partículas

En 1944, en los últimos estragos de la Segunda Guerra Mundial, el ejército japonés envió a un joven soldado, el teniente Onoda, a una isla remota de las Filipinas para que emplease tácticas de guerrilla contra un mínimo asentamiento de Aliados. Tenía veinte años. Antes de que abordase el avión espacio bélico. Le prohibieron suicidarse, y prometieron que regresarían por él. El joven Onoda amaba su patria.
En las afueras (de la isla, de Onoda), la guerra terminó meses después. Adentro, duró veintinueve años más. Durante este tiempo, el enemigo tiró hojas que explicaban que el Nipón se había rendido, envió equipos en búsqueda de ese ahora-dinosaurio en el que se había convertido el teniente, pero éste pensó que todo era propaganda. Era imposible que un imperio cayera en cuestión de meses. La idea de la bomba nuclear, supongo, le era impensable. Japón prometió que volvería por él. Y Onoda era un tipo paciente.
Cuando abandonó la jungla, en marzo del 72, tenía cuarenta y ocho años. Sólo se rindió cuando trajeron a la única persona a quién le creería: su capitán, ahora anciano. Onoda regresó a Japón sólo por tres años, antes de huir a Brasil. Según dicen, pensó que la sociedad japonesa que le dio la bienvenida era una caricatura de lo que fue, una carcasa. El viejo Onoda estaba defraudado.
Más allá, en Rusia, en el 86, una explosión hizo toser a un reactor nuclear en Chernobyl y entonces fue nacida la peor crisis nuclear. En esa primera época en la que la Unión Soviética ignoraba lo sucedido, algún burócrata dio la orden de que, al tope de uno de los reactores, se izara la gloriosa bandera roja. Un mes después, la radiación había carcomido la gaya. Cuando se reportó lo sucedido, quizás el mismo burócrata volvió a dar la orden. Otra bandera roja. Un mes, y luego otra, y otra. Cada vez, un soldado se hacía un poco menos humano, un poco más material radioactivo. La bandera tenía que permanecer allí.
(Quizás dos anécdotas aisladas no den para una columna que fluya, pero tampoco una partícula aislada hace reacción atómica. Me gusta pensar que sí tienen algo de buscapiés, entiéndase, catalizadores de charla. Que sí tienen algo radioactivamente contemporáneo, algo de átomos disparados uno en contra del otro, con el potencial de crear energía, o de decir algo del nacionalismo cegato, por un lado, de la actual crisis en Fukuyana, por el otro; de todos esos sueños que fulguran con ese brillo de uranio).
Esto es el borrador de una columna que escribí cuando lo de los reactores nucleares em Japón, pero que nunca publiqué.