Sofía (trilogía Inger). Primeros capítulos:
NOTA MUY IMPORTANTE DE LA AUTORA: Esta novela forma parte de la trilogía Inger. Es la tercera y última parte. Puesto que hay dos libros que la anteceden, he querido hacer un Prólogo especial a modo de resumen de ambas, para que puedas comprar y entender este libro sin necesidad de adquirir o haber leído los dos anteriores.
(Quienes habéis leído Gabriel y El tipo del abrigo gris sabéis que se alternan capítulos de los dos protagonistas. En este caso, pondré el primer capítulo por ser de Gabriel y el tercero, por ser el primero de Sofía. Se entiende completo aunque falte el segundo capítulo).

PRÓLOGO DE LA AUTORA
Gabriel, un joven estudiante de Historia del Arte, sufre un accidente de tráfico que le deja en coma. Tras el siniestro, Gabriel experimenta una extraña vida espiritual separado de su cuerpo, en la que aprende a canalizar su energía y a teletransportarse.
Durante su existencia espiritual, Gabriel conoce a Sofía, una joven estudiante con un don especial para ver y oír espíritus: la única persona capaz de comunicarse con él. Su necesidad mutua despierta en ellos la chispa del amor, una chispa que crece hasta convertirse en llama viva.
Mihai Ivanov, un capo de la mafia moldava en estado de coma tras recibir un disparo de bala en un ajuste de cuentas, se cruza en el camino de Gabriel mientras ambos mantienen una existencia espiritual. Después de que Ivanov le arrebate parte de su energía a Gabriel para evitar desaparecer de este mundo, el joven rumano se ve obligado a actuar del mismo modo para lograr recuperar también su cuerpo. Ambos lo consiguen.
Sin embargo, Ivanov no está dispuesto a dejar pasar semejante afrenta de Gabriel y decide quitarle lo que más quiere, a Sofía.
Tras secuestrar a la joven, el capo moldavo llama a Gabriel para exigir un rescate. El trato es sencillo: una elevada cantidad de dinero a cambio de mantener a la chica con vida.
Gabriel retira el dinero del banco y se presenta al intercambio, pero Ivanov acude a la cita sin Sofía. La situación se complica y el secuestrador termina con un disparo de bala atravesándole la barbilla.
Octubre de 2019:
Un transeúnte ha encontrado el cuerpo sin vida de Mihai Ivanov. La policía rumana descarta el suicidio del capo moldavo y detiene a Gabriel para interrogarle. Nuestro protagonista se enfrenta a una acusación de homicidio de la que solo podrá escapar si revela una verdad que nadie creería.
Capítulo 1. Visita a la comisaría.
Dos agentes de la policía de Predeal esperaban frente al umbral de mi puerta. Me acababan de invitar amablemente a la comisaría para “hacerme unas preguntas”. Uno de ellos era el agente que había investigado la desaparición de Sofía. Llevaba puestas sus habituales gafas negras de pasta y también su mirada desafiante. Le acompañaba un “David” de Donatello de rostro afinado y elegante y cabello algo ondulado, bastante más corto que el de la magnífica escultura renacentista. Deseaba con toda mi alma que “esas preguntas” que necesitaban hacerme no tuvieran nada que ver con mi último encuentro con Mihai Ivanov; el encuentro que terminó con un disparo de bala atravesándole la barbilla al tipo que había secuestrado a mi novia para chantajearme. Desde entonces, Ivanov aparecía de forma recurrente en mis pesadillas tendido en el suelo y rodeado de un enorme charco de sangre.
Los agentes me concedieron permiso para calzarme las zapatillas deportivas y ponerme una cazadora. En previsión de los acontecimientos, cogí mi documento de identidad y mi teléfono móvil, tras comprobar que la batería estaba cargada.
El agente de gafas negras abrió la puerta trasera del vehículo policial, colocó su mano sobre mi cabeza y me introdujo en la parte trasera del coche. Sabía que me interesaba colaborar y mantenerme callado, sin embargo, antes de terminar de abrocharme el cinturón de seguridad, mi paciencia ya había llegado al límite.
—Me gustaría saber, si no es molestia, cuál es la cuestión sobre la que necesitan hablar conmigo…
—Te lo diremos cuando hayamos llegado. –Respondió tajante “mi viejo amigo”, mientras se colocaba unas enormes gafas de sol para conducir.
Lo último que necesitaba era aumentar su aversión hacia mi persona, de modo que decidí guardar silencio hasta que me hicieran alguna pregunta. Tras secar el inoportuno sudor de las manos en mis pantalones, miré por la ventanilla trasera como si no estuviera preocupado por lo evidente.
