EN ROJO AYER (3). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera
Desde los asientos del autob�s desierto, mientras recorr�an las calles que poco a poco se iba comiendo la noche, vieron un coche estampado contra un �rbol. Un accidente. Silvia se volvi� a mirarlo al pasar, pero Alberto no le prest� importancia, quiz� porque pese a lo aparatoso del hecho no hab�a sangre. Unas calles m�s adelante, encontraron otro coche en circunstancias similares. Y, unos minutos despu�s, un flamante Renault estrellado contra una farola.
––�Has visto eso? –pregunt� Silvia––. Tres accidentes.
––Cinco.
––Yo he contado s�lo tres.
––Porque no te fijas lo suficiente. Cinco coches, uno contra un �rbol, ese contra una farola, otros dos de frente, y el �ltimo empotrado en la marquesina de un colmado, tres calles a la derecha.
––Pues se me han pasado dos. �No es extra�o?
––�Por qu� iba a serlo?
––�Suele haber tantos accidentes?
––Una noche como anoche, sin duda. Todos los idiotas que han salido a celebrar el fin de a�o con mucha gasolina en el dep�sito y todav�a m�s alcohol en el est�mago. Nada extra�o por esa parte. Ma�ana lo sacar�n en primera plana todos los peri�dicos.
––Pero nosotros no.
––No a menos que alguno de ellos llevara un cad�ver destripado en el maletero. Cosa que, en ese seiscientos que hemos visto antes, tendr�an que haber hecho en trocitos muy peque�os.
Llegaron por fin a la parada que m�s cerca los dejaba de su destino. Carabanchel, integrado en Madrid desde hac�a apenas un a�o, conservaba todav�a los elementos del pueblo del extrarradio que hab�a sido siempre: calles sin asfaltar donde la lluvia hab�a abierto charcos como llagas negras en el suelo, farolas que proyectaban conos de luz amarilla y sucia contra las paredes de unos edificios que dentro de poco ser�an pasto de la piqueta. Un bar abierto, como una mancha blanca contra la noche, donde alguien tocaba una guitarra y entonaba un fandango que recordaba una tierra dejada atr�s en busca de un futuro que todav�a no hab�a aclarado. No hab�a ni�os jugando en la calle, quiz� por el fr�o, la lluvia y la hora, ni mujeres de pecho generoso ofreci�ndose por treinta duros. Alberto no se extra��: la calma de las calles indicaba que la mad�n estaba cerca.
No tardaron mucho en orientarse y en seguida llegaron a la casa de autos, como tendr�an que definir al inmueble cuando redactaran el art�culo. Cuatro plantas, una zapater�a en el bajo, una fruter�a donde colgaba un cartel de “Se traspasa”. En la misma calle, al fondo, un cine de barrio anunciaba en sesi�n doble “El tigre de Chamber�” y “Los jueves milagro”.
Hab�a dos 1400B de la polic�a aparcados ante el edificio, y media docena de n�meros fumando en la puerta, con los capotes hasta las rodillas y los subfusiles al hombro. Alberto comprob� que no se hab�a equivocado: no s�lo hab�an llegado antes que el juez que tendr�a que ordenar el levantamiento del cad�ver. Tambi�n hab�an llegado antes que la Brigada de Investigaci�n Criminal.
En la otra acera, literalmente, apoyado en su Vespa amarilla y a�il, Juanito Arroyo fumaba un cigarro emboquillado sujet�ndose el codo derecho con la otra mano. La moto, nuevecita y algo estrafalaria en sus colores, le hac�a pensar siempre a Garc�a si “Lib�lula”, que era como en la redacci�n llamaban al fot�grafo por no llamarlo directamente “Maripos�n”, se sent�a al ir montado en ella como Gregory Peck o como Audrey Hepburn.
––Hombre, Alberto, por fin. Menos mal que has llegado, ya se me estaba empezando a congelar el culete, hijo.
––No te puedes imaginar lo que cuesta encontrar un taxi un d�a como hoy, Juanito. Lo normal. Tambi�n el gremio tiene que descansar –respondi� Garc�a, y antes de que Silvia tuviera tiempo de abrir la boca, se apresur� a a�adir––. Te presento a Silvia Vel�zquez. El Ogro me la ha encasquetado para que le ense�e el oficio. Silvia, �ste es Juanito Arroyo, nuestro Robert Capa de andar por casa.
El fot�grafo mir� a Silvia de arriba a abajo, midi�ndola pero no como la hab�a medido un rato antes el propio Alberto. Lib�lula calibr� el peinado, el maquillaje, el abrigo y los zapatos. La sonrisa de oreja a oreja demostr� en seguida que hab�a pasado el escrutinio con buena nota.
––Encantado –dijo, y no se cort� un pelo y estamp� con naturalidad dos besos en las mejillas heladas de Silvia––. Te he le�do alguna cosa. S�bado Gr�fico, �verdad? Aquel reportaje sobre Balenciaga. Di-vi-no. �De verdad que lo conociste en Par�s? Oh, la, la, qu� envidia, qu� envidia…
––No te imaginaba yo leyendo art�culos que no fueran de artistas de cine o de muertos –se burl� Garc�a.
––Eso es porque no tienes sensibilidad ninguna, Albertito. Como esos cuatro hijos de su madre de all� al fondo.
––�Los polis?
––Esos. Que les ha dado por no dejarme pasar. As� no hay quien trabaje ni nada. Y se me est� haciendo tarde y mi madre estar� ya preparando la cena…
––Hoy se cenan las sobras de anoche, no me seas llor�n. No le va a costar ning�n trabajo a la buena de do�a Pura, si adem�s te mima demasiado. Ah, ah� est�n ya Ceballos y el s�ptimo de caballer�a ligera.
Un coche negro aparc� levantando una ola de agua negra de un charco y dos polic�as de paisano bajaron casi al un�sono, cada uno por una puerta delantera. Vestidos de oscuro, de constituci�n similar, podr�an haber parecido hermanos gemelos si no fuera porque uno era calvo y el otro no, y porque el calvo le sacaba dos palmos de altura a su compa�ero. Se mov�an con gestos milim�tricos, las manos sueltas a los lados de la americana, como si esperaran tener que sacar en cualquier momento una pistola. Uno de ellos se volvi� a inspeccionar los alrededores y en seguida reconoci� a Garc�a.
––Hombre, Alberto, si est�s aqu� y todo –dijo, forzando una sonrisa de tibur�n que ampliaba la separaci�n de sus dientes caballunos. Pese a su poca altura, ten�a aspecto de hombre duro, y lo era.
––Pues no ser� gracias a ti, Ceballos.
