El chileno chiflado.

EL CHILENO CHIFLADO.


Soy chileno, aclaro que en plenas facultades mentales, verán por qué. Viajo bastante por el mundo, trabajo como consultor en varias ONG's, no especificaré nada más.


En los años setenta, un tiempo después del golpe de estado en Chile estuve en Cuba. Yo era un joven idealista y aunque en los dos meses que me quedé a vivir en el reparto de Alamar pude comprobar que no todo iba tal como nos contaban en la isla, aquello no era precisamente el mundo que yo había soñado, pero los cubanos, su respeto, su afecto, su educación y su cultura acabaron por hacerme creer que yo era uno más de ellos, mucho más, que yo era un hermano en cada hogar cubano. En cada sitio que visitaba me recibían como a un héroe, y gritaban consignas a favor de Allende y en contra de Pinochet, me abrazaban, lloraban conmigo, me regalaban cartuchos de azúcar porque se decía que en Chile faltaba el azúcar; incluso los cubanos, en aquel momento se afirmaba que "voluntariamente" enviaron parte de su cuota de suministros, la que recibían por la libreta de racionamiento, a los chilenos (antes del golpe, claro), luego supe que ese gesto había sido una medida impuesta por el gobierno castrista. Viví en Cuba a cuerpo de rey, no puedo negarlo, y estaré agradecido toda la vida de las personas que se comportaron conmigo como mi familia.


Aunque me fui de Cuba con la certeza de que el socialismo cubano no marchaba (en aquel momento era comunismo puro y duro, con los soviéticos ocupando la isla), viajé a Europa con la certeza de que los cubanos eran seres de otro mundo: solidarios, luminosos, alegres, desinteresados, y dadores de lo poco que tenían.


Hace un par de semanas mi trabajo me condujo de nuevo a viajar a Cuba, no puedo dar detalles porque el objetivo de mi investigación no se ha cumplido y debo ser discreto, pero les aseguro que fui con toda la intención de devolver a ese pueblo lo que ellos me dieron a mí cuando en los años setenta estuve buscando refugio.


Les aseguro que lo que me encontré allí no puedo todavía hoy, a la hora de escribir esto, no ya descifrarlo, ni siquiera entenderlo para explicarlo a mis colegas. Tal vez entre cubanos me entiendan, y por eso, porque en este blog participan muchos no cubanos, decidí publicar aquí mis impresiones.


A la diferencia de otros colegas, no acostumbro a tomar contacto con exiliados de un país antes de visitarlo, prefiero llegar tal como llego a cualquier país del mundo, sin aprioris. Con Cuba eso es difícil, lo sé, la prensa cuenta esto y lo otro, y nunca sabes a quién creer. Pero según la prensa europea, Cuba se había convertido en un paraíso para el turismo pese a la presencia de Estados Unidos y el embargo estadounidense.


Seré breve. Llegué al hotel Nacional, como sabrán no es cualquier hotel. En ese hotel se hospedaron gratis, entre los años setenta y ochenta, varios chilenos que yo conozco. Perdón, no es que se hospedaran gratis, es que vivían allí en permanencia, sin pagar un centavo. Yo no volvía con esas intenciones, por supuesto. Pero desde que reservé me sorprendió el altísimo precio de las habitaciones, me dije que seguramente habían renovado el hotel con todas las comodidades, y esa era la razón de los precios tan desmesurados, en comparación con otros hoteles parisinos o europeos.


Llegué a La Habana y hacía un bellísimo día soleado, en el camino hacia el aeropuerto me di cuenta que lo único que podía ofrecer Cuba, a simple vista, era el sol, porque lo demás estaba absolutamente destruído. En la carpeta del hotel me dio la bienvenida una joven agraciada que me pidió el pasaporte. Lo abrió, y ahí empezó mi calvario, y suspiró:


-Ah, chileno.


Advertí que no se trataba de una exclamación eufórica y alegre ante mi presencia, sino todo lo contrario, más bien de hastío, como de aburrimiento. Me dije que con toda probabilidad mis compatriotas de antaño no se habían portado correctamente en el hotel y había dejado malos recuerdos, pero esta chica era muy joven para saberlo. Me despachó rápido, su sonrisa había desaparecido, me dio la llave, y ni siquiera me orientó dónde quedaba ubicada mi habitación. Un joven se apresuró a tomar mi pequeña valija, y respondí que no me hacía falta, que era pequeña y podía llevarla. Entonces escuché desde la carpeta:


-¡No, es que él es chileno!


Me voltee y alcancé a ver una mueca desagradable en el rostro de la joven. Entonces, para no parecer rácana, le ofrecí al muchacho la valija. Subimos, entramos a la habitación, que en la primera ojeada me lució correcta, aunque no era de las mejores, eso se podía apreciar al instante. El muchacho esperó y hasta que no le di una calderilla no se fue, calderilla que él recibió con mala cara.