Los agentes también mantuvieron silencio durante el trayecto, permitiéndome unos minutos para pensar. No debía admitir mi presencia en la escena del crimen, a menos que tuvieran pruebas contundentes al respecto. Tampoco reconocería la segunda visita que hice al lugar donde yacía muerto Ivanov, a no ser que los policías ya contaran con esa información. Dada la situación, lo más conveniente era conocer lo que ellos sabían, antes de perjudicarme de forma irreversible.
A las doce y cuatro minutos del trece de octubre de dos mil dieciocho entraba por la puerta de la comisaría de policía de Predeal cargado de incertidumbre, temor y ansiedad.
–Espera aquí un momento –dijo el agente de gafas, mientras señalaba uno de los asientos de la sala de espera.
Otra vez aquí. Pensé. Otra vez se cumplen mis pesadillas, y otra vez el maldito Ivanov es el protagonista indiscutible de ellas.
–Ya puedes pasar –explicó el policía, tras salir de la misma sala donde meses atrás confesé que les había mentido acerca del secuestro de Sofía.
La sala permanecía exactamente igual que la recordaba, con una mesa de madera llena de papeles y tres sillas negras a su alrededor. Sin embargo, en el cartel de la pared con las fotografías de los individuos más buscados por la policía internacional, el rostro de Ivanov había desaparecido.
–Ivanov ya no está en ese cartel –aseguró con perspicacia mi viejo conocido, al percatarse de que centraba mi atención en aquella “orla de la vergüenza”.
Opté por no responder, al sentirme incapaz de determinar si la frase tenía alguna intención oculta.
–Siéntate, por favor. –Solicitó cortésmente el policía de gafas, haciendo lo propio en la silla situada a mi derecha.
Un par de segundos después, entraba en el despacho otro agente que jamás había visto. A diferencia de sus compañeros, vestía ropa de calle, lucía un cabello rubio casi rapado y unos inquietantes ojos redondos difíciles de esquivar. Era una especie de teniente terrorífico que bien podría haber sido pintado por Van Gogh durante su última etapa artística.
–Soy el agente Daniel Balan, encargado del caso del asesinato de Mihai Ivanov –aseguró mientras alargaba su mano para estrechar la mía.
No lo jures. Pensé con diversión[1].
–Gabriel Jercan –me limité a decir, apretando la mano del agente con determinación.
–Buenos días –saludó también el policía de mi derecha.
Daniel Balan tomó asiento frente a nosotros, escudriñándome con la mirada de un modo realmente incómodo.
–Supongo que mis compañeros te habrán dicho que necesitamos que contestes a algunas preguntas.
–Sí –respondí escueto.
–Puedes solicitar la asistencia de un abogado antes de que comencemos con las preguntas –explicó.
–Gracias –contesté–. Me gustaría saber la cuestión sobre la que vamos a conversar –añadí para no levantar sospechas.
–Se trata de la muerte de Mihai Ivanov, no sé si sabrás algo al respecto –dijo con perspicacia.
Tras escuchar sus palabras, intenté dilucidar si solicitar un abogado no resultaría incriminatorio. Siempre había pensado que, si se necesita la asistencia de un letrado para hablar con la policía es porque, seguramente, se tiene algo que ocultar. Fue entonces cuando la vida me enseñó que, juzgar a alguien por la tesitura en la que se encuentre en un momento determinado, puede ser tremendamente injusto. Por otro lado, desechar la ayuda legal que me estaban ofreciendo podría ser un error que pagase demasiado caro.
–Mi padre es abogado… –aseguré en un intento de virar la situación a mi favor, además de ganar tiempo para tomar una decisión definitiva.
–¿Quieres que llamemos a tu padre? –Preguntó el agente inquietante con el tono de voz más amistoso del que fue capaz.
Quizá mencionar a mi padre había sido un fallo. No quería aparentar justo lo que la mayoría de la gente solía pensar de mí: que era un niño rico, un hijo de papá, mimado y malcriado que cree que en la vida todo se soluciona con dinero, incluidos los percances donde hay un arma de fuego de por medio.
–Lo he dicho porque ha mencionado la palabra abogado –especifiqué sin demasiada audacia–. No creo que necesite un abogado para hablar con ustedes, a no ser que se me acuse de algo –añadí convencido de obtener la información que me estaba matando por dentro.
–Solo queremos hacerte unas preguntas sobre un suceso –respondió el agente Balan con sagacidad.
–Sobre la muerte del tipo que secuestró a mi novia, por lo que ha dicho antes.
–Sí, sobre ese asunto. ¿Sabes algo? –Insistió el “jefe del batallón”.
