Der unheimliche Stimmenimitator
En un cuento de Thomas Bernhard, "El imitador de voces", el artista del título entretiene a los miembros de una extraña sociedad quirúrgica copiando la manera de hablar de personajes conocidos. Lo hace con tal intuición que su acto comienza por divertir y termina asustando un poco. Al final alguien le pide que finja su propia voz; él responde que eso es imposible.
Como he cometido el error de pasar años dejándome convencer de que se debe interpretar la literatura, no puedo menos que arriesgar una lectura de la fabulita de Bernhard. Lo que nos inquieta del imitador es que revela el hueco que es la base de toda personalidad. Debajo de las apariencias no hay nada; y entre mejor sea la falsificación, más innegable resulta que persona y máscara siguen siendo sinónimos.
Leyendo "Cloud Atlas" me dio por pensar en el imitador de voces. Los anglosajones, inventivos a sus horas, llaman ventriloquismo a la facultad de un escritor de crear voces convincentes. Es una bonita metáfora. El ventrílocuo, mediante la combinación de un truco fisiológico y una marioneta, traslada su voz a una boca falsa, y si es bueno logra desaparecer un poco, y se nos antoja que estamos escuchando al muñeco, no al hombre. El escritor que logra un personaje con voz propia ejecuta una maniobra análoga. Pero también me parece exacta la palabra porque en los ventrílocuos, como en los escritores que son expertos en ventriloquismo, hay algo alarmante. Sabemos que el muñeco es un montón de tela y madera animado por su dueño, pero la ilusión es tan eficaz que el dueño pierde sustancia y el muñeco adquiere tibieza carnal, aliento.
En "Cloud Atlas", David Mitchell es como un ventrílocuo que no sólo contara con un gran talento y una serie de seis muñecos perfectos, sino también con la capacidad de desvanecerse en serio, dejando a la marioneta sentada en el vacío, hablando. Y la voz nos seduce, y la silla también se disuelve, y la luz del reflector, los otros espectadores, el teatro que nos contiene, y los reemplazan párrafo por párrafo un barco británico del siglo XVII, un palacete francés en el período de entreguerras, un McDonald's futurista atendido por clones que comen jabón alucinógeno. Cada una de las seis historias entrelazadas es un libro completamente diferente; a cada una la justifica no sólo su poder de evocación, sino la cualidad francamente seductora del relato, que a veces recuerda estratégicamente a Stevenson, otras a Christie, otras a K. Dick, a Eco, a Nabokov, a Pynchon.
Al principio parece que las historias son independientes. Luego, por medio de un artificio al que nos ha acostumbrado el cine pero que nunca había visto funcionar bien en literatura, entendemos que son una y la misma. Para enlazarlas se hace uso de un elemento un tanto curioso que, en el fondo, no importa; lo central, lo estremecedor son esas voces humanas. Seis que aunque sean una, tanto en la novela como en la cabeza de su autor, tienen que seguir siendo seis simplemente porque no pueden ser una, porque existen. Estas seis personas existen para mí mucho más que cualquiera de ustedes, o que el mismo David Mitchell. Es más: en Mitchell sí que no creo, porque tendría que aceptar que se los inventó a los seis, y mi cerebro se niega a computar esa mentira monstruosa.
Debe ser chévere ser David Mitchell, rodeado de tantos amigos. Debe ser aterrador ser David Mitchell, asolado por tantos fantasmas.