Woolf está aquí?” pregunta.
“Todos los que nos quitamos la vida estamos aquí, mi amigo. No importa qué tan famoso o importante sea”.
“¿Qué tal Ernest Hemingway?”.
“Claro”.
“Vaya. ¿Y se le puede pedir un autógrafo?”.
“No hay papel ni lápiz. De todos modos al maestro Hemingway no le gustan los extraños. Sólo se junta con otros escritores famosos. Sylvia Plath. Vladimir Mayakovsky. David Foster Wallace”.
“¿Quién es David Foster Wallace?” pregunta el ahorcado.
“Otro de esos escritores. Se colgó. Es un buen tipo cuando no está con su grupo de escritores suicidas, que por cierto, ya no pueden escribir” lo digo como si fuera un chiste, pero el ahorcado no se ríe.
Hay unas cuantas personas esta tarde en la plaza. Permanecen de pie estáticos o sentados imperturbables, con sus caras impávidas, pretendiendo no vernos ya que es demasiado vergonzoso presenciar a esos insistentes suicidas colgando de árboles y saltando de edificios. Como si ellos fueran diferentes. Cobardes. Somos un montón de cobardes asustados intentando encubrir nuestro miedo con filosofía barata o tras algún código de honor.
Están los samuráis que se quitaban la vida abriéndose el vientre con sus espadas, tomando el control de su muerte antes de perderla a manos de un enemigo o para expiar algún agravante a su código de honor. Y ahora hay un centenar de honrados japoneses enclaustrados en su eterno tedio, atrapados en este inamovible estado de aburrimiento, junto con todos nosotros. Todos aquí, extrañando los problemas por los que nos matamos, deseando un poco de necesidad. Olvidando lo que se siente la satisfacción de lograr algo, lo que sea.
“¿Qué otra celebridad hay por aquí?” pregunta el ahorcado.
“Todas” le digo. Una vez vi a Marilyn Monroe, con su bello rostro y cabello peinado, totalmente desnuda en plena calle. Mostrando su esbelto y perfecto cuerpo a todo el mundo, con una expresión desesperadamente apagada. Y fue como si un vagabundo asqueroso estuviera exhibiéndose. Nadie quería verla. Y se quedó perfecta y bella en una calle siendo ignorada por el resto de muertos. Aquí nadie siente lujuria. La belleza de Monroe es tan agradable como basura en el suelo. Su bonito rostro no significa nada para nadie, no despierta nada en nadie. Ella estaba ahí desnuda y fue tan patético como aquellos idiotas que se cuelgan de los árboles o saltan de los edificios.
“¿Le puedo preguntar algo?” me dice el ahorcado.
“Por supuesto”.
“¿Por qué se quitó la vida?”.
Me quedo mirándole el rostro a ese sujeto que no deja de balancearse y le digo “Ya no me acuerdo”.
Quizá lo único verdadero que podemos sentir aquí es vergüenza. Sólo eso, una pesada vergüenza de saber que fuimos derrotados. Nos permitimos perder y preferimos cortarnos las muñecas. Por eso lo único que escuchas decir a la gente aquí es que se mataron porque en vida habían sido torturados y abusados durante años. Hablan de corrientes eléctricas y calabozos oscuros. Niegan haber conocido afecto alguno o luz solar. Nadie nunca dice que se quitó la vida porque se quedó sin dinero para pagar la hipoteca, o porque la bolsa de valores colapsó, porque no encontraba el sentido de vivir, porque se sentía triste. Esas razones suenan tan risibles que decirles en voz alta daría sólo vergüenza, más vergüenza. Es decir, millones de personas sobreviven guerras y hambrunas, sobreviven holocaustos y catástrofes, y nosotros nos matamos porque nos sentimos solos.
El ahorcado se queda pensando un rato y dice “no estoy seguro, pero creo que me maté porque no me gustaba mi trabajo. Espero que no suene tan patético como creo”.
Le digo que he oído peores.
El ahorcado asiente y me dice “venga, ayúdeme a bajar de aquí”.