Contestar que no, sin conocer la información de la que ellos disponían, era demasiado arriesgado; decir que sí, tampoco parecía mejor opción.
–Ni siquiera sabía que hubiera muerto –aseguré presa del pánico–. Pero no creo que eso sea un problema para nadie –añadí poco acertado.
–Para nosotros sí lo es –contestó el agente encargado de la investigación del caso–. Si hay un muerto, puede que haya un asesino, ¿no crees?
–No sé a dónde quiere llegar, pero creo que lo más conveniente será llamar a un abogado, pero no a mi padre, por favor.
Me encontraba en un aprieto. Solo y ansioso. Me sentía incapaz de contestar adecuadamente a la preguntas de la policía sin comprometerme; de modo que decidí contar con ayuda legal.
–Puedes llamar a quien consideres –dijo el agente de mi derecha–. Estamos hablando de un crimen, contar con apoyo legal es tu derecho.
En ese momento esbocé, sin quererlo, una leve sonrisa: había pasado por mi mente la idea de que, en casos similares al mío, donde se investiga un asesinato y hay que interrogar al principal sospechoso, que los policías se vean obligados a repartirse los papeles de “agente bueno” y “agente malo” no es tan propio de las películas como había pensado hasta entonces. El agente de las gafas de pasta, que se había comportado de un modo muy distinto conmigo durante la investigación de la desaparición de Sofía, de repente era comprensivo y amable.
El teniente inquisidor le miró con ojos de “muy pocos amigos”, como si le estuviera diciendo: “pero ¿tú qué haces? Imbécil. Tenemos que sacarle información, ¿y le aseguras que le conviene llamar a un abogado?”
–Llamaré a otro abogado que conozco –afirmé–. Espero que no tarde mucho en llegar, porque trabaja aquí en Predeal. Lo único es que, al ser sábado, puede que no esté en casa.
–Muy bien, como quieras –dijo el agente Balan–. Puedes salir a llamarle y luego nos dices si va a venir y cuánto piensa tardar.
Me levanté de la silla procurando ocultar mi nerviosismo y busqué entre los contactos de mi teléfono a Joan, uno de los compañeros de mi padre. No estaba muy convencido de las ventajas de pedir ayuda a un abogado del despacho de mi padre, dada la situación a la que me enfrentaba, incluido el cargo de homicidio; pero no conocía a ningún otro abogado de confianza y tampoco quería enojar a los agentes por obligarlos a esperar más de lo estrictamente necesario.
Sonaron tres tonos y, al cuarto, Joan respondió a mi llamada:
–Dime, Gabriel, ¿qué pasa?
–No estoy seguro. La policía ha venido a mi casa. No te asustes –añadí en un vano intento de tranquilizarle, incapaz de mantener mi propia calma–. Me quieren hacer unas preguntas y dicen que es conveniente que cuente con la asistencia de un abogado. Por eso he pensado en ti, si te viene bien venir a la comisaría ahora, claro.
–No te preocupes, estoy en casa. Te refieres a la de Predeal, ¿verdad?
–Sí –me limité a decir.
–Vale, tranquilo –insistió–. Tardo quince minutos en llegar. Cuando llegue me lo cuentas todo. No te asustes.
Como buen abogado y, hasta dónde yo conocía, buena persona, trató de sosegarme, en lugar de atosigarme a preguntas peliagudas por teléfono.
–No se lo digas a mi padre. –Rogué asustado.
–No te preocupes, está con unos clientes importantes hoy, seguro que tardará bastante. Secreto profesional, ¿recuerdas? –Añadió en tono amistoso para quitarle hierro al asunto.
–Muchas gracias, Joan –agradecí sinceramente.
Tras informar a los agentes sobre la llegada de mi abogado y amigo, dediqué la espera a pensar acerca de la conveniencia de contarle toda la verdad a Joan. La atractiva idea de teletransportarme a los montes Bucegi pasó por mi mente en más de una ocasión, pero la deseché en favor de la cordura, y de la estrecha vigilancia a la que me estaba sometiendo el policía que me había recomendado contar con asesoramiento legal durante el interrogatorio.
A los dieciséis minutos exactos de haberle llamado, Joan hacía aparición por la puerta de la comisaría de Predeal. Su aspecto tierno y confiable no había desmejorado con el paso de los años, pocos más de cuarenta según mis tambaleantes cálculos. Su cuidado pelo ocre apenas lucía canas y su mirada color castaño reflejaba una conciencia tranquila, a pesar de su trabajo. Venía vestido con un traje tan aburrido como gris y portaba el maletín de piel marrón que siempre le acompañaba. Aquella imagen, lejos de hacerme sentir aliviado por la puntualidad y el apoyo de un experto en Derecho Penal, me arrojó sobre el charco de la realidad en la que me encontraba: mi pesadilla judicial comenzaba en esos momentos.
