Mi insti no es OT
Esta semana he tenido el corazón dividido entre Roi y Ana War. Me cautiva la humildad del primero y la fuerza de la segunda. Sí, lo confieso: soy uno de los millones de espectadores a quienes ha sorprendido, para bien, la nueva edición de OT y que disfruta cada semana con la espontaneidad de su presentador, el buen hacer de sus profesores o el carisma de sus concursantes.
Sin embargo, me enervan las comparaciones triviales que se hacen entre la realidad en aquella Academia -nombre que no deja de encubrir un espacio televisivo- y nuestras aulas. Hoy mismo leía que “los profesores de instituto deberían aprender de los profesores de OT” y, ante semejante símil, no sabría ni por dónde empezar a desglosar las diferencias.
Se podría comenzar porque aquellos profesores solo imparten una materia y nivel, mientras que en los institutos cada docente imparte unas cuantas materias y niveles. O porque allí tienen solo un grupo de 16 alumnos (y decreciente: cada semana, uno menos) mientras que un profesor de instituto tiene una media de 150 a 200 alumnos cada curso. O porque en “la Academia” los alumnos son elegidos en un casting mientras que en los institutos intentamos dar respuesta a la educación como un derecho universal, inclusivo y que atienda a la diversidad. O porque allí el objetivo es eliminar y seleccionar solo a uno cuando la meta de la educación ha de ser integrar y rechazar cualquier forma de segregación. O porque poco tienen que ver las circunstancias de un adolescente de 2º o 3º de la ESO (13-14 años) con las de un joven de veinte. O porque en esa Academia no hay problema socioeconómico alguno frente a las diversas realidades familiares que vemos en los institutos. O porque allí hay un equipo de psicólogos para 16 alumnos mientras que nosotros apenas contamos con un orientador para todos los estudiantes del centro.
Pero más allá de las obvias diferencias (sumen cuantas quieran: hay más), me preocupa que caigamos siempre en la banalización cuando hablamos del hecho educativo. Convertir OT, por mucho que nos guste, en paradigma de la educación es el equivalente a proponer a Mr. Wonderful como paradigma de la filosofía contemporánea. Resulta cómodo creer que nuestras aulas son espacios habitados por jóvenes con familias que los apoyan, en condiciones económicas solventes y que llegan allí voluntariamente y dispuestos a vivir la experiencia de su vida. Se nos olvida que nuestros alumnos son adolescentes que proceden de realidades mucho más complejas, que su asistencia al aula es obligatoria y que su trabajo diario no les va a hacer ganar miles de seguidores en sus redes sociales. Convencerles de que su esfuerzo merece la pena es algo más complicado cuando, en una sociedad tan materialista y exhibicionista como la nuestra, su premio no es aparecer en prime time, ni asistir a una firma multitudinaria, ni grabar un disco. Y eso sin hablar de la situaciones de machismo, racismo, LGTBfobia o bullying que trabajamos a diario en el aula y que, según nos gustaría creer cuando vemos OT, ya están superadas. El formato nos ayuda a visibilizar -bravo por ello-, pero no caigamos en el error de generalizar: nada es tan peligroso para la igualdad real como la complacencia.
Así pues, como no teníamos bastante con gurús y mitos finlandeses, sumamos también un reality como modelo educativo, porque en este tiempo del tuit y la posverdad, nos asusta -y peor aún, nos cansa- profundizar en el análisis. Para que nuestras aulas sean espacios de futuro, tenemos que dejar a hablar a sus docentes, a sus alumnos, a sus familias. Y ese diálogo tiene que ser profundo y desde la verdad, desde esas aulas reales donde vivimos momentos menos amables que los impecables duetos de Alfred y Amaia o la capacidad de superación de Ana War. Porque si queremos más Alfreds, más Amaias y más Anas es necesario hablar de la realidad. Y dar la palabra, de una vez, a quienes la protagonizan.
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