––Te he llamado a casa, hombre. Tu mujer me contest� con cajas destempladas. Imagino que ni has aparecido por all� desde hace un par de d�as, �no? Qu� cr�pula eres. En Nochevieja, y de picos pardos. Ya me gustar�a a m� ser como t�… ––ri�. Alberto se volvi� inc�modo y detect� la expresi�n de sorpresa en los ojos de Silvia y la mueca de resignaci�n de Juanito Arroyo, que conoc�a al dedillo sus fechor�as privadas––. Me supuse que en la redacci�n de tu peri�dico no habr�a nadie –dijo el polic�a, dando el asunto por zanjado.
––Pues lo hab�a. Menos mal que el jefe tiene pinchada vuestra emisora.
––Hoy por ti, ma�ana por m�. Vamos a entrar, �vienes?
––Vamos. Pero tus hombres no dejan entrar a mi fot�grafo.
Luis Ceballos chasque� la lengua y mir� a Arroyo desde su metro sesenta de altura. Se empin� imperceptiblemente, y su lenguaje corporal dej� claro, para Silvia, que se consideraba m�s que capacitado para derribar al fot�grafo de una bofetada. S�lo le faltaba una excusa. O las ganas.
––�rdenes de la jefatura, Alberto –dijo el polic�a––. Aqu� el aprendiz de Campua no puede entrar. De momento, al menos, dadas las caracter�sticas del caso. No vaya a ser que al final nos resulte sospechoso.
Detr�s del teniente de la BIC, los polic�as armadas no pudieron contener la risa. Juanito Arroyo, que se supo a punto de estallar, supo tambi�n que no pod�a hacerlo y agach� la cabeza.
––No me vengas ahora con esas, Luis –insisti� Alberto Garc�a––. Que no est� el ambiente para cachondeo. Y el hombre lleva aqu� m�s de una hora pasando fr�o.
––�Y qu� quieres que yo le haga? Ellos mandan y yo obedezco. Lib�lula, lo siento. No hay tu t�a. All� arriba han apiolado a un maric�n, y seg�n el informe es algo desagradable. Nosotros vamos a verlo ahora. Por lo que dicen, debe tratarse de un asunto de celos. Me juego el cuello si encima te llevo a verlo.
––Si nos quieres acompa�ar, podemos llevarte al cuartelillo a declarar –apunt� el compa�ero de Ceballos, Ormaeche, el calvo––. Ya sabes, por si nos puedes informar de algo que no sepamos, t� que eres un experto.
Las carcajadas de los polic�as resonaron burlonas en la calle desierta.
––�Y si seguimos la conversaci�n dentro? –pregunt� Silvia, arrebujada en su abrigo. En la oscuridad del portal, sus ojos verdes ard�an como dos llamas––. Aqu� hace demasiado fr�o y est� empezando a lloviznar.
Por tercera vez en la misma noche, y aunque estaba acostumbrada a que la miraran, Silvia Vel�zquez sinti� como la analizaban de los pies a la cabeza. No le result� dif�cil comprender que el examen que el polic�a estaba haciendo de su vestimenta difer�a en todo del que hab�a hecho unos minutos antes el fot�grafo. M�s que buscarle las formas por debajo del abrigo, Ceballos la hab�a desnudado con la mirada y los efectos de su imaginaci�n se hab�an reflejado, por un instante, en aquellos ojos que durante el d�a observaban el mundo desde unas gafas oscuras que ahora sin duda echaba de menos.
––Le aseguro, se�orita –dijo el teniente de la BIC cuando termin� de pasearse por su cuerpo––, que no va a encontrarse un espect�culo apropiado para una dama. Si quiere, puede esperar en el coche patrulla y le dir� a uno de los n�meros que le traiga un chocolate caliente y unas galletas.
––Se lo agradezco, pero no es necesario –atin� a responder Silvia.
––No me vengas con esas a estas alturas, Luis –intervino Garc�a––. La se�orita tiene clase, vale, pero tambi�n experiencia. Ha sido corresponsal, nada menos que en Par�s. Est� curtida en estas cosas, �verdad, Silvia? Oh, no os he presentado, qu� cabeza la m�a. Silvia Velasco.
––Vel�zquez.
––Vel�zquez, eso es. El teniente Luis Ceballos. Aunque nunca aparece en los cr�ditos, pod�amos decir que es uno de los muchos colaboradores de El Caso. �Verdad, Luisito? Hoy por ti, ma�ana por m�, �no? Mira, si quieres, de acuerdo, que Juanito se quede aqu�. Y que tus hombres le traigan un caf� para que entre en calor. Es lo menos.
––�Qu�? –el fot�grafo no se pudo contener––. �Qu� me quede yo aqu�? �Pero bueno!
––T� d�jame hacer a m�. Ya hablaremos luego en la redacci�n, hombre. Ni que fuera la primera vez que hemos tenido que tirar de archivo. �Qu� me dices, Luis?
––De acuerdo –Ceballos accedi� a rega�adientes; de pronto, su fachada de protector de la ley y el orden hab�a quedado resquebrajada cuando, sin decir nada, Garc�a hab�a dejado claro que tambi�n �l ten�a sus medios de ganarse un sobresueldo––. Pero chit�n, como siempre. Y sin tocar nada, �estamos?
––Ni que nunca hubi�ramos visto a un muerto, Luis, por Dios.
––Qu� quieres que te diga, Albertito. A m� todav�a m�s de uno me da escalofr�os, y me temo que este vaya a ser uno de esos.
––�Por algo en particular?
––Porque para matar a alguien en Nochevieja tienes que estar muy cocido o ser muy hijo de la gran puta. O las dos cosas. Vamos subiendo.
El polic�a ech� a andar, seguido de su compa�ero calvo. Alberto Garc�a se volvi� hacia Silvia y, con un susurro casi paternal, le indic� que lo siguiera.
El crimen hab�a tenido lugar en el segundo piso. Hab�a una puerta abierta en el rellano, de par en par, sin signos de fuerza. Un polic�a armada la custodiaba, como si fuera a esperar que los vecinos de las otras tres puertas fueran a entrar a llevarse a saco las joyas o el contenido de la despensa. El silencio era innatural, aunque Garc�a no tuvo ninguna duda de que los vecinos estaban asomados a las mirillas, al quite de todo. Se detuvo y se dio la vuelta, como inspeccionando el rellano. En realidad, lo que quer�a es que vieran bien su cara para cuando tuviera que regresar, sin polic�as de por medio, para hacer preguntas.
––�Qui�n os ha dado el chivatazo, Ceballos? �Los vecinos?
––El casero. Al parecer la radio estaba sonando a toda leche desde hac�a horas. Dice que era lo corriente, y que buenas trifulcas hab�a habido ya con los vecinos. Pero si un d�a normal ya es una lata tener a un mel�mano en la casa, imagina despu�s de la sobredosis de an�s y polvorones. Viendo que la m�sica no paraba y eran m�s de las dos de la tarde, imagino que la hora en que los dem�s vecinos despertaron de sus propias borracheras, uno de ellos vino a aporrear la puerta.