–Hola, Gabriel –me saludó mientras estrechaba con decisión mi mano derecha con la suya.
–Hola, Joan, gracias por venir tan rápido.
El recién convertido en “poli bueno” se acercó a nosotros de inmediato.
–Hola, buenos días, soy el agente Jorge Funar –aseguró alargando su mano hacia Joan.
–Buenos días, soy el letrado de Gabriel –respondió Joan con amabilidad, mientras estrechaba su mano.
–Tenemos una sala allí, donde podrá hablar con su cliente si lo necesita –explicó Jorge señalando el despacho de la izquierda.
–Se lo agradecemos mucho –contestó Joan.
–Cuando hayan terminado pueden avisarnos. Mi compañero y yo estaremos esperando en el otro despacho.
–Muchas gracias –repitió mi abogado.
Entramos en una sala sobria y triste, con una mesa gris de aglomerado y un par de sillas de plástico negras. Me recordó al “Guitarrista ciego” de Picasso. Esta debe ser la sala para los desgraciados de los acusados. Pensé. No necesitan madera, que agradezcan que les ponemos sillas.
–Toma asiento, Gabriel –indicó amablemente Joan.
–Gracias –contesté mientras me sentaba.
–Tienes que saber que puedes, mejor dicho, debes, contarme toda la verdad –afirmó con convicción–. Estoy aquí para ayudarte, exclusivamente para ayudarte. No voy a juzgar lo que hayas hecho, eso se lo dejamos al juez, pero debes saber que si me ocultas algo que ellos sepan o descubran más adelante, quedarás como un mentiroso y tu credibilidad no se podrá recuperar. Tengo que saber cada uno de los detalles para poder ayudarte, esto quizá suene muy mal, pero siempre hay trucos legales para sortear a la justicia. Ese, desgraciada o agraciadamente, es mi trabajo. Mi trabajo es defender a mi cliente ante la justicia y estoy seguro de que no habrás hecho nada de lo que tengas que arrepentirte.
–Muchas gracias –agradecí mientras abrazaba a Joan. Con sus palabras me estaba demostrando que confiaba en mí y que me conocía lo suficiente como para saber que yo no era un asesino.
–Quieren preguntarme acerca del asesinato de Ivanov, el capo de la mafia moldaba que secuestró a Sofia –expliqué.
–¿Asesinato? ¿Hubo algún asesinato?
–No, creo que no. Pero no estoy seguro. Verás, el arma se disparó mientras forcejeábamos.
–A ver… empecemos por el principio. ¿Qué hacías tú forcejeando con ese Ivanov? Mejor dicho, ¿qué hacías tú con Mihai Ivanov?
–Como te he dicho, él secuestró a Sofía, pero ella logró escaparse.
Contar toda la verdad no pasaba, por supuesto, por reconocer que Jorge –el espíritu de mi mejor amigo en vida, que había quedado atrapado en este mundo como penitencia por haber conducido borracho y acabado con la vida de nuestra amiga Cristina y con la suya propia– había sido el que realmente logró liberarla. Todos esos pormenores sobraban. Nadie me tomaría en serio si empezaba a hablar de espíritus y de poderes sobrenaturales.
–Había quedado conmigo para pedirme dinero a cambio de liberarla –continué–. Yo aún no sabía que Sofía había conseguido escaparse del edificio donde la tenía secuestrada. Y, por lo visto, Ivanov tampoco, porque encargó a otro tío que la trasladase a Hungría y, cuando ella se escapó, estaba custodiada por ese otro secuestrador. La policía le pisaba los talones a Ivanov y pensó que trasladándola a otro país y encargando a otro su custodia, él tendría mayor libertad de movimientos y más margen para extorsionarme. Lo que realmente le importaba era sacarme dinero.
–Cuéntame qué pasó exactamente. Cómo contactó contigo y dónde y cuándo quedasteis.
–Me llamó para pedirme treinta mil euros, que saqué de la cuenta de mis padres. No me digas cómo consiguió mi teléfono, no lo sé.
–Entonces te había llamado antes para pedirte el dinero, ¿no?
–Sí, el martes, creo que el veintiuno de agosto, me llamó por primera vez al móvil. No llegué a tiempo al banco, así que aplazamos la entrega para el día veintidós. Me pidió los treinta mil euros, que tuve que conseguir falsificando la firma de mis padres –añadí cabizbajo.
–Eso no importa ahora –contestó Joan–. Había secuestrado a tu novia y querías salvarle la vida, cualquiera, en tu lugar, habría hecho lo mismo. Continúa, por favor.