Fui al baño, no había papel sanitario, ni jaboncitos, nada. Intenté llamar por teléfono, pero el teléfono estaba roto. Bajé y le pedí a otra muchacha (la anterior ya se había marchado) que me enviara el papel sanitario, y los utensilios de baño, y reporté el teléfono.


-Ah, sí, el teléfono de esa habitación siempre está roto… -me dijo ella en perfecto inglés. Y aunque yo le hablaba en español ella siempre me respondía en inglés. Bueno, no me quedó más remedio que desempolvar mi inglés y comunicarme con ella en ese idioma.


Así pasamos esa noche, y el día siguiente, ella hablándome en inglés y yo respondiéndole en inglés, y mientras tanto ni el papel sanitario ni los utensilios de baño aparecían, ni el teléfono lo arreglaban. Entripado en sudor de tanto sube y baja (el ascensor tuvo un desperfecto), tomé una ducha sin jabón y salí a la calle. Esto sucedía al día siguiente. A mi regreso, todavía se encontraba la misma chica, pero ahora acompañada de otra que con toda evidencia acababa de llegar y la reemplazaba en el turno. Pasé por delante de ellas, me miraron recelosas, y entonces regresé a averiguar si ya todo se había solucionado. Y otra vez en inglés me respondió que no. Atardecía y me dije que ya aquello estaba un poco raro. Y en inglés le expliqué que yo necesitaba el teléfono, que por qué razón entonces no me cambiaba de habitación. Me dijo que no podía porque el hotel estaba completo. Mientras conversábamos en inglés, la otra buscaba en la computadora, acto seguido levantó la cabeza y pronunció mi nombre, añadiendo:


-¿Usted no es chileno?


Asentí.


-¿Y por qué habla en inglés? ¿No sabe que en Cuba se habla español? –subrayó despectivamente.


-Bueno, claro que lo sé, pero esta señorita sólo habla en inglés conmigo y cuando voy a responderle en español me interrumpe y entonces como vi que sólo me escucha si uso el inglés, pues…


-¡Qué gracioso! ¿Usted está loco o se hace el loco? Eso es mucha mentira suya –se defendió la otra- ¡Chileno tenía que ser!


Esa última frase la masculló. Tomó la bolsa y me dejó con la palabra en la boca. Para no hacer el cuento largo, todavía estoy esperando que me arreglen el teléfono del hotel y que me suban los artículos de baño. Terminé por comprarlos yo mismo, y por usar mi móvil. Y cada vez que llegaba al hotel, podía darme cuenta que entre ellos se susurraban cosas, y hasta uno de los camareros, durante el desayuno, me interpeló con la siguiente frase:


-Así que usted es el chileno chiflado, el loco…-Lo miré extrañado porque era la primera vez que lo veía y no acostumbro a darle confianza a nadie para que me trate de esa manera, y mucho menos cuando estoy trabajando.


-Bueno, pues al parecer sí, lo soy, ese soy yo. Pero le puedo asegurar que si bien soy chileno, estoy muy sano del juicio.


Pero poco a poco fui advirtiendo que algo raro sucedía cuando llegaba a los lugares y me presentaba con mi nombre y apellidos, en cuanto se daban cuenta de mi acento me preguntaban si era chileno. Y en cuanto poseían la información de mi procedencia entonces mi gestión ya no les importaba y preferían atender a otras personas antes que a mí. Empecé a mosquearme.


Llamé a una antigua amiga que había conocido en mi primer viaje, sin mucha esperanza, igual se habían mudado, o habían cambiado el teléfono… Me respondió su mamá, mi amiga no vivía ya en Cuba, se había exiliado.


Su anciana madre me recibió muy atentamente, había sido en otros tiempos, que yo recordara, una firme revolucionaria, sin embargo, de aquella mujer no quedaba más que un rostro desencantado y de una triste amargura. Su marido no hacía más que balancearse en el destartalado sillón y pasearse constantemente la mano por la calva, sólo suspiraba de vez en cuando, y se abanicaba con una penca de cartón. Me di cuenta que no usaban la palabra abanico, sino penca.


-¿Abanico? Eso no se ve en Cuba desde los tiempos de la colonia. Ahora lo que hay es la penca de cartón. Esto ha cambiado mucho.


Encendieron la televisión, estaban pasando el partido de futbol entre Chile y Venezuela; súbitamente la casa se llenó de gente, y ahí fue que comprendí todo en relación a mi persona y a mis orígenes, y entendí por qué los cubanos eufóricos estaban del lado de los venezolanos, y gritaban en contra de los chilenos. Como yo era el único a favor de Chile, me callé la boca pues, y seguí viendo el partido como un lord inglés.