––Para empezar el a�o en paz y armon�a.
––Cuando a uno le tocan los cojones, se los tocan, Albertito. Pero la puerta estaba entreabierta, y cuando entr� dispuesto a arrancar los cables de la puta radio, se encontr� el cad�ver. As� empez� su a�o.
––Y lo termin� el otro. �Sab�is qui�n es?
––Morales lo est� investigando abajo, con el casero y los vecinos. Un chapero, �qui�n quieres que sea?
La �nica habitaci�n era a la vez comedor, cocina y dormitorio; hab�a un cuartito de ba�o com�n para todos los vecinos en el pasillo, ya lo hab�an visto. La cocina apenas ocupaba una repisa en un rinc�n. La cama era grande, con el cabecero de hierro forjado. Debi� ser una buena cama en tiempos, pero ahora estaba vieja, oxidada, demasiado aparatosa para aquel cuartucho. Hab�a un bulto sobre ella.
Alberto y los dos polic�as intercambiaron una mirada de disgusto. Los tres reconocieron inmediatamente el olor dulz�n. Ormaeche encendi� la luz. Y entonces lo vieron. Silvia, detr�s de los tres hombres, intent� pasar. Pero Alberto no la dej�.
––Juanito ha hecho bien en no subir –murmur�.
––�Por qu�?
––Porque no nos iban a dejar publicar las fotos de todas formas.
Sabiendo que tarde o temprano iba a tener que ceder, Alberto se hizo a un lado y Silvia, temerosa, lo adelant�.
Sobre la cama deshecha, en medio de un charco oscuro, hab�a tendido un muchacho, boca abajo, desnudo. Su postura indicaba claramente que no dorm�a, aunque ya descansaba. Ten�a el cuerpo torcido, paralizado en la muerte, ese �ltimo rictus que Alberto hab�a visto tantas veces, en el frente ruso, cuando los camaradas ca�an para no levantarse nunca y quedaban desmadejados sobre la nieve, como desmadejado estaba ahora el muchacho sobre unas s�banas que su desangramiento hab�a te�ido de ese mismo rojo oscuro que mancha a veces los costados de los toros en el ruedo. Y un toro parec�a, en efecto, pese al tono azulado de su piel fr�a, pues en su espalda sobresal�a un hierro, un arp�n oscuro y torvo que lo empalaba al colch�n. Silvia dio un paso a la izquierda, incapaz de respirar y sofocada por el aroma dulz�n que identificaba s�lo ahora, y el cambio de perspectiva le permiti� ver las mu�ecas atadas con alambre, en carne viva, la cabeza abierta del muchacho con el cr�neo levantado que se desparramaba gris, salpicando el suelo y las paredes, y tambi�n comprender que aquella barra de hierro no atravesaba al cad�ver por la espalda precisamente, sino m�s abajo.
––“El interfecto presentaba una herida inciso-contusa en el cr�neo y un arponazo post-mortem en el orto” –murmur� Alberto Garc�a, dando voz al art�culo que ya ten�a en la cabeza.
––�El “orto”? –pregunt� Ormaeche.
––Tienes que leer m�s, Diego, que luego no te enteras. Si no puedo poner que le han taladrado el culo con una barra de hierro, tengo que recurrir a palabras m�s cultas. �T� sabes lo que es un “interfecto”? Pues el mismo caso. Las cosas de la censura –se volvi� hacia Silvia––. Si vas a vomitar, hazlo fuera, patito. Aqu� la polic�a se molesta siempre porque dicen que se lo echamos todo a perder.
Silvia asinti�. Estaba tan p�lida como el muerto. Sali� al pasillo, tom� aire unas cuantas veces, combati� la n�usea como pudo, ante la mirada condescendiente del polic�a de uniforme que controlaba la puerta. Durante un segundo, tuvo la certeza de que iba a vomitarle en las botas. Superado el ataque de p�nico, entr� de nuevo en la habitaci�n.
Los tres hombres fumaban, aprovechando el humo para encubrir sus muecas de repugnancia y sofocando en tabaco el olor de la muerte. Para no tocar nada, los tres se hab�an metido las manos en los bolsillos. Ceballos, impaciente, sac� la izquierda y mir� el reloj contrachapado.
––As� cualquiera, leches. As� cualquiera. A saber a qu� hora se colar� el se�or magistrado para proceder al levantamiento del cad�ver. Ormaeche, llama otra vez a la comisar�a. Diles que vayan despertando a los gandules de las huellas, que si no cuando lleguen vamos a necesitar mascarilla. Y ya tarda en llegar ese fot�grafo.
––Tengo uno abajo, por si te hace falta –se burl� Garc�a.
––Ya tenemos bastante con un maric�n muerto –escupi� el teniente––. No vaya a ser que le d� por desmayarse o a echar hasta la primera papilla tambi�n a �l.
––Si se refiere a m�, todav�a no he vomitado –dijo Silvia, desde la puerta––. Ni voy a hacerlo.
Los dos polic�as se volvieron a mirarla. Alberto Garc�a sigui� fumando.
––Veo que los cojones de tu equipo est�n al rev�s, Albertito –dijo Ceballos––. Aqu� la rubita no tendr� experiencia, pero le echa valor.
––�Pueden hacer ya una composici�n de lugar? –quiso saber Silvia, sin darse cuenta de que por alg�n motivo Garc�a no preguntaba nada––. �Saben qu� ha pasado aqu�?
––Un espect�culo asqueroso, se�orita, ya lo est� viendo –dijo Ceballos––. Una ri�a de maricones, lo m�s probable. Cuestiones de celos. O de dinero. O las dos cosas. Un asunto s�rdido. As� se las gasta esta gente.
––O sea, no es un crimen pasional.
––Bueno… depende de c�mo lo quiera usted ver, se�orita. No ha sido cuesti�n de un cachiporrazo y a correr, eso est� claro: ah� tiene al pobre chapero, con la cabeza abierta, una barra de hierro en el orto, que supongo que querr� decir el mism�simo culo, y encima atado con alambre. O estaban jugando a hacerse da�o y se les fue la mano, o es un ajuste de cuentas.
––Est� tambi�n la silla.
Los tres hombres se volvieron hacia Silvia.
––Aqu� estuvo sentado alguien.
Ormaeche sonri� y sali� de la habitaci�n a llamar por tel�fono, como le hab�a ordenado su compa�ero. Ceballos cruz� una mirada con Garc�a, pero Alberto simplemente se encogi� de hombros.
