¿Dónde estás, Bachelet?
Nuestra presidenta de la república anda como ausente. Su mirada se vuelve vacilante, puesta cual en un infinito que no ve. Su rictus deviene inveterado, sus tonos de voz tienden a apagarse, sus respuestas adquieren insegura fugacidad. Eso cuando aparece -como sin aparecer-, cuando responde, eventos que se van haciendo acentuadamente infrecuentes.
Mientras tanto, ella tiene al país abierto, como en una sala de operaciones de cerebro. Ahí están, destapados los cráneos de la educación superior, de la constitución. La economía, ya cubierta y mal cosida, va entrando en recesión, sus reflejos quedaron torpes. Y la indolente efigie no emite reacción alguna. La economía, esa marmita que nos da de comer, se está vaciando o fundiendo, o achicando. O el fuego apagándose.
Presidenta, presidenta, ¿se trae algo entre manos? ¿O es simplemente que perdió interés en lo que hace y quiere como pasar? ¿Se deprimió o se desafectó del país? Usted, hija de aviador, sabe lo que es la patria. Que hay deberes del cargo, que hay tareas por cumplir, pues existen problemas y personas sufriendo.
La Presidencia de la República es símbolo e instrumento formidable, forjado por cuidadosa retórica, diseñado para sobreponerse a los peligros del caos y la autocracia, apto para pasarle por el lado de la oligarquía y conectar con el sentimiento popular, con los postergados y conducirlos hacia mejores condiciones culturales y materiales de existencia. Una presidenta ausente, y con el país destapado por arriba, es el escenario, entonces, de un drama nacional.
Quedar en la historia por la melancolía, cuando se está en un cargo, requiere responsabilidad. La asumieron Willy Brandt y hasta un Papa. Si no es la renuncia -para algo así no estamos preparados-, lo exigible, cuanto menos, es ponerse a ordenar los asuntos. Arreglar la casa.
El clima del país se enrarece. Los grupos emergentes experimentan una incertidumbre que se parece a veces a la de los ochenta. Las universidades buenas se están empobreciendo, con ellas la educación, la cultura, la ciencia y la tecnología se debilitan. Los funcionarios públicos decorosos padecen frente a los partisanos. Las regiones se desintegran. La pena de Arauco deviene insoluble. De los vecindarios pobres ya no se va la droga. La segregación se instala. El espíritu nacional se desazona ante la inactividad del “resorte principal de la máquina”. Alguien probablemente volverá sobre los nuestros como años de franco deterioro, cuando no perdidos.
No hay que engañarse: el desasimiento puede parecerse a un retiro, pero termina siempre siendo cómplice: de los males, de los poderosos. De los que activamente siguen con su operación, avanzando posiciones. El desasimiento de Bachelet puede ser la ocasión de una intensificación de la crisis difusa y generalizada en la que nos encontramos. Cual en el Centenario, la nuestra partió cerca de los dos siglos de vida independiente. Y sigue latente. Si antaño fue el proletariado el que pulsaba, hoy lo son, junto a sus remanentes, las clases medias emergentes. Requieren contar con espacios y reconocimiento, en un contexto institucional que los acoja ordenadamente.
Es un tiempo especialmente exigente para los políticos. Requiere proveerse de capacidades prospectivas, rodearse de equipos competentes; reformar al Estado; agrupar las provincias en pocas regiones viables; avanzar auténticamente en materias educacionales, científicas y culturales; hacia nuevos rumbos industriales y productivos. Pero, sobre todo: tener a la vista esas grandes reformas como conjunto, como la plataforma sobre la que ha consolidarse una convivencia nacional rehabilitada. Recién entonces saldremos del atolladero. Mientras tanto, en el despacho presidencial reina un silencio vendimiario.
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