L'étoile de mer. Man Ray. (1928).
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Detrás del portón se encontraba un jardín, luego un árbol de nísperos, otro de ciruelas, un tercero, más pequeño, de uvas caletas, un trillo conducía hacia una especie de vetusto caserón, cubierto de enredaderas. Subí las escaleras de piedra gastada. Advertí la sombra de un hombre, encima de mi cabeza, que proyectándose en la descascarada pared se bamboleaba colgado de una gruesa soga y al parecer intentaba entrar por una ventana, impulsándose desde una frondosa ceiba. El sol refulgía en los ventanales de cristales rotos, y también a lo lejos, en la franja de mar que rutilaba y burilaba el horizonte.
Mis pasos se hicieron más sonoros cuando aplastaron boliches, gajos secos y almendras envejecidas por el calor y el tiempo. Por fin llegué frente a la puertecilla indicada con el letrero: Gnossis; introduje la mano en el bolsillo de mi blusa y extraje la llave de cobre que me permitió abrir. Al halarla de la cerradura se jorobó y se derritió en mi mano. El cobre hirviente me levantó una graciosa y adolorida ampolla.
Una vez dentro estudié el recinto: un camastro desvencijado, una mesa redonda, dos sillas, un bargueño, mucho polvo y suciedad incrustada en las paredes despintadas. Estaba muy cansada y me senté en la punta de la cama, abrí un libro que descansaba en la mesita de noche, leí un rato. Leí un tiempo largo sus páginas amarillentas porque la ampolla se secó y desapareció de mi mano. Pese a que leí varias veces el mismo libro no recuerdo lo que leí. Al poco rato me acomodé acostada y antes de cerrar los párpados me quité los ojos y envueltos en un pañuelito blanco de encaje los coloqué encima del libro. Entonces recordé el consejo de la guardiana del recinto: "Cuando se acueste, y se quite los ojos, después de colocarlos cuidadosamente dentro de un pañuelo blanco encima del libro de la mesita de noche, dos estrellas de mar caerán en las palmas de sus manos, para que eso ocurra deberá usted abrir bien las manos y esperar; cuando las estrellas de mar hayan caído, llévese cada una de las estrellas a donde antes estuvieron cada uno de sus ojos, ya verá qué bien dormirá".
Así lo hice. Las estrellas de mar cayeron una en cada mano, húmedas, tibias y palpitantes. Las introduje en los huecos donde antes había tenido los huevos oculares. La penumbra se tiñó de un azul intenso, el azul que siempre buscó desesperadamente Van Gogh. Dormí profundamente, tan hondo que todavía no me he despertado. En este mismo instante estoy soñando que entro en un viejo y antiguo caserón, y que mi mano acaricia la corteza de un árbol preñado de nísperos… y que un hombre colgado de una soga, trata de entrar a través de una ventana, impulsado desde un árbol, pero no hay ni siquiera una ventisca amable que pudiera ayudarlo a colarse de un tirón dentro de mi sueño.
Zoé Valdés.
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