––Muy perspicaz, muchacha. Parece que nuestro desdichado “interfecto”, que eso s� me lo s�, significa “la v�ctima”, �no, Alberto? Parece que nuestro desdichado interfecto estuvo atado en esta silla antes de que lo apiolaran. Se nota en las marcas que hay en el respaldo, hechas posiblemente con el mismo alambre que us� el asesino para luego atarlo a la cama, antes de abrirle la cabeza y taparle el agujero.
Silvia, no muy convencida del todo, se�al� las peque�as baldosas del suelo. Dos de ellas estaban rotas, y hab�a un imperceptible reguero de cer�mica junto a las patas de la silla.
––El que estuvo aqu� sentado se debati� a base de bien.
––Lo torturaron. Ya lo he dicho. Por eso pienso que el m�vil no fue s�lo cuesti�n de celos, sino de dinero.
Silvia asinti�, como si la explicaci�n del polic�a fuera m�s que suficiente y su curiosidad estuviera satisfecha. Sin embargo, volvi� a la carga:
––La silla est� mirando hacia la cama. Si el chaval estaba atado all�, �por qu� esa orientaci�n? �Qu� hab�a en la cama que obligaron a ver a la persona que estaba aqu� atada?
––-No hab�a nada ––neg� Ceballos, obstinado––. Eso es evidente. El asesino at� al muchacho a la silla y le dio de hostias, mientras el sonido de la radio apagaba los gritos y los golpes, o qu� se yo. Luego, cuando consigui� arrancarle la confesi�n que buscaba, d�nde est� la pasta, o los herretes de Juanita Reina, o lo que fuera, lo arrastr� hasta la cama, lo at� al cabecero, y le revent� el cr�neo. El que la silla estuviera en esa posici�n es una puta casualidad. No se pase de lista y quiera hacer mi trabajo, que yo no les digo a ustedes lo que tienen que escribir.
––Venga, Luis –intervino Garc�a, conciliador––. La chica s�lo quiere ayudar. Es primeriza.
––Pues que no enrede. Ea, se acab� lo que se daba. Id saliendo de aqu� que est� a punto de llegar el juez y no quiero que luego me eche la bronca.
––Me mantendr�s informado, �no?
––Ya veremos. Venga, arreando.
Alberto y Silvia bajaron las escaleras y llegaron a la calle justo a tiempo de ver c�mo un hombre de abrigo oscuro y cara de malas pulgas, acompa�ado por un secretario peque�o y presuroso, bajaba de un coche de importaci�n. El juez de guardia y su secretario.
Juanito Arroyo segu�a esper�ndolos junto a la Vespa, alejado de los guardias que, de todas formas, le hab�an tra�do un caf� como acto de contrici�n. Los tres periodistas se reunieron y, al volverse a mirar la casa, Alberto se vio obligado a adoptar el papel que menos le gustaba, el de jefe del escuadr�n de la muerte.
––Nunca, patito, nunca le digas a uno de la pasma c�mo tiene que hacer su trabajo –dijo, severo, y Silvia no pudo sino bajar la cabeza––. �Crees que Ceballos es tonto? �Qu� ha llegado a teniente de la Brigada de Investigaci�n Criminal porque no se da cuenta de los detalles? La cosa es mucho m�s s�rdida y m�s complicada de lo que quiere admitir, al menos ante nosotros, que somos a fin de cuentas unos mindundis a los que desprecia, aunque saque tajada del fondo de reptiles al rev�s que tenemos montado. Claro que ah� ha pasado algo raro. Y claro que han torturado a ese chaval delante de alguien. Es lo primero que vi, antes que el cad�ver: la silla y los ara�azos.
––Yo… ––Silvia titube�––. Lo siento.
––Da lo mismo. A fin de mes, Ceballos volver� a ser un tipo encantador y nos informar� de todo lujo de detalles.
––�A fin de mes? �Vamos a esperar tanto?
––Claro que no. Mira, ya empiezan a llegar los t�cnicos –Alberto se�al� otros dos coches que llegaban a la escena––. Se pasar�n lo menos un d�a buscando huellas y removiendo Roma con Santiago. Y entrevistando a los vecinos, a los curiosos, a los que buscan notoriedad y a todos los chaperos que tengan la mala suerte de vivir por aqu� cerca.
––Precintar�n la vivienda, �no? Como de costumbre –pregunt� Juanito Arroyo, quit�ndole el calzo a la Vespa. Se le hac�a tarde y estaba congelado.
––Aqu� no tenemos nada que hacer, por el momento –confirm� Alberto––. Hasta el s�bado por la tarde, como poco, la mad�n estar� al quite de qui�n entra y qui�n sale. Luego el caso, si no se resuelve en un plispl�s, ir� al fondo de otros casos. No creo que Ceballos lo resuelva tan r�pido: no es su estilo, y menos con las fechas de por medio. Lo cual me recuerda… ––Alberto se frot� los ojos––. Joder, alg�n d�a tendr� que aprender a no perderme de camino a casa.
––�Es verdad lo que dijo ese polic�a, que no has aparecido por all� desde hace un par de noches? –pregunt� Silvia––. �Siendo Nochevieja y todo?
––A lo mejor por ser Nochevieja, patito. Uno es as� de complicado. Vamos a ver, antes de que empiecen a mirarnos raro. Cada uno a su esquina. El s�bado por la tarde, Lib�lula, te quiero aqu�.
––�Otra vez? �Pero si no voy a poder sacar fotos!
––De un chapero con una barra de hierro en el culo, claro que no.
––�Con una barra en…? �Qu� horror, por Dios!
––Pero el s�bado ya habr�n levantado el cad�ver, y aunque no podamos entrar en el piso, y sabemos que normalmente somos capaces de hacerlo, el piso de arriba o el de abajo deben tener la misma distribuci�n. A ver si te dejan hacer unas cuantas placas y las colamos como escenario del crimen.
––�Con maquillaje o a pelo? –pregunt� el fot�grafo.
––Seg�n c�mo te dejen. Mira a ver c�mo andan las cuentas del Ogro. Si la gente tiende la mano y traga, con maquillaje. Si no, la habitaci�n tal cual, no vaya a ser que encima se molesten si les deshaces la cama. �Silvia?
––�S�?
––Ven con �l. Eres m�s mona que yo, te habr�n visto por las mirillas con la carita de susto. Interroga a los vecinos, s� t� misma, encand�lalos. Alguien tiene que haber visto u o�do algo, aparte de la radio a todo volumen. Un t�o saliendo a toda leche por la puerta, un coche extra�o en la calle, qu� se yo. Me da que semejante escabechina no la hace un hombre solo.
––�Y t� qu� vas a hacer?
––�Yo? –Alberto se encogi� de hombros––. Volver a casa, que ya toca. Tengo suerte de que, como es fiesta, la parienta no habr� cambiado la cerradura, aunque es capaz. Y dormir, que estoy muerto en pie.
