Testimonio: El profe Omar
Es Día del Maestro. Por supuesto que agradezco a todos y cada uno de mis profesores por educarme. O al menos por curtirme (uno que otra) con su desdén o su maledicencia, con su frustración o prejuicios proyectados. Pero también agradezco al puñado de alumnos que he tenido como docente.
Antes de dar clases de periodismo un semestre en la Ibero tuve alguna que otra anécdota como profesor. La más cercana a lo que hice como maestro universitario fue en el Servicio Militar en el Estado de México cuando comenzaba la licenciatura en Comunicación y Periodismo en la entonces ENEP Aragón a finales de los 90. Di clases de español a compañeros que no habían terminado su educación básica. Sin experiencia alguna, tímido y desganado en el ambiente castrense, esa actividad fue desconcertante. Me faltaba formación y seguridad. Secretos para compartir el conocimiento. Es por eso que la considero solo una historia que contar. Sí me la tomé en serio, pero en ocasiones no basta con el empeño.
Años más tarde, el año pasado para ser exactos, surgió la invitación a ser profesor en la prestigiosa y costosa Universidad Iberoamericana. Tiempo atrás estuve a punto de estudiar ahí. No sucedió. Siempre he admirado la formación jesuita y colaborar en esa institución me emocionaba, aunque también me imponía. Acepté inmediatamente aun cuando tenía dudas de mi capacidad. Uno de mis grandes sinos es pensar que no tengo la suficiente pericia. Olvido que nadie nace sabiendo. Y que he invertido años estudiando. Trabajando.
Tuve poco tiempo para prepararme, pero desde que acepté y hasta el último día de clases del semestre la labor docente ocupó la mayor parte de mis reflexiones y ocupaciones. La tomé muy a pecho. Programé y preparé mis clases obsesivamente.
El primer día de clases los nervios me tamborileaban todo el cuerpo. Como es mi costumbre ante un hecho relevante no pude dormir durante días, repasaba una y otra vez en mi cabeza lo que diría, lo que haría, todas las sugerencias que otros profesores y amigos me habían dado y que traté de seguir al pie de la letra. A instantes me acordaba de mis años universitarios pero de inmediato me arrepentía de ello porque solo me provocaba ganas de huir.
Cuando conocí a mis alumnos me sentí un poco impresionado. Y eso que eran unos cuántos en un salón pequeño y equipado. Ya imagino la angustia de un profesor novato ante grupos de cien personas en las universidades públicas.
Los saludé, me presenté y desde ese momento comenzó una de las etapas más aleccionadoras y ricas de mi vida. Tener contacto con mis jovencísimos colegas (porque antes que alumnos los consideraba unos colegas) me orilló a repensar mi propio actuar profesional, me exigió congruencia, honestidad, reevaluación, revaloración. Me hizo reencontrarme con mi oficio. Y este ejercicio de revisión es dificilísimo de llevar a cabo cuando uno está imbuido por el demandante, desgastante, vicioso y debilitante ajetreo laboral.
Yo le agradezco a los chicos por ello. Por ponerme a prueba. Por su paciencia y por sus cuestionamientos. Por su cara de incredulidad o hartazgo. Por alguna que otra sonrisa y anécdota. Por hacerme pensar todo en términos de aprendizaje, de lecciones para compartir, de conocimiento. Temo que fui yo quien aprendió más como docente. Pero confío en su inteligencia y en la de sus otros profesores para que, a su vez, ellos puedan tener una visión tan extraordinaria del mundo como la que yo tengo ahora.
Me he preguntado si debí hacerlo de otra forma. Si lo hice “bien”. Quién sabe. Pero eso es parte de la enseñanza: el aprendizaje. Aún no sé si tengo vocación y habilidad docentes, pero de lo que sí estoy seguro es que repetiría la experiencia y que, como decía, hoy más que nunca le agradezco a todos mis profesores. Especialmente a aquellos que dedicaron alguno que otros desvelo o fin de semana a hurdir formas para yo aprendiera algo. Lo que sea. Gracias a ellos soy una persona orgullosa de mí mismo (a pesar de mí mismo).


Omar G. Villegas's Blog