Se había percatado de lo poco que me agradaba haber tenido que robar el dinero de mi propia familia, y continuaba siendo totalmente comprensivo conmigo.
–En el primer encuentro para el intercambio se presentó sin Sofía.
–¿Dónde y cuándo fue?
–Detrás de la iglesia de Sfantul Nicolae, el veintidós de agosto. Le di todo el dinero, pero había venido solo. Sofía ni siquiera estaba con él. Eran más o menos las seis y veinte de la tarde.
–¿Luego te volvió a llamar?
–Al descubrir que me había engañado, me volví loco. El muy… dijo que Sofía estaba en el coche, que la esperase allí, pero Sofía nunca apareció, porque no estaba en el coche, claro. Tuve que volver a casa con el corazón cargado de odio –aseguré mientras me arrepentía al instante del escaso acierto de mis palabras.
–Es lógico –afirmó Joan–. Pero tienes que tener cuidado con ese tipo de declaraciones cuando estés delante del juez, podrían perjudicarte, y mucho. Nadie es tan absurdo como para pensar que en esos momentos no odiabas a Ivanov profundamente, pero deja que cada uno decida por sí mismo lo que pensar.
–Lo comprendo.
–¿Cuándo volvió a llamarte? Te llamaba siempre a tu teléfono móvil, ¿no?
–No, la segunda vez me llamó al teléfono fijo de mi casa. Como te he dicho, la policía le seguía la pista. Bueno, y yo vine el mismo día por la tarde a la comisaría para decirles que Ivanov me estaba chantajeando. Les conté nuestro encuentro, tal y como había pasado. Tenía mucho miedo de que matara a Sofía. Les confesé que me había pedido dinero y que se lo había llevado sin avisarles porque me había amenazado con matarla si se lo contaba a la policía. Se había llevado la pasta y no había traído a Sofía. No era momento de hacerme el héroe.
–Continúa, por favor.
–El día veintitrés de agosto me llamó al fijo de mi casa para pedirme otros mil euros más y decirme que esta vez sí iba a traer a Sofía. No sé cómo, pero sabía que había hablado con la policía, por eso me llamó al fijo, supongo que porque pensó que me habrían intervenido el móvil, y aseguró que mataría a Sofía si avisaba otra vez a la policía. Le creí, porque me dijo que estaba decidido a marcharse del país, que sólo le importaba mi dinero, y que no le gustaba estar vigilado por la policía y, mucho menos, necesitaba cargar con una niñata o matarla para crearse más problemas. Quería terminar con el asunto y deshacerse de todos los problemas. Al menos, eso es lo que dijo.
–Pero te engañó de nuevo –intervino Joan al ver mi cara de decepción.
–Bueno, no del todo. Vino sin Sofía, pero es que ella ya se había escapado de la casa donde la tenían retenida en Hungría. No sé si él sabía eso, pero supongo que sí.
–Y, ¿por qué le diste el dinero, entonces? Bueno, perdona, vayamos por pasos. ¿Dónde y cuándo te citó por segunda vez?
–El veinticuatro de agosto a las diez de la mañana en el refugio Spirlea de Brasov, donde hay un pequeño iglú rojo. No llegué a darle el dinero porque vino sin Sofía y me negué a hacerlo. Yo llevaba a mi perro Azor conmigo.
–¿Qué pasó exactamente?
–Azor se lanzó sobre su pierna para morderle, al ver que nos había engañado y que me amenazaba con un arma, porque yo le dije que no le daría nada hasta que trajera a Sofía. No estaba dispuesto a caer otra vez en su trampa. El perro le atacó porque temía por mi vida.
–¿Por qué sacó el arma? ¿Sabrías decirme qué arma era?
–Era una pistola. No puedo decir exactamente cuál, pero supongo que la que encontraron al lado del cuerpo de Ivanov. Sacó el arma porque me negué a darle el dinero sin ver antes a Sofía.
–¿Qué pasó?
–Al ver al perro en peligro por intentar salvarme la vida, me abalancé sobre Ivanov para quitarle el arma de las manos, pero disparó a Azor y le mató. Volví a intentar quitarle el arma de nuevo… y ya no sé qué pasó después. Como ya sabes, mis años de entrenamiento de judo hacen que domine la técnica del combate.
–Eso no puedes decirlo en el juicio, pero, bueno, ya lo averiguará la fiscalía.
–Forcejeé con Ivanov para quitarle el arma y se disparó. Se atravesó la barbilla con una bala y cayó al suelo, muerto. Él no la soltó de su mano en ningún momento, supongo que eso es importante –añadí con resignación.
