Leer a Dickens en invierno

Este diciembre comprobé lo bueno que es leer a Dickens en invierno. En invierno, por mucho que uno le suba a la calefacción, no deja de percibir el frío como una especie de neurótico barniz; una membrana que no por psicológica resulta imaginaria. Y uno siente en la piel, no en el cerebro, la importancia de las paredes que lo rodean, de la gente que vive con uno, de la paz que sólo se experimenta cuando se está en casa. Y cuando uno llega a la casa, después de que come, habla un poco y ve alguna cosa en televisión o en Cuevana, antes de irse a dormir siente ganas de sentarse junto a la ventana con un libro de Dickens.


El libro, por supuesto, es pesado, pero hay un placer peculiar en tener un libro pesado en el regazo mientras afuera nieva. Uno lo abre y comienza a leer. Es, por ejemplo, A Tale of Two Cities. Madame Défarge cifra tejiendo, sin que nadie más conozca el código, los nombres de las víctimas futuras de la Revolución Francesa. El doctor Manette, en su segunda década en la Bastilla, escribe una carta con sangre y sopa aguada, hace zapatos, pierde el juicio. Sydney Carton rumia su tristeza y prepara una venganza perfecta contra su peor enemigo: él mismo. Míster Stryver se pavonea por Londres, con el pecho y la elocuencia hinchados de aire. O es Charles Darnay el que se pasea por París, y es ese momento en que mira las ventanas iluminadas bajo la lluvia y se deja sacudir por las vidas de los otros; ese momento que le parece a uno un eco de la vida del mismo Dickens, porque ayuda a imaginarlo en Londres haciendo lo mismo: mirando ventanas, imaginando casi táctilmente los millones de vidas que se desarrollan sin efecto aparente en el mundo, dejándose invadir por la presencia heterogénea y efímera de la gente como uno, la gente común y corriente. Entonces uno mira por la ventana y piensa en la otra gente detrás de las otras ventanas; en las ardillas en sus guaridas; en los indigentes en las estaciones de metro. Uno siente el frío, el del viento, el de la nieve y el de la historia, en la piel, no en el cerebro, porque es invierno y está leyendo a Dickens.


Y uno vuelve al libro. La Vengeance lidera al pueblo en el delirio minucioso de la carmagnole. Un funeral falso, el del espía o el de Darnay, desfila calle abajo. Maidemoiselle Manette se para con su hija todos los días, por un par de horas, en un punto estratégico frente a una torre de la Bastilla. O la Bastilla arde, y Monseiur Défarge dispara el cañón que se encontró y grita consignas.


Pero se está haciendo tarde. Uno cierra el libro. Antes de irse a la cama mira otra vez por la ventana. Siente otra vez ese frío irracional en la piel. Un frío más grande, más hondo que el mundo, que tal vez ni siquiera es de la piel; que sería del alma si uno tuviera una. Un frío sin nombre, explicación u origen, sobre el que la vida se balancea como un acróbata en su cuerda.


Uno devuelve el libro al estante y en la cama se arropa para no sentir más frío. Las paredes están alrededor, la calefacción sigue encendida, la gente con que uno vive ya está dormida. El frío desaparece poco a poco. Uno sonríe. De verdad que es bueno leer a Dickens en invierno.

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Published on December 19, 2011 10:40
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