Para dominar un mar embravecido
Hay veces en las que, simplemente, estás de malas. Que tu cabeza es un huracán. Que la molestia te invade como el agua a una servilleta. Que no sabes por qué estás tan incómodo contigo. Con todo. En ti. O quizá sí. Por decepción. Por frustración. Por hartazgo. Porque estás abrumado por tus propios demonios, por los otros que devienen demonios y se posan en tu hombro. Por aquellos a los que tendiste la mano y se aprovecharon. Por aquellos a los que apoyaste y te olvidaron. Por aquellos a los que amaste y te ningunearon. Por aquellos a los que te entregaste y te desecharon. Luego tomas bríos y arremetes contra ti mismo. Por tonto. Entonces te molestas por caer una y otra vez en las tretas de las personas. Por ser tan inseguro y confiado. Por ser tan endeble. Es más. Te cuelgas cuantos despropósitos sabes o encuentras en el diccionario. Luego tomas aire y recapacitas. Tratas de amar eso que tú eres y de comprender las motivaciones de los demás. Tratas de reacomodarte y reacomodar todo. Y resulta que es una tarea complicadísima. Porque el enojo solo necesita una rendijita para abrirse paso y salir a borbotones. Intentar dominarlo es como querer manipular a un mar embravecido. Aparentemente inviable, pero posible. Como Moisés. Con palabras, moviendo las manos. En ocasiones no se necesita más que decir y hacer. Sólo eso: decir y hacer.


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