––�No nos veremos aqu� el s�bado?
––El s�bado tengo que llevar a mis cr�os al Price. Despu�s, ya hablamos.
––�Has visto eso? –pregunt� Silvia––. Tres accidentes.
––Cinco.
––Yo he contado s�lo tres.
––Porque no te fijas lo suficiente. Cinco coches, uno contra un �rbol, ese contra una farola, otros dos de frente, y el �ltimo empotrado en la marquesina de un colmado, tres calles a la derecha.
––Pues se me han pasado dos. �No es extra�o?
––�Por qu� iba a serlo?
––�Suele haber tantos accidentes?
––Una noche como anoche, sin duda. Todos los idiotas que han salido a celebrar el fin de a�o con mucha gasolina en el dep�sito y todav�a m�s alcohol en el est�mago. Nada extra�o por esa parte. Ma�ana lo sacar�n en primera plana todos los peri�dicos.
––Pero nosotros no.
––No a menos que alguno de ellos llevara un cad�ver destripado en el maletero. Cosa que, en ese seiscientos que hemos visto antes, tendr�an que haber hecho en trocitos muy peque�os.
Llegaron por fin a la parada que m�s cerca los dejaba de su destino. Carabanchel, integrado en Madrid desde hac�a apenas un a�o, conservaba todav�a los elementos del pueblo del extrarradio que hab�a sido siempre: calles sin asfaltar donde la lluvia hab�a abierto charcos como llagas negras en el suelo, farolas que proyectaban conos de luz amarilla y sucia contra las paredes de unos edificios que dentro de poco ser�an pasto de la piqueta. Un bar abierto, como una mancha blanca contra la noche, donde alguien tocaba una guitarra y entonaba un fandango que recordaba una tierra dejada atr�s en busca de un futuro que todav�a no hab�a aclarado. No hab�a ni�os jugando en la calle, quiz� por el fr�o, la lluvia y la hora, ni mujeres de pecho generoso ofreci�ndose por treinta duros. Alberto no se extra��: la calma de las calles indicaba que la mad�n estaba cerca.
No tardaron mucho en orientarse y en seguida llegaron a la casa de autos, como tendr�an que definir al inmueble cuando redactaran el art�culo. Cuatro plantas, una zapater�a en el bajo, una fruter�a donde colgaba un cartel de “Se traspasa”. En la misma calle, al fondo, un cine de barrio anunciaba en sesi�n doble “El tigre de Chamber�” y “Los jueves milagro”.
Hab�a dos 1400B de la polic�a aparcados ante el edificio, y media docena de n�meros fumando en la puerta, con los capotes hasta las rodillas y los subfusiles al hombro. Alberto comprob� que no se hab�a equivocado: no s�lo hab�an llegado antes que el juez que tendr�a que ordenar el levantamiento del cad�ver. Tambi�n hab�an llegado antes que la Brigada de Investigaci�n Criminal.
En la otra acera, literalmente, apoyado en su Vespa amarilla y a�il, Juanito Arroyo fumaba un cigarro emboquillado sujet�ndose el codo derecho con la otra mano. La moto, nuevecita y algo estrafalaria en sus colores, le hac�a pensar siempre a Garc�a si “Lib�lula”, que era como en la redacci�n llamaban al fot�grafo por no llamarlo directamente “Maripos�n”, se sent�a al ir montado en ella como Gregory Peck o como Audrey Hepburn.
––Hombre, Alberto, por fin. Menos mal que has llegado, ya se me estaba empezando a congelar el culete, hijo.
––No te puedes imaginar lo que cuesta encontrar un taxi un d�a como hoy, Juanito. Lo normal. Tambi�n el gremio tiene que descansar –respondi� Garc�a, y antes de que Silvia tuviera tiempo de abrir la boca, se apresur� a a�adir––. Te presento a Silvia Vel�zquez. El Ogro me la ha encasquetado para que le ense�e el oficio. Silvia, �ste es Juanito Arroyo, nuestro Robert Capa de andar por casa.
El fot�grafo mir� a Silvia de arriba a abajo, midi�ndola pero no como la hab�a medido un rato antes el propio Alberto. Lib�lula calibr� el peinado, el maquillaje, el abrigo y los zapatos. La sonrisa de oreja a oreja demostr� en seguida que hab�a pasado el escrutinio con buena nota.
––Encantado –dijo, y no se cort� un pelo y estamp� con naturalidad dos besos en las mejillas heladas de Silvia––. Te he le�do alguna cosa. S�bado Gr�fico, �verdad? Aquel reportaje sobre Balenciaga. Di-vi-no. �De verdad que lo conociste en Par�s? Oh, la, la, qu� envidia, qu� envidia…
––No te imaginaba yo leyendo art�culos que no fueran de artistas de cine o de muertos –se burl� Garc�a.
––Eso es porque no tienes sensibilidad ninguna, Albertito. Como esos cuatro hijos de su madre de all� al fondo.
––�Los polis?
––Esos. Que les ha dado por no dejarme pasar. As� no hay quien trabaje ni nada. Y se me est� haciendo tarde y mi madre estar� ya preparando la cena…
––Hoy se cenan las sobras de anoche, no me seas llor�n. No le va a costar ning�n trabajo a la buena de do�a Pura, si adem�s te mima demasiado. Ah, ah� est�n ya Ceballos y el s�ptimo de caballer�a ligera.
Un coche negro aparc� levantando una ola de agua negra de un charco y dos polic�as de paisano bajaron casi al un�sono, cada uno por una puerta delantera. Vestidos de oscuro, de constituci�n similar, podr�an haber parecido hermanos gemelos si no fuera porque uno era calvo y el otro no, y porque el calvo le sacaba dos palmos de altura a su compa�ero. Se mov�an con gestos milim�tricos, las manos sueltas a los lados de la americana, como si esperaran tener que sacar en cualquier momento una pistola. Uno de ellos se volvi� a inspeccionar los alrededores y en seguida reconoci� a Garc�a.
––Hombre, Alberto, si est�s aqu� y todo –dijo, forzando una sonrisa de tibur�n que ampliaba la separaci�n de sus dientes caballunos. Pese a su poca altura, ten�a aspecto de hombre duro, y lo era.
––Pues no ser� gracias a ti, Ceballos.
––Te he llamado a casa, hombre. Tu mujer me contest� con cajas destempladas. Imagino que ni has aparecido por all� desde hace un par de d�as, �no? Qu� cr�pula eres. En Nochevieja, y de picos pardos. Ya me gustar�a a m� ser como t�… ––ri�. Alberto se volvi� inc�modo y detect� la expresi�n de sorpresa en los ojos de Silvia y la mueca de resignaci�n de Juanito Arroyo, que conoc�a al dedillo sus fechor�as privadas––. Me supuse que en la redacci�n de tu peri�dico no habr�a nadie –dijo el polic�a, dando el asunto por zanjado.
