Subrayar o no subrayar
Hace un tiempo, mientras no había vuelto a esta casa y tenía mis cosas en una balsa, había compartido una breve nota sobre la acción de subrayar los libros. Antier se publicó “Subrayar libros, un sacrilegio necesario”, artículo de Esteban Ordóñez Chillarón, y quise retornar a aquellas breves reflexiones.
Siempre me ha divertido ver a mis compañeros o a mis estudiantes subrayando un texto (especialmente si lo hacen –que es siempre– con un marcador fosforescente). Se concentran tanto en encontrar la “verdad”, que al terminar de leer todas las hojas lucen verdes, anaranjadas o amarillas. Lo han subrayado todo, con lo cual el sentido primario de subrayar (recordar, retener) se ha perdido.
Otra experiencia proviene de los libros que me ha prestado un gran amigo (no diré su nombre debido a su timidez): las páginas están llenas de notas, de signos, de elogios, de improperios, de reflexiones. Y también leo estos paratextos, igual que los monjes medievales, quienes terminaban por incorporar lo escrito en los márgenes en sus nuevas copias (de ahí que hoy estemos tan confundidos respecto a las manzanas, a las palomas y al pecado). Uno podría pensar: “Estoy siguiendo la ruta de lectura de otra persona y no la propia”. Bueno, en realidad, es igual que cuando escribimos: a pesar de la penumbra de nuestros cuartos jamás estamos realmente solos.
Por mi parte, nunca en mi vida he rayado o subrayado un libro. Y creánme que me he arrepentido de no hacerlo cuando por obligación, necesidad o simple deseo tengo que repasar páginas y páginas enteras para poder encontrar una cita que acabara de recordar.
Esta práctica “subrayatoria”, que en otro tiempo me hubiera parecido atroz, hoy me resulta harto comprensible. Incluso he llegado a desear poder hacerlo, aunque aún me contengo. Sé que esta aversión es un problema mío, y no pretendería imponerlo a otros. También, sé que la incapacidad de hacerlo proviene de una noción de la literatura como algo sagrado, con lo cual además se confunde una cosa por otra: literatura y libros no son lo mismo.
Esta perspectiva de la literatura como un terreno elevadísimo que no debe ser profanado está en sintonía con la petrificación de los autores, de los clásicos. Es decir, responde a una idea de que los clásicos deben ser respetados, y entonces confundimos respeto con esterilización. No. Ni los libros ni los escritores ni los clásicos en general son sagrados ni nada que se le parezca. El mejor homenaje siempre es poder sentarse a discutir con ellos, como si de viejos amigos se tratara.
Ahora, aceptando que subrayar es una práctica sana e incluso esperable, intentaré señalar también algunos aspectos positivos que se derivan del acto contrario: no subrayar.
Subrayar puede ser un ejercicio útil para la investigación y la academia. Nos evitaría repasar un texto entero en busca de esa cita exacta que ilustra nuestro argumento. Pero no creo que sea útil para la escritura. De hecho, en un breve texto de El idioma materno, “La vanidad de subrayar”, Morábito plantea que el subrayado puede funcionar como un sustituto de la escritura misma. Y tiene razón.
Subrayé mi ejemplar de El idioma maternocon fines dolorosamente ilustrativos
El subrayado petrifica el sentido. La acción de trazar una línea bajo un grupo de palabras nos ilusiona además con la idea de que hemos captado lo más importante. Todo esto solo evita que repasemos las lecturas, que releamos, que retornemos a los libros en busca de un recuerdo que se convierte a su vez en un nuevo horizonte.
Dejar un libro sin subrayar es prometer un reencuentro. Es dejar abierta la posibilidad de que aquello que en otro momento no vimos salte a nuestra vista, es entender que no hay una idea central o “importante”, más bien un estilo que nos seduce una y otra vez.Comentarios
Published on February 09, 2017 12:17
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