–Mucho –aseguró Joan–. Estamos hablando claramente de defensa propia para salvar la vida frente a un tío armado. No creo que, dados sus antecedentes y la inexistencia de los tuyos, nadie vaya a pensar que el arma la disparaste tú por venganza. Pero no es tan fácil como parece, si no contaste con la policía después de haberles explicado lo que sucedía, e Ivanov presentaba un disparo en la barbilla, es muy poco probable que el juez crea que se lo hizo él solo, porque colocar el arma en esa posición durante un forcejeo es bastante complicado.
Capítulo 3. Preocupaciones.
El trece de octubre salía de la ducha cuando recibí una llamada de Gabriel. Solía llamarme los sábados sobre esa hora, por lo que supuse, erróneamente, que me llamaba para comprobar si me encontraba bien y preguntarme si íbamos a poder quedar esa tarde.
–Sofía, soy Gabriel.
–Ya lo sé –respondí sin entender porqué comenzaba así una conversación entre nosotros.
–Tengo que contarte algo importante. Prométeme que me vas a escuchar hasta que termine y que no te vas a preocupar demasiado por lo que te cuente.
–¿Cómo quieres que prometa algo que aún no sé? –pregunté preocupada. Odio que me digan: “Te voy a contar algo, pero no te preocupes” ¿Acaso tus palabras no incitan precisamente a ello? Es absurdo decir algo así y pretender que la otra persona no comience a imaginar todo tipo de malas noticias.
–Bueno, solo quiero que me dejes explicarte todo lo que tengo que explicar, ¿de acuerdo?
El tono excesivamente serio de Gabriel hizo que saltaran en mí todas las alarmas. Si en algo era experto mi novio era en “quitarle hierro” a las cosas y en “reírse hasta de su propia sombra”; definitivamente, Gabriel estaba muy preocupado.
–Dime, te escucho. –Aseguré comprensiva.
–Esta mañana ha venido la policía a mi casa.
Guardé silencio.
–Me han dicho que necesitaban hacerme unas preguntas sobre Ivanov. Como te dije, en nuestro último encuentro resultó herido mortalmente; y, como te prometí, quiero que sepas toda la verdad por mi boca.
–Te escucho. –Repetí.
–Creen que yo pude tener algo que ver con su muerte. He sido sincero: he dicho que mató a Azor, que forcejeamos y que el arma se disparó. No creo que yo llegara a tocarla en ningún momento, pero no estoy completamente seguro de eso, así que no lo he dicho. Joan, bueno, he avisado a un abogado del despacho de mi padre antes de declarar, me han dicho que tenía derecho a la asistencia de un letrado para responder a sus preguntas. Joan dice que está muy claro que fue en defensa propia, pero ellos…
–¿Ellos qué? –pregunté asustada, incumpliendo mi promesa.
–Dicen que, tratándose de él, descartan el suicidio, que los hechos no están claros y que tendré que declarar ante un juez.
Las lágrimas se me saltaron involuntariamente, y Gabriel se percató de ello desde el otro lado de la línea.
–¿Estás llorando? –preguntó afligido.
–Eso del juez suena un poco… fuerte.
–No te preocupes. Es un trámite por el que tengo que pasar. Joan dice que está bastante claro quién es cada uno y que, por supuesto, yo no soy ningún asesino –expresó con convicción.
–Lo sé, cielo, yo lo sé –insistí–. Pero el juez no, y quizá los informes periciales no sean tan claros como deberían; no sé si me explico.
–Sí, claro que te explicas. No han querido decirme si encontraron mis huellas en el arma de Ivanov, y eso puede ser un problema importante –reconoció–. Y yo no recuerdo bien si llegué a tocarla. Sofía, no recuerdo bien lo que pasó, estaba en shock por la muerte de Azor.
–Tú no eres ningún asesino, él sí. Disparó a Azor sin piedad y te amenazó con matarte. Cualquiera en tu lugar hubiese intentado quitarle el arma, cualquiera que fuese, al menos, la mitad de valiente que tú –aseguré–. Solo defendiste tu vida, eso está claro, cielo.
–Gracias, Sofía, gracias por ser siempre tan comprensiva.
–Gabriel, ese tío me secuestró para sacarte dinero, me drogó, me ató las manos, me dejó sola en una casa perdida del mundo, apenas se preocupó de llevarme agua y comida para que no me muriese de asco. Tiene muchísimos antecedentes penales, bueno, tenía, su muerte no es más que un alivio para toda la humanidad.
–Lo sé –se limitó a contestar.