––Pues lo hab�a. Menos mal que el jefe tiene pinchada vuestra emisora.
––Hoy por ti, ma�ana por m�. Vamos a entrar, �vienes?
––Vamos. Pero tus hombres no dejan entrar a mi fot�grafo.
Luis Ceballos chasque� la lengua y mir� a Arroyo desde su metro sesenta de altura. Se empin� imperceptiblemente, y su lenguaje corporal dej� claro, para Silvia, que se consideraba m�s que capacitado para derribar al fot�grafo de una bofetada. S�lo le faltaba una excusa. O las ganas.
––�rdenes de la jefatura, Alberto –dijo el polic�a––. Aqu� el aprendiz de Campua no puede entrar. De momento, al menos, dadas las caracter�sticas del caso. No vaya a ser que al final nos resulte sospechoso.
Detr�s del teniente de la BIC, los polic�as armadas no pudieron contener la risa. Juanito Arroyo, que se supo a punto de estallar, supo tambi�n que no pod�a hacerlo y agach� la cabeza.
––No me vengas ahora con esas, Luis –insisti� Alberto Garc�a––. Que no est� el ambiente para cachondeo. Y el hombre lleva aqu� m�s de una hora pasando fr�o.
––�Y qu� quieres que yo le haga? Ellos mandan y yo obedezco. Lib�lula, lo siento. No hay tu t�a. All� arriba han apiolado a un maric�n, y seg�n el informe es algo desagradable. Nosotros vamos a verlo ahora. Por lo que dicen, debe tratarse de un asunto de celos. Me juego el cuello si encima te llevo a verlo.
––Si nos quieres acompa�ar, podemos llevarte al cuartelillo a declarar –apunt� el compa�ero de Ceballos, Ormaeche, el calvo––. Ya sabes, por si nos puedes informar de algo que no sepamos, t� que eres un experto.
Las carcajadas de los polic�as resonaron burlonas en la calle desierta.
––�Y si seguimos la conversaci�n dentro? –pregunt� Silvia, arrebujada en su abrigo. En la oscuridad del portal, sus ojos verdes ard�an como dos llamas––. Aqu� hace demasiado fr�o y est� empezando a lloviznar.
Por tercera vez en la misma noche, y aunque estaba acostumbrada a que la miraran, Silvia Vel�zquez sinti� como la analizaban de los pies a la cabeza. No le result� dif�cil comprender que el examen que el polic�a estaba haciendo de su vestimenta difer�a en todo del que hab�a hecho unos minutos antes el fot�grafo. M�s que buscarle las formas por debajo del abrigo, Ceballos la hab�a desnudado con la mirada y los efectos de su imaginaci�n se hab�an reflejado, por un instante, en aquellos ojos que durante el d�a observaban el mundo desde unas gafas oscuras que ahora sin duda echaba de menos.
––Le aseguro, se�orita –dijo el teniente de la BIC cuando termin� de pasearse por su cuerpo––, que no va a encontrarse un espect�culo apropiado para una dama. Si quiere, puede esperar en el coche patrulla y le dir� a uno de los n�meros que le traiga un chocolate caliente y unas galletas.
––Se lo agradezco, pero no es necesario –atin� a responder Silvia.
––No me vengas con esas a estas alturas, Luis –intervino Garc�a––. La se�orita tiene clase, vale, pero tambi�n experiencia. Ha sido corresponsal, nada menos que en Par�s. Est� curtida en estas cosas, �verdad, Silvia? Oh, no os he presentado, qu� cabeza la m�a. Silvia Velasco.
––Vel�zquez.
––Vel�zquez, eso es. El teniente Luis Ceballos. Aunque nunca aparece en los cr�ditos, pod�amos decir que es uno de los muchos colaboradores de El Caso. �Verdad, Luisito? Hoy por ti, ma�ana por m�, �no? Mira, si quieres, de acuerdo, que Juanito se quede aqu�. Y que tus hombres le traigan un caf� para que entre en calor. Es lo menos.
––�Qu�? –el fot�grafo no se pudo contener––. �Qu� me quede yo aqu�? �Pero bueno!
––T� d�jame hacer a m�. Ya hablaremos luego en la redacci�n, hombre. Ni que fuera la primera vez que hemos tenido que tirar de archivo. �Qu� me dices, Luis?
––De acuerdo –Ceballos accedi� a rega�adientes; de pronto, su fachada de protector de la ley y el orden hab�a quedado resquebrajada cuando, sin decir nada, Garc�a hab�a dejado claro que tambi�n �l ten�a sus medios de ganarse un sobresueldo––. Pero chit�n, como siempre. Y sin tocar nada, �estamos?
––Ni que nunca hubi�ramos visto a un muerto, Luis, por Dios.
––Qu� quieres que te diga, Albertito. A m� todav�a m�s de uno me da escalofr�os, y me temo que este vaya a ser uno de esos.
––�Por algo en particular?
––Porque para matar a alguien en Nochevieja tienes que estar muy cocido o ser muy hijo de la gran puta. O las dos cosas. Vamos subiendo.
El polic�a ech� a andar, seguido de su compa�ero calvo. Alberto Garc�a se volvi� hacia Silvia y, con un susurro casi paternal, le indic� que lo siguiera.
El crimen hab�a tenido lugar en el segundo piso. Hab�a una puerta abierta en el rellano, de par en par, sin signos de fuerza. Un polic�a armada la custodiaba, como si fuera a esperar que los vecinos de las otras tres puertas fueran a entrar a llevarse a saco las joyas o el contenido de la despensa. El silencio era innatural, aunque Garc�a no tuvo ninguna duda de que los vecinos estaban asomados a las mirillas, al quite de todo. Se detuvo y se dio la vuelta, como inspeccionando el rellano. En realidad, lo que quer�a es que vieran bien su cara para cuando tuviera que regresar, sin polic�as de por medio, para hacer preguntas.
––�Qui�n os ha dado el chivatazo, Ceballos? �Los vecinos?
––El casero. Al parecer la radio estaba sonando a toda leche desde hac�a horas. Dice que era lo corriente, y que buenas trifulcas hab�a habido ya con los vecinos. Pero si un d�a normal ya es una lata tener a un mel�mano en la casa, imagina despu�s de la sobredosis de an�s y polvorones. Viendo que la m�sica no paraba y eran m�s de las dos de la tarde, imagino que la hora en que los dem�s vecinos despertaron de sus propias borracheras, uno de ellos vino a aporrear la puerta.
––Para empezar el a�o en paz y armon�a.
