Jolene (I) Diva
Creo que brincaba, porque mi cabello fluorescente saltaba impetuoso con cada gesticulación, con cada movimiento enfático. Me sentía brillar, como si no hubiese sombras en la lujosa habitación de hotel que el staff había conseguido.
—Jolene, es que no puedes hacerlo de la nada.
—No me importa, weón. Voy a postular a ser Presidenta de este puto país, ¡y voy a ganar! —dije, levantando los brazos, con ternura y energía—. Y ustedes me van a ayudar.
“¿Nosotros?” preguntaron mis asesores, hartos de mis caprichos.
—¡No puedes postularte por que te dé la gana!
—No es sólo eso —me puse seria—. Como cantante, como actriz, como idol, jamás he traído algo importante para nadie. No he conseguido nada. Sólo he ganado dinero, ¿ven? Por eso puedo pagarles a ustedes. Sebastian, ¿cuánto te falta para pagar la universidad? Se sientes seguros de que la isapre o FONASA los vayan a cubrir porque trabajar para mí, ¿pero y si los despido? ¿Cuántas generaciones de refugiados llevamos?
—¿Esto es por…?
—No, no es por mi familia. Sólo… no quiero ser una diva olvidable en la historia.
Silencios incómodos.
—Ehm… tampoco tienes experiencia política… —empezó a decir otro.
—¿Qué creen que hago cada vez que me paro en el escenario?
Los asesores se miraron, sin entender.
—¿Tienes al menos la edad para postular?
Sonreí.
“¿Qué edad tiene realmente?” asumo que se preguntaron, porque me veo muy joven todavía.
—Hace cinco años disminuyeron la edad para postular a 30 años. Y los cumpliré el próximo mes.
“¿Qué onda esos genes asiáticos?”, volvieron a pensar, sin decir.
—Chicos, voy a postular, y no pueden hacer nada para detenerme, así que mejor terminemos con esto y empecemos a trabajar. ¿Alguien tiene contacto con algún partido? El que sea.
—-
Una mesa amplia, diez sillas, un gran ventanal que miraba hacia las nubes. Un alto edificio. Una elegante habitación. Se abrió la puerta y un grupo de hombres con traje se dirigieron hacia las sillas. Ocuparon siete. Desde otra puerta, entramos yo y dos asesores. Ocupamos las otras tres.
Los hombres en traje me observaron. Sopesaban y meditaban. Eran políticos, algunos ya no tenían cabello, otros habían sido procesados por corrupción, pero el poder los había absuelto; todos pensaban en los votos, en letras grandes, doradas, en sus cabezas, la palabra V O T O S era un pensamiento inevitable. Necesitaban más escaños en el parlamento, controlar el ejecutivo, ganar de un solo manotazos esta elección. Esta mujer les cayó del cielo, pensaba, si bien no estaban seguros de apoyarme en su campaña. Así es la derecha, son feos, ambiciosos, y corruptos, pero tienen dinero.
—Muy bien, Jolene, ¿has escuchado el cuento de Pacifer, el niño que lo quería todo? —dijo el más viejo, un chico arrugado, de dedos largos y amarillos.
—No señor, jamás.
—Oh, es una historia de las planicies de Kazajistán. Pacifer era un joven que deseaba ser un guerrero, como su padre, pero al mismo tiempo sentía una inclinación por el oficio de su madre, quien era sacerdotisa. La suya era una religión de paz, de dioses bondadosos, pero la crueldad de los hombres los había llevado a la necesidad de ser prácticos, y prepararse para pelear o morir.
—Que tiene que ver todo esto con…
—Un día, una banda de soldados enemigos atacó su aldea, y Pacifer tuvo que hacer una elección. Rezar a los dioses para que los salvaran, o tomar una lanza y luchar. ¿Qué crees que hizo Pacifer, Jolene?
—Ehm, ¿lo que de verdad deseaba en su corazón? —pensaba en relatos de Disney y en cosas tiernas.
—No, tomó el arma mientras cantaba un mantra, y salió a pelear. Murió en combate, porque no se pueden hacer las dos cosas al mismo tiempo. Siento tu cara de incredulidad, niña, pero entiendo que eres joven y crees que se puede hacer todo en esta vida. Lo cierto es que no, tienes que elegir qué quieres hacer. Un camino o el otro.
—¿Insinúa que debo elegir entre ser cantante y ser política?
—No, insinúo que debes elegir un solo tipo de política. Ayudar al pueblo o ayudar al desarrollo. Incrementar o disminuir el gasto público. No puedes hacer todo al mismo tiempo. Por suerte no has dicho nada de esto fuera de esta sala, pero si te escuchara un político o periodista profesional (no uno pagado por nosotros), te destrozaría. Por suerte nos tienes a nosotros.
—¿Para dictarme qué decir?
—Para hacerte un taller intensivo de narrativa.
—
Me sentía liviana, parecía que todo el dinero inyectado a mi campaña alcanzaba para llenar mis pulmones de helio, me sentía ligera como un globo hacia el cielo. No quería ser precisa, no quería pensar en qué tipo de globo, de qué colores, de qué serie de televisión. Era un globo no más, uno baratito, que salía disparado hacia el cielo. Libre, sin control. Golpee otra puerta, se abrió, apareció una señora muy viejita, arrugada como un maestro de artes marciales. Me sonrió, pensé que no me conocía. Apreté play en mi mente y empecé con el discurso.
Ese día salí a hacer campaña puerta a puerta. Era una práctica antigua, un clásico que siempre quise hacer. Incluso como cantante me gustaba mirar directamente a mis fans, acariciarlos, autografiar sus pertenencias, reír con ellas, todo lo que la fama permite. En serio creía que todo era lo mismo.
A medida que hablaba sobre la clase media, los refugiados, cómo el estado nos ha fallado a todos, y que el mercado se descalabró, que falta mano dura, miraba en sus ojos chinitos la verdad escondida de mi compra-venta. “Te vendiste”, eso decía su mirada, y tenía razón. Se parecía a la mirada acusadora de mi mamá, cuando hice la cimarra para un casting de un reality, “tú no estás para esos show baratos”, me dijo. Y aquí estoy en otro show barato, he estado quince años bailándole a la cámara, sonriendo, cerrándole el ojito, coqueteando, y tengo una tropa de weones calientes que me compran todo, y un ejército de niñas que quieren ser como yo. Recuerdo la nota triste con que acompañaron en el reality mi presentación: de ser segunda generación de inmigrantes, que las penurias que pasó mi madre, del abandono de mi padre, de la muerte de mi mamá ¡puf! Y me enfocaron, llorando en cámara. Y me enfocaron ganando el concurso. Y me enfocaron grabando un disco.
Y me enfocaron abrazando a esta señora, que por respeto no me cerró la puerta en la cara.
Cuando apagaron las cámaras, me quedé sola un rato, mirando un barrio igual al mío donde crecí. Estaba cayendo el sol, y los faroles no se prendían, porque acá las cosas que deben pasar no pasan, y yo ahí, pinturita, mirando el cielo, esperando la caída.
Imagen por Ross Tran