–Recuerda que él era el que llevaba la pistola, que él disparó a Azor en primer lugar. Tanto sus intenciones como las tuyas quedarán muy claras ante el juez. ¿Cuándo tienes que ir a declarar?
–Aún no lo sé. Me han dicho que pronto me llegará a casa una notificación.
–¿No has dicho que Joan trabaja en el bufete de tu padre?
–Sí, es el especialista en Derecho Penal de su bufete.
Por eso, él sabrá cómo ayudarte y yo declararé a tu favor si hace falta.
–No creo que te pidan declarar por ahora. La policía no ha mencionado nada del secuestro.
–Pero el secuestro es la clave de todo lo que pasó. El motivo por el que te viste obligado a acudir a su maldita cita.
–Eso es cierto. Pero no quiero implicarte más en esto.
–Si es necesario lo haré, por ti lo haría mil veces más. Aunque no queramos, ya estoy implicada. Me secuestró a mí, no quieras quitarme ahora el protagonismo que me pertenece –bromeé poco acertadamente.
–Lo siento mucho, Sofía –respondió mostrando el inmenso dolor que le seguía provocando que Ivanov me escogiera como víctima por ser su pareja–. Quiero que te puedas olvidar de todo esto lo antes posible.
–Te ayudaré en lo que sea necesario, declararé si me lo piden y te apoyaré pase lo que pase. Confío en ti y en tu inocencia y no voy a olvidar el hecho de que todo lo que hiciste fue para salvarme la vida.
–Ya, bueno…
–Nadie en su sano juicio pensaría que tu intención era la de matar a Ivanov y, mucho menos, cuando creías que solo él conocía mi paradero en ese momento.
–Tienes razón.
–Pues claro –insistí, manteniendo mi aparente positividad ante la peliaguda situación que Gabriel me estaba planteando.
–Ya me siento mucho mejor, gracias por escucharme. Ojalá mis padres se lo hubieran tomado tan bien como tú.
–Es normal, te quieren demasiado y tienen miedo de lo que pueda pasarte. Gracias por ser sincero conmigo… Perdona, Dana me está reclamando, creo que se está haciendo pis –aseguré mientras intentaba librarme de las patas de la pastora belga que Gabriel me había regalado en verano.
–De acuerdo, luego hablamos –afirmó antes de colgar la llamada.
Por fin pude soltar las lágrimas que me ahogaban el alma. Gabriel se enfrentaba a un cargo de homicidio y, de nuevo, el tipo del abrigo gris era el responsable de su desgracia. Durante la conversación con mi ángel, me esforcé en mantener la calma y el optimismo, no podía asustarle más de lo que ya estaba. Si no convencía al juez de su inocencia, o se ponía nervioso durante el interrogatorio, podría acabar en la cárcel. GABRIEL EN LA CÁRCEL. Eso no podía suceder, no merecía algo así, Gabriel no.
Como casi todos los sábados por la noche, quedamos para salir con mis dos mejores amigas. Alina continuaba su idílica relación a distancia con el chico que había conocido en Francia y Emma, finalmente, se había atrevido a pedirle salir al compañero de trabajo del parque acuático, recibiendo un satisfactorio “sí” como respuesta. Gracias a ello, aquel día nuestro grupo estuvo formado por cinco personas; tres de ellas felices y ajenas a la desgracia y las otras dos procurando ocultar su preocupación. Si hay algo que me resulte francamente difícil es aparentar jovialidad cuando la tristeza me está devorando por dentro.
Cuando llegamos al disco-bar de Predeal que solíamos frecuentar los fines de semana, un pub con espacio suficiente para bailar, pero también con una zona de confortables sillones tapizados, Gabriel y yo nos retiramos del grupo. Utilicé la excusa de que había comenzado con el período esa misma tarde para que pudiéramos sentarnos los dos solos; en realidad, ambos preferíamos pasar la noche tranquilos. Hablamos de nuestro viaje a Valencia y de las travesuras de Dana, que se estaba convirtiendo en un animal grande y fuerte, pero ninguno de los dos se atrevió a mencionar a la policía, a Ivanov o al juez, por miedo a hacerle daño al otro.
La mañana del lunes quince de octubre, mientras me encontraba en el instituto, repitiendo mis clases de último curso de Liceu[1] –por haber faltado parte del invierno y de la primavera anteriores– el cartero entregó a mi madre un documento certificado a mi nombre, proveniente de un juzgado de Bucarest. Aunque ella abrió la carta de inmediato, decidió no decirme nada al respecto hasta que llegara a casa.
Sobre las dos y media de la tarde, mi hermana Rebeca, que acababa de cumplir quince años, bajaba conmigo del autobús escolar en la parada de enfrente de mi casa. La jornada lectiva había resultado agotadora para ambas. Cuando Rebeca y yo entramos en casa, mi madre estaba sentada en el sillón del salón, con un rictus de preocupación en su rostro.