––Cuando a uno le tocan los cojones, se los tocan, Albertito. Pero la puerta estaba entreabierta, y cuando entr� dispuesto a arrancar los cables de la puta radio, se encontr� el cad�ver. As� empez� su a�o.
––Y lo termin� el otro. �Sab�is qui�n es?
––Morales lo est� investigando abajo, con el casero y los vecinos. Un chapero, �qui�n quieres que sea?
La �nica habitaci�n era a la vez comedor, cocina y dormitorio; hab�a un cuartito de ba�o com�n para todos los vecinos en el pasillo, ya lo hab�an visto. La cocina apenas ocupaba una repisa en un rinc�n. La cama era grande, con el cabecero de hierro forjado. Debi� ser una buena cama en tiempos, pero ahora estaba vieja, oxidada, demasiado aparatosa para aquel cuartucho. Hab�a un bulto sobre ella.
Alberto y los dos polic�as intercambiaron una mirada de disgusto. Los tres reconocieron inmediatamente el olor dulz�n. Ormaeche encendi� la luz. Y entonces lo vieron. Silvia, detr�s de los tres hombres, intent� pasar. Pero Alberto no la dej�.
––Juanito ha hecho bien en no subir –murmur�.
––�Por qu�?
––Porque no nos iban a dejar publicar las fotos de todas formas.
Sabiendo que tarde o temprano iba a tener que ceder, Alberto se hizo a un lado y Silvia, temerosa, lo adelant�.
Sobre la cama deshecha, en medio de un charco oscuro, hab�a tendido un muchacho, boca abajo, desnudo. Su postura indicaba claramente que no dorm�a, aunque ya descansaba. Ten�a el cuerpo torcido, paralizado en la muerte, ese �ltimo rictus que Alberto hab�a visto tantas veces, en el frente ruso, cuando los camaradas ca�an para no levantarse nunca y quedaban desmadejados sobre la nieve, como desmadejado estaba ahora el muchacho sobre unas s�banas que su desangramiento hab�a te�ido de ese mismo rojo oscuro que mancha a veces los costados de los toros en el ruedo. Y un toro parec�a, en efecto, pese al tono azulado de su piel fr�a, pues en su espalda sobresal�a un hierro, un arp�n oscuro y torvo que lo empalaba al colch�n. Silvia dio un paso a la izquierda, incapaz de respirar y sofocada por el aroma dulz�n que identificaba s�lo ahora, y el cambio de perspectiva le permiti� ver las mu�ecas atadas con alambre, en carne viva, la cabeza abierta del muchacho con el cr�neo levantado que se desparramaba gris, salpicando el suelo y las paredes, y tambi�n comprender que aquella barra de hierro no atravesaba al cad�ver por la espalda precisamente, sino m�s abajo.
––“El interfecto presentaba una herida inciso-contusa en el cr�neo y un arponazo post-mortem en el orto” –murmur� Alberto Garc�a, dando voz al art�culo que ya ten�a en la cabeza.
––�El “orto”? –pregunt� Ormaeche.
––Tienes que leer m�s, Diego, que luego no te enteras. Si no puedo poner que le han taladrado el culo con una barra de hierro, tengo que recurrir a palabras m�s cultas. �T� sabes lo que es un “interfecto”? Pues el mismo caso. Las cosas de la censura –se volvi� hacia Silvia––. Si vas a vomitar, hazlo fuera, patito. Aqu� la polic�a se molesta siempre porque dicen que se lo echamos todo a perder.
Silvia asinti�. Estaba tan p�lida como el muerto. Sali� al pasillo, tom� aire unas cuantas veces, combati� la n�usea como pudo, ante la mirada condescendiente del polic�a de uniforme que controlaba la puerta. Durante un segundo, tuvo la certeza de que iba a vomitarle en las botas. Superado el ataque de p�nico, entr� de nuevo en la habitaci�n.
Los tres hombres fumaban, aprovechando el humo para encubrir sus muecas de repugnancia y sofocando en tabaco el olor de la muerte. Para no tocar nada, los tres se hab�an metido las manos en los bolsillos. Ceballos, impaciente, sac� la izquierda y mir� el reloj contrachapado.
––As� cualquiera, leches. As� cualquiera. A saber a qu� hora se colar� el se�or magistrado para proceder al levantamiento del cad�ver. Ormaeche, llama otra vez a la comisar�a. Diles que vayan despertando a los gandules de las huellas, que si no cuando lleguen vamos a necesitar mascarilla. Y ya tarda en llegar ese fot�grafo.
––Tengo uno abajo, por si te hace falta –se burl� Garc�a.
––Ya tenemos bastante con un maric�n muerto –escupi� el teniente––. No vaya a ser que le d� por desmayarse o a echar hasta la primera papilla tambi�n a �l.
––Si se refiere a m�, todav�a no he vomitado –dijo Silvia, desde la puerta––. Ni voy a hacerlo.
Los dos polic�as se volvieron a mirarla. Alberto Garc�a sigui� fumando.
––Veo que los cojones de tu equipo est�n al rev�s, Albertito –dijo Ceballos––. Aqu� la rubita no tendr� experiencia, pero le echa valor.
––�Pueden hacer ya una composici�n de lugar? –quiso saber Silvia, sin darse cuenta de que por alg�n motivo Garc�a no preguntaba nada––. �Saben qu� ha pasado aqu�?
––Un espect�culo asqueroso, se�orita, ya lo est� viendo –dijo Ceballos––. Una ri�a de maricones, lo m�s probable. Cuestiones de celos. O de dinero. O las dos cosas. Un asunto s�rdido. As� se las gasta esta gente.
––O sea, no es un crimen pasional.
––Bueno… depende de c�mo lo quiera usted ver, se�orita. No ha sido cuesti�n de un cachiporrazo y a correr, eso est� claro: ah� tiene al pobre chapero, con la cabeza abierta, una barra de hierro en el orto, que supongo que querr� decir el mism�simo culo, y encima atado con alambre. O estaban jugando a hacerse da�o y se les fue la mano, o es un ajuste de cuentas.
––Est� tambi�n la silla.
Los tres hombres se volvieron hacia Silvia.
––Aqu� estuvo sentado alguien.
Ormaeche sonri� y sali� de la habitaci�n a llamar por tel�fono, como le hab�a ordenado su compa�ero. Ceballos cruz� una mirada con Garc�a, pero Alberto simplemente se encogi� de hombros.
––Muy perspicaz, muchacha. Parece que nuestro desdichado “interfecto”, que eso s� me lo s�, significa “la v�ctima”, �no, Alberto? Parece que nuestro desdichado interfecto estuvo atado en esta silla antes de que lo apiolaran. Se nota en las marcas que hay en el respaldo, hechas posiblemente con el mismo alambre que us� el asesino para luego atarlo a la cama, antes de abrirle la cabeza y taparle el agujero.