-¿Usted de qué parte está? –Increpó un vecino.


-No, yo nomás de visita.


Mi acento los dejó petrificados.


Entonces el viejo habló por primera vez:


-Es chileno, y aquí ya no está de moda Chile, ni nada que tenga que ver con eso de antes, ahora está de moda Venezuela, y el petróleo venezolano…


El viejo iba a seguir pero la anciana lo mandó a callar.


-No, mejor que siga callado, que éste cuando empieza a hablar no tiene para cuando acabar –y me hizo un guiño.


Terminó el partido y los mismos que entraron sin saludar y sin pedir permiso se largaron sin despedirse. ¿Dónde estaba la educación de los cubanos, de aquellos que yo conocí?


Durante mi estancia solo encontré gente cansada, harta de todo, avariciosa, profundamente incrédula, agresiva, y para colmo, bastante mal educados, y mal vestidos. Como debo realizar mi trabajo contactando a personas de diferentes estratos de la sociedad me di cuenta que todos hablan igual, altísimo, y con una forma de plantear las cosas como si ellos fueron los únicos que tuvieran la razón; cualquier opinión contraria es vista como un ataque insufrible y son incapaces de llegar a un razonamiento sin imponer ellos sus puntos de vista, los de los demás no tienen ningún valor. En cuanto les proponía otra forma de salida, otras soluciones a los problemas que tenían, se aferraban al hecho de que para eso había que sacrificar la revolución. ¿Qué revolución? ¿Cuál? Si aquello no era más que basura, palabrería barata, me decía por dentro.


-Claro -contestó uno airado-, no lo puedes entender, eres chileno, y ustedes perdieron, ustedes se vendieron al capitalismo.


-No, ustedes son los que viven en el capitalismo salvaje, sin democracia, ajenos a la libertad –le respondí harto de que me hiciera ese discurso cuando la mayoría del tiempo se la pasaba vendiéndome algo en bolsa negra, y cobrándome de más por los servicios que me imponía.


Entonces me trató otra vez de loco.


-¡Ah, tú lo que estás es loco! –manoteó.


Sí, yo estaba loco, pero ellos no están muy cuerdos que digamos. En fin, que me fui de Cuba con una sensación terriblemente angustiosa. Encontré a gente desesperada, hablé con prostitutas, con pingueros, con militantes jóvenes y viejos, con disidentes y opositores, con familias normales, y nada, nada, me hizo creer que Raúl Castro puede ser el hombre del cambio.


-¿Cómo puede serlo un asesino? -Murmuró una anciana en mi oído, y añadió:- Se lo estoy diciendo a usted, que es chileno, e igual comunista y va y me echa p'alante.


Vi a gente hambrienta, miedosa, amargada, agresiva, pero también incapaces de hacer nada por cambiar su situación. Muchos de ellos perdieron el alma, muchos de ellos, sobre todo esa juventud de la que se espera tanto, sólo tienen dos discursos: Largarse para la yuma para después regresar a Cuba, y especular (verbo muy escuchado), o armar un negocio allí dentro, clandestino, que proporcione bastante riqueza, tal y como ellos ven la riqueza. Muy pocos me hablaron de libertad y democracia. Porque parten del principio de que el castrismo es eterno, y que debe ser eterno, porque afuera la cosa está peor. ¡Mire la crisis mundial! Repetían como papagayos.


El día que empaqué sentí un tremendo alivio. Fui a despedirme del personal del hotel y apenas me dijeron adiós, ocupados como estaban en recibir a los turistas. En el avión saqué cuenta de mis gastos, había despilfarrado más que en cualquier otro país donde las condiciones para el visitante son las mejores, adecuadas al valor de lo que ha pagado. En Cuba me habían robado descaradamente, y no había conseguido hacer ni la mitad de lo que me proponía.


Visité Cuba para hacer lo que hago en otros países, preocuparme por la infancia. Por esos niños cubanos, pensando en ellos, empecé a llorar en el avión. La azafata me preguntó si me sentía mal, asentí, sin explicarle nada. Todavía estoy llorando por ellos. Porque no hay derecho a que otras generaciones deban ser formados bajo el castrismo. Los niños cubanos tienen todo el derecho del mundo a ser como otros niños, a ser educados libremente.


Del Chileno Chiflado.


Reside en Francia. Vivió dos meses en Cuba, en Alamar,  por los años setenta, a raíz de que su madre, periodista, tuviera que exiliarse en Cuba, desde donde salió poco tiempo después para Suecia. Nunca ha estado en Miami.



Filed under: Política, Sociedad, Viaje Tagged: Castrismo, Cuba
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Published on July 23, 2011 04:53
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