capítulo 1
Olivia
Madrid, 28 de febrero de 2020
—¿Seguro que quieres irte a vivir con Alberto? —le pregunto a Conchi, la que ha sido mi compañera de piso durante los últimos cinco años, y la que es mi mejor amiga del mundo mundial—. ¿No prefieres quedarte aquí, conmigo? Veremos películas en pijama y haremos tortitas para desayunar. ¡Lo prometo!
—Primero: odias las tortitas, y segundo: para lo de las películas, ya pasó tu tren, bonita. A buenas horas, mangas verdes.
—Las tortitas no son más que creps gordas y la tele es aburridísima, prefiero estar en la calle… Y la que es mala de verdad eres tú, que te vas y me dejas sin mirar atrás. —Hago un puchero y Conchi se ríe como una gallina clueca. Me muerdo los carrillos por dentro para que siga pensando que estoy enfadada.
—Mañana te olvidarás de mí. En cuanto veas entrar al maromo que ha alquilado mi habitación, se te pasarán todas las penas y no me echarás de menos.
La miro con inquina.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Porque te conozco, bacalao. —Sigue riéndose de esa manera suya tan estrepitosa, y a mí no me queda más remedio que dejar de fingir.
—Iré a verte todos los días. —Le echo los brazos al cuello.
—¡Ni se te ocurra! Ya sabes eso de: «Casado casa quiere».
—Serás pava… Si no te has casado. O, al menos, yo no he ido de boda.
Pone los ojos en blanco.
—Ya me entiendes. En todo caso, si te acercas, llámame antes. No nos vayas a encontrar con las manos en la masa.
—Se te va a poner un culo de escándalo. —Conchi me mira con el ceño fruncido; a veces no pilla mi humor. Chasqueo la lengua—. Si te pasas el día haciendo pasteles y pizzas…
—¿De qué hablas? —Sigue sin entenderlo.
—Déjalo, anda, que el chiste ya ha perdido la gracia.
Niega con la cabeza y deshace el abrazo. (Sí, seguíamos abrazadas; para mí el contacto humano es imprescindible. Si corté con mi último novio fue precisamente por eso: no le gustaba nada abrazar, ni agarrarse de la mano, ni nada de todo lo que es tan necesario para mí. ¡Bah! A la mierda con él.)
Conchi se agacha para buscar algo debajo de la cama. Ya hemos trasladado casi todas sus cosas a su nuevo piso de Leganés, que está en el quinto pino y que es di-vi-no. Con el gusto que tiene la tía para la decoración, no es para menos.
—¿Qué buscas? No te preocupes, si te dejas algo, puedo acercártelo. Después de llamar, claro.
Se pone en pie sin hacer caso a mi pulla y me tiende un paquete muy bien envuelto con papel de seda fucsia y un lazo verde manzana. Cierro los ojos durante unos instantes. Soy una egoísta de mucho cuidado: he estado tan ocupada intentando alquilar su habitación para poder pagar la hipoteca, y echándola de menos antes aún de que se marchara, que no se me ha ocurrido que llegaría la hora del intercambio de regalos.
—Yo no tengo nada para ti —me excuso con los ojos llenos de lágrimas, tanto de la emoción por recibir el paquete como por la frustración de no tener con qué corresponder.
—Ni se te ocurra ponerte a llorar, tontina. Tengo un regalo «de tu parte» para mí también. —Vuelve a agacharse y extrae otro bulto exactamente igual al que me ha entregado, solo que con el papel verde y el lazo fucsia.
—¿Cómo voy a quedar bien con la gente si no estás tú aquí para echarme un cable? ¿Ves como no puedes irte?
—Tranquila, vendré de vez en cuando a llenarte la nevera y dejarte pósits para que te acuerdes de lo «importante».
Sí, quizás soy un poco (solo un poco) adicta al trabajo y me abstraigo tanto en él que me olvido del mundo exterior durante días, pero no lo hago con mala intención. De hecho, no hago nada malo (o casi nada) adrede, pero no soy de esas personas que se acuerdan de los detalles o que simplemente muestran una educación social aceptable. Soy más bien del tipo neurótico que necesita que todo esté ordenado. Aunque hubiese podido ser mucho peor.
Nos sentamos en la cama y nos miramos sonriendo. Conchi parece tan conmovida como yo. Anda, que si no conociera el contenido de mi regalo y del suyo, ¿qué haría?
—¿Lo abrimos al mismo tiempo? —pregunta con ojos ilusionados.
Chasqueo la lengua, pero cabeceo para indicarle que sí, que estoy de acuerdo.
Me abalanzo sobre el gran lazo verde y retiro el envoltorio con cuidado; el papel, para mí, es casi tan importante como lo que contiene (sí, como ya os he dicho, soy un poco neurótica). Cuando aparto la última capa, me encuentro cara a cara con un álbum de fotos. Es precioso: la tapa es de color pergamino y en ella hay dibujado un mapamundi antiguo; idéntico al que sostiene Conchi en sus manos. Me guiña un ojo cuando ve la cara que se me ha quedado.
Estoy maravillada. Conchi podría haberse limitado a entrar en una página de internet, maquetar las fotos hasta que quedaran chulas y después imprimir un álbum para cada una, pero no: ella ha impreso cada una de las fotos por duplicado, ha buscado dos álbumes, ha recortado algunas formando un collage y ha escrito comentarios en otras. Incluso ha dejado espacio para que yo incluya los míos.
—¿Cuándo has hecho todo esto? ¡Y sin que yo me enterara de nada!