Silvia, no muy convencida del todo, se�al� las peque�as baldosas del suelo. Dos de ellas estaban rotas, y hab�a un imperceptible reguero de cer�mica junto a las patas de la silla.
––El que estuvo aqu� sentado se debati� a base de bien.
––Lo torturaron. Ya lo he dicho. Por eso pienso que el m�vil no fue s�lo cuesti�n de celos, sino de dinero.
Silvia asinti�, como si la explicaci�n del polic�a fuera m�s que suficiente y su curiosidad estuviera satisfecha. Sin embargo, volvi� a la carga:
––La silla est� mirando hacia la cama. Si el chaval estaba atado all�, �por qu� esa orientaci�n? �Qu� hab�a en la cama que obligaron a ver a la persona que estaba aqu� atada?
––-No hab�a nada ––neg� Ceballos, obstinado––. Eso es evidente. El asesino at� al muchacho a la silla y le dio de hostias, mientras el sonido de la radio apagaba los gritos y los golpes, o qu� se yo. Luego, cuando consigui� arrancarle la confesi�n que buscaba, d�nde est� la pasta, o los herretes de Juanita Reina, o lo que fuera, lo arrastr� hasta la cama, lo at� al cabecero, y le revent� el cr�neo. El que la silla estuviera en esa posici�n es una puta casualidad. No se pase de lista y quiera hacer mi trabajo, que yo no les digo a ustedes lo que tienen que escribir.
––Venga, Luis –intervino Garc�a, conciliador––. La chica s�lo quiere ayudar. Es primeriza.
––Pues que no enrede. Ea, se acab� lo que se daba. Id saliendo de aqu� que est� a punto de llegar el juez y no quiero que luego me eche la bronca.
––Me mantendr�s informado, �no?
––Ya veremos. Venga, arreando.
Alberto y Silvia bajaron las escaleras y llegaron a la calle justo a tiempo de ver c�mo un hombre de abrigo oscuro y cara de malas pulgas, acompa�ado por un secretario peque�o y presuroso, bajaba de un coche de importaci�n. El juez de guardia y su secretario.
Juanito Arroyo segu�a esper�ndolos junto a la Vespa, alejado de los guardias que, de todas formas, le hab�an tra�do un caf� como acto de contrici�n. Los tres periodistas se reunieron y, al volverse a mirar la casa, Alberto se vio obligado a adoptar el papel que menos le gustaba, el de jefe del escuadr�n de la muerte.
––Nunca, patito, nunca le digas a uno de la pasma c�mo tiene que hacer su trabajo –dijo, severo, y Silvia no pudo sino bajar la cabeza––. �Crees que Ceballos es tonto? �Qu� ha llegado a teniente de la Brigada de Investigaci�n Criminal porque no se da cuenta de los detalles? La cosa es mucho m�s s�rdida y m�s complicada de lo que quiere admitir, al menos ante nosotros, que somos a fin de cuentas unos mindundis a los que desprecia, aunque saque tajada del fondo de reptiles al rev�s que tenemos montado. Claro que ah� ha pasado algo raro. Y claro que han torturado a ese chaval delante de alguien. Es lo primero que vi, antes que el cad�ver: la silla y los ara�azos.
––Yo… ––Silvia titube�––. Lo siento.
––Da lo mismo. A fin de mes, Ceballos volver� a ser un tipo encantador y nos informar� de todo lujo de detalles.
––�A fin de mes? �Vamos a esperar tanto?
––Claro que no. Mira, ya empiezan a llegar los t�cnicos –Alberto se�al� otros dos coches que llegaban a la escena––. Se pasar�n lo menos un d�a buscando huellas y removiendo Roma con Santiago. Y entrevistando a los vecinos, a los curiosos, a los que buscan notoriedad y a todos los chaperos que tengan la mala suerte de vivir por aqu� cerca.
––Precintar�n la vivienda, �no? Como de costumbre –pregunt� Juanito Arroyo, quit�ndole el calzo a la Vespa. Se le hac�a tarde y estaba congelado.
––Aqu� no tenemos nada que hacer, por el momento –confirm� Alberto––. Hasta el s�bado por la tarde, como poco, la mad�n estar� al quite de qui�n entra y qui�n sale. Luego el caso, si no se resuelve en un plispl�s, ir� al fondo de otros casos. No creo que Ceballos lo resuelva tan r�pido: no es su estilo, y menos con las fechas de por medio. Lo cual me recuerda… ––Alberto se frot� los ojos––. Joder, alg�n d�a tendr� que aprender a no perderme de camino a casa.
––�Es verdad lo que dijo ese polic�a, que no has aparecido por all� desde hace un par de noches? –pregunt� Silvia––. �Siendo Nochevieja y todo?
––A lo mejor por ser Nochevieja, patito. Uno es as� de complicado. Vamos a ver, antes de que empiecen a mirarnos raro. Cada uno a su esquina. El s�bado por la tarde, Lib�lula, te quiero aqu�.
––�Otra vez? �Pero si no voy a poder sacar fotos!
––De un chapero con una barra de hierro en el culo, claro que no.
––�Con una barra en…? �Qu� horror, por Dios!
––Pero el s�bado ya habr�n levantado el cad�ver, y aunque no podamos entrar en el piso, y sabemos que normalmente somos capaces de hacerlo, el piso de arriba o el de abajo deben tener la misma distribuci�n. A ver si te dejan hacer unas cuantas placas y las colamos como escenario del crimen.
––�Con maquillaje o a pelo? –pregunt� el fot�grafo.
––Seg�n c�mo te dejen. Mira a ver c�mo andan las cuentas del Ogro. Si la gente tiende la mano y traga, con maquillaje. Si no, la habitaci�n tal cual, no vaya a ser que encima se molesten si les deshaces la cama. �Silvia?
––�S�?
––Ven con �l. Eres m�s mona que yo, te habr�n visto por las mirillas con la carita de susto. Interroga a los vecinos, s� t� misma, encand�lalos. Alguien tiene que haber visto u o�do algo, aparte de la radio a todo volumen. Un t�o saliendo a toda leche por la puerta, un coche extra�o en la calle, qu� se yo. Me da que semejante escabechina no la hace un hombre solo.
––�Y t� qu� vas a hacer?
––�Yo? –Alberto se encogi� de hombros––. Volver a casa, que ya toca. Tengo suerte de que, como es fiesta, la parienta no habr� cambiado la cerradura, aunque es capaz. Y dormir, que estoy muerto en pie.
––�No nos veremos aqu� el s�bado?
––El s�bado tengo que llevar a mis cr�os al Price. Despu�s, ya hablamos.
Published on March 09, 2016 03:06
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