–Hola, mamá –saludamos al unísono Rebeca y yo, mientras nos aproximábamos a ella para darle un beso.
–Hola, hijas –se limitó a decir, manteniendo su semblante serio.
–¿Qué pasa? –Interrogué algo preocupada.
–Ha llegado una carta del juzgado –anunció mientras se levantaba del sillón para ir a buscarla a una de las repisas del mueble–. Es para ti, Sofía. Es sobre el secuestro, cielo –añadió temerosa.
–Pero ¿de qué? –Pregunté atónita.
–Esperaba que no tuvieras que pasar por esto; pero han detenido al secuestrador, hija.
–Eso no puede ser; está muerto –aseguré sin reflexionar lo más mínimo mis palabras.
Aquí dice que tienes que ir a una rueda de reconocimiento y declarar ante un juez todo lo que le contaste a la policía cuando estabas en el hospital de Hungría.
Mi madre había contestado sin escuchar mis palabras, absorta en sus propios miedos y en su evidente preocupación. Rebeca, sin embargo, me miraba atónita. Negué levemente con la cabeza, rogando cautela a mi hermana pequeña, y después me dirigí de nuevo a mi madre:
–Es mucho mejor que lo hayan detenido, así no secuestrará a nadie más –afirmé obviando lo que acababa de decir.
Hasta el momento, mi madre desconocía el hecho de que hubiera más de un secuestrador, –así como la reciente acusación contra Gabriel– de modo que opté por guardar silencio y meditar mejor mis palabras antes de “soltar la lengua”. Gabriel estaba implicado en el caso y mi imprudencia podría complicar las cosas aún más.
–Te citan a la rueda de reconocimiento para el jueves a las diez de la mañana. No te preocupes, ya está detenido y en prisión preventiva. He llamado a la comisaría para preguntar.
–Mamá, no te preocupes –dije mientras frotaba suavemente su brazo con la mano–. Estoy bien. Tiene que pagar lo que ha hecho. Iré para identificarle y declararé lo que me pregunten, espero que pase muchos años entre rejas.
–Yo también –contestó mi madre afligida.
Mi madre dedicó aquella tarde a buscar un buen abogado para mí, mientras yo intentaba averiguar a través de internet algo sobre el secuestrador al que había atrapado la policía. Sin embargo, los agentes habían sido muy cautelosos con respecto a la detención –seguramente, de mi segundo captor. La gravedad del caso y, sobre todo, la necesidad de resguardar su identidad hasta que yo la confirmara, debieron provocar la mantención del caso en estricto secreto–. Estaba segura de que la policía había localizado al tipo gordo y moreno que me había trasladado al edificio de Hungría, del que logré escapar con ayuda del espíritu de Jorge.
Me encontraba estudiando Filosofía cuando Gabriel me llamó por teléfono. Con toda la naturalidad de la que fui capaz, le expliqué a mi ángel que había recibido una notificación para asistir a una rueda de reconocimiento de mi segundo secuestrador, al que acababa de detener la policía. También le trasladé la preocupación –por supuesto, sin quererlo– que me provocaba tener que detallar en un juicio lo sucedido durante los días que permanecí secuestrada por Ivanov y su secuaz. Apenas habían pasado dos meses desde mi huida del edificio húngaro y mis cicatrices emocionales ya eran casi inexistentes. Estuve encerrada en dos pisos diferentes sin apenas comida ni agua; aunque, para ser sincera, el trato hacia mi persona no había sido tan terrible como cabría esperar de semejantes individuos. No temía que me volviera a suceder algo parecido porque sabía que Ivanov estaba muerto y que el tipo moreno sólo seguía sus instrucciones. Esa certeza mantenía mi salud mental en niveles aceptables y me permitía llevar una vida normal. No me sentía tan relajada con respecto a mi declaración ante el juez, especialmente en lo concerniente a los detalles sobre cómo logré escapar del edificio húngaro, teniendo en cuenta que estaba completamente sola, encerrada en una de las habitaciones.
Gabriel me animó a enfrentarme a la rueda de reconocimiento, además de recordarme que, en mi caso, el juez estaría predispuesto a creerme por declarar en calidad de víctima. Aquella tarde, también me confesó que llevaba más de un mes intentado eludir una peligrosa conversación con sus padres: necesitaban saber porqué había sacado treinta mil euros de su cuenta de ahorro, qué había hecho con ellos y, muy especialmente, cómo se había atrevido a falsificar sus firmas para conseguirlos.
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sofía