Tuerce un poco la boca; eso significa que le da vergüenza decírmelo, así que la pincho con un dedo en las costillas. Rompe a reír de nuevo.
—Vale, confesaré, pero cosquillas, no, ¿me has oído?
—Ya sabes lo que te espera si no sueltas prenda. —Le enseño el dedo, listo para atacar.
—Empecé casi en el momento en que me instalé en el piso.
—¿Perdona? —Yo, que nunca me quedo sin palabras, no puedo decir nada más coherente.
—Sí. Al principio lo hice para que tuvieras un recuerdo de cómo iban avanzando las obras. Bueno, y yo también, para recordarme a mí misma que no debía meterme en semejante berenjenal bajo ninguna circunstancia. —Sonríe; parece un poco melancólica—. ¡Con lo que hemos pasado!
—¿Y lo que nos hemos reído?
Inspira con fuerza para alejar las lágrimas y me da un bolígrafo.
—Quiero buena letra, ¿estamos? —En algún momento tenía que salirle la vena de maestra…
En la primera foto aparecemos nosotras dos; la tomé a los pocos minutos de que Conchi entrara por la puerta de este mismo piso, aunque ahora no se parezca ni remotamente al que refleja la instantánea.
—Ni siquiera había terminado de quitar el papel setentero de las paredes —rememoro mientras paso un dedo por la superficie de la foto.
—No sabes el yuyu que me dio entrar y ver esas paredes empapeladas con tonos marrones y azules eléctricos. No las tenía todas conmigo. Si no hubiera sido porque no tenía otro sitio en el que pasar la noche… Menos mal que por la mañana, con la claridad, no pintaba tan mal.
Conchi y yo nos conocimos a través de un anuncio que publiqué en Roomster.com. Enseguida conectamos, y cuando me confirmó que se mudaba conmigo, vi la luz al final del túnel. Acababa de comprar este piso, que necesitaba una buena reforma, y yo, dinero para pagarla, además de para seguir abonando religiosamente las cuotas de la hipoteca, porque con lo que ganaba en esos momentos, no me llegaba de ninguna de las maneras.
Paso la página y en la siguiente foto nos veo vestidas como pordioseras, con pañuelos en la cabeza, rodillos en la mano y haciendo el bobo en un descanso que nos tomamos cuando estábamos hartas de pintar.
—No lo habría conseguido si no hubieras estado aquí, conmigo, a las duras y a las maduras. ¡Cuánto has trabajado para que el piso quedara bien! Te debo muchísimo.
—No seas boba, lo hice con gusto. Además, yo también vivía aquí; tenía cierto interés en que quedara lo mejor posible.
La abrazo otra vez y permanecemos así un buen rato, hasta que la noto agitarse en mis brazos. Me distancio un poco y me doy cuenta de que está llorando.
—¿Qué pasa? —pregunto, algo asustada.
—Tengo miedo.
—¿Miedo? ¿De qué?
—Ha sido muy fácil convivir contigo estos cinco años, ¿qué pasa si no nos va bien a Alberto y a mí?
—¿Cómo no os va a ir bien? Si sois dos personas maravillosas y estáis requeteenamorados.
—Sí, él es maravilloso, pero ya sabes que yo tengo un millón de manías. ¿Y si lo espanto? ¿Y si se da cuenta de que ha hecho mal en querer vivir conmigo?
—Pues te vuelves aquí.
—Sí, claro. Te recuerdo que ayer vino un chico a ver el piso y firmó un contrato de alquiler; ya no hay vuelta atrás.
—Lo echamos rápido, no te preocupes. Ya me encargo yo de hacerle la vida imposible.
Conchi se endereza a la vez que sonríe entre lágrimas. Yo también la voy a echar mucho de menos, pero la vida sigue y ella debe avanzar en su relación, eso lo sé yo, aunque no pare de pedirle que no se vaya.
—Hablando del nuevo inquilino —comento—: ¿qué dijo cuando lo hiciste firmar el contrato?
—El piso le encantó, así que ni siquiera lo leyó. Dijo que estaba cerca de su trabajo y que le parecía una pasada. Me comentó que había visto verdaderas birrias.
—¿«Birrias»? ¿Dijo «birrias»? ¿Quién usa esa palabra hoy en día? —Conchi se encoge de hombros y suelta una pedorreta—. ¿Te enseñó la declaración de Hacienda? Será solvente, ¿no?
—¡Que sí, pesada! Le hice las mismas preguntas que tú habías hecho a los anteriores. Si estoy harta de escucharlas de tus labios.
—Es que le alquilaste la habitación enseguida.
—Sé que encajaréis perfectamente. Seguro que no hay problema. Me cayó muy bien, y me pareció que a ti también te iba a gustar un montón.
—¿Estamos hablando de físico o de personalidad?
—Ambos.
—Como sea un psicópata… —Dejo la frase en el aire. Me fío por completo del criterio de Conchi, si no, no la hubiera dejado a ella a cargo de la entrevista, pero me asusta vivir con alguien con quien ni siquiera he mantenido una conversación por WhatsApp.
—¡No es un psicópata! ¿Crees que yo te haría algo así?
—No es algo que uno note a simple vista.
—¿Por eso descartaste a todos los demás, por miedo?
—En parte sí y en parte porque no eran tú. —Apoyo mi cabeza en su hombro.
—Ahora ya está hecho. Veremos qué nos depara el futuro a las dos.
El viernes que viene no te pierdas el segundo capítulo.
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