EN ROJO AYER (1). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera

(Esta historia es un pecio, una historia abandonada, inacabada. A cuatro manos, noir costumbrista. La empezamos hace muchos a�os. La abandonamos hace muchos a�os tambi�n. Hoy hemos visto que se anuncia una serie de televisi�n que se parece mucho a lo que aqu� escribimos en casi cien p�ginas. Y de pronto se me ha apetecido, con el permiso de Juan Miguel, el otro padre de la criatura, compartirla)








Cuando Higinio el conserje abri� la puerta de la redacci�n, ya supo que hab�a alguien dentro. El hecho de dar las dos vueltas a la llave cada ma�ana era para �l, mutilado de guerra, el equivalente a izar una bandera imaginaria al toque de diana. Pero hoy, precisamente, no esperaba a nadie. Por la hora y por el d�a. Lloviznaba en Madrid, una lluvia fr�a y lenta que a poco que descendiera la temperatura se convertir�a en nieve, y la gran ciudad dorm�a a�n la fiesta de principio del nuevo a�o. Por eso, era pronto todav�a para que la redacci�n empezara a llenarse de hombres de rostro enrojecido por el co�ac y el fr�o dispuestos a contar en el turno de guardia haza�as sobre la despedida de 1958 y hacer apuestas sobre el partido de f�tbol del pr�ximo domingo.





Ol�a a tabaco, como de costumbre, esa costra de humo que se pegaba a las m�quinas de escribir y los papeles acumulados sin ton ni son por la media docena de mesas de caoba que compon�an el espacio de la redacci�n, un viejo edificio reconvertido, perdido entre el laberinto de las calles del centro y que lo mismo pod�a parecer, desde fuera, una cl�nica veterinaria que un dentista. El viejo cartel de hierro y ne�n apagado, sin embargo, se encargaba de anunciar que entre aquellas cuatro paredes se arrojaba luz sobre la sangre que manchaba a Espa�a. Desde la ventana abierta de su cuartito de recepci�n, Higinio pod�a ver las dos �ltimas letras invertidas, sujetas con alambre al hierro forjado: “OS”. De noche, antes de cerrar, antes de que el cartel se iluminara, las farolas de la calle proyectaban sobre la pared de enfrente la sombra ya derecha del nombre del semanario: EL CASO.





Renqueando, Higinio encendi� la luz, se quit� el gab�n y la bufanda, se sopl� las manos, y fue a colgar la ropa de la percha cuando vio en el suelo un abrigo sin due�o. Suspir�. Recogi� la prenda y la olisque�, captando de inmediato aquel aroma de tabaco negro y colonia Var�n Dandy mezclado con otros olores de alcohol y otros perfumes que escapaban a su entendimiento. Con el abrigo en la mano, cruz� la estrecha redacci�n en forma de ele y all� lo vio, desparramado contra la mesa, el pelo revuelto y entrecano. Podr�a haber estado muerto como podr�a haber estado borracho. A lo mejor estaba las dos cosas, sin saberlo, o sin que le importara a nadie. Alberto Garc�a, de profesi�n periodista, un sabueso de sucesos que a lo largo de su carrera se hab�a ganado el respeto de los compa�eros y la polic�a, pero que parec�a haberse perdido hac�a tiempo el respeto a s� mismo.





Higinio ech� un vistazo alrededor. Sobre la mesa de Garc�a, dos vasos vac�os, un pu�ado de colillas en el cenicero. Tabaco negro, Bisonte, el que fumaba Garc�a. Y otros cigarrillos m�s finos, rubio emboquillado, con marcas de carm�n y a medio consumir. Meneando la cabeza, el conserje retir� uno de los vasos, vaci� el cenicero, advirti� entonces en el suelo, junto a la botella vac�a de Fundador, una media de seda que hab�a quedado desgarrada y rota, estropeada para siempre por las prisas o las bromas. Se agach� con esfuerzo, la hizo una pelota en el pu�o y se la guard� en el bolsillo, reprimiendo por un momento la necesidad casi vergonzosa de llevarse la media a la nariz para olerla.





Entonces, tras comprobar que la calefacci�n estaba en su punto justo, procedi� a despertar al hombre dormido.





––�Don Alberto! �Don Alberto! �Ha dormido usted aqu�, hombre de Dios? �Despierte!





El hombre dormido agit� una mano, un gesto in�til que lo mismo pretend�a apagar un imaginario despertador que coger de nuevo el vaso vac�o. No abri� los ojos. Con paciencia infinita, el conserje lo zamarre�.





––�Don Alberto! �Que son las cuatro y media de la tarde ya, por Dios! �Que Don Eugenio debe estar al caer y como lo pille de esta guisa le va a echar una bronca! �Que lo puede poner de patitas en la calle y tiene usted una familia que alimentar, carallu!





Alberto Garc�a chasque� la lengua, se movi� despacio, como a c�mara lenta, y poco a poco levant� la cabeza. Alz� una ceja, abri� un ojo. Lo volvi� a cerrar antes de frotarse las sienes y tratar de abrirlo de nuevo. Lo consigui� esta vez. Primero el ojo izquierdo. Luego el ojo derecho. Ojos claros, azules, rodeados de venillas rojas. Todav�a bizqueaban un poco.





––�Mmm….? �D�nde estoy?





––�D�nde va a estar, hombre de Dios? En casa.





Alberto gir� la cabeza a un lado y a otro, como un perro de caza que rastrea una presa que se ha perdido.





––�En casa?





––En la redacci�n. En el semanario. O sea, en casa, �no? Porque mira que hay que tener poqu�sima verg�enza para pasar aqu� la noche de fin de a�o. Su pobre mujer es una santa. No s� c�mo se lo consiente.





Alberto trat� de controlar, sin mucho efecto, el temblor de manos que lo sacudi� de pronto. Lo achac� al fr�o de enero. Encendi� un cigarrillo para calmar el tembleque y el cosquilleo del humo en la nariz le supo a gloria.





––Hablas como si no estuvieras casado, Higinio.





––Casado y con familia numerosa, don Alberto. Como usted, casi. �Pero qu� hace aqu� a estas horas? Todav�a no ha llegado nadie.





Alberto se levant�, termin� de atarse el cord�n de un zapato, se alis� el nudo de la corbata. Con tristeza, comprob� que la botella de co�ac estaba vac�a.





––Ojal� me acordara, Higinio. Ojal� me acordara.





––Pues si no se acuerda, de verdad que no s� si le compensa todo el ajetreo.





El periodista se encogi� de hombros, recogi� la chaqueta del respaldo de la silla, se la puso, y tratando de no perder el equilibrio se dirigi� al peque�o cuarto de ba�o. Choc� una vez contra la pared, y estuvo a punto de hacer caer al suelo una de las primeras planas enmarcadas del semanario, aquella que hab�a conseguido vender m�s de medio mill�n de ejemplares el a�o pasado. Dios tendr�a que tener un rinconcito en el cielo para gente como Jarabo.





Orin� con ganas, un chorro denso y amarillo que espume� al chocar contra el blanco inmaculado y fr�o de la taza. Se volvi� hacia el lavabo y se enjuag� la boca, escupi�, volvi� a enjuagarse. Mir�ndose en el espejo s�lo lo necesario, se moj� luego la cara y el pelo, las mu�ecas, sin importarle si se salpicaba o no las mangas de la chaqueta. Tendr�a que pasar sin afeitarse. Con un pa�uelo h�medo, se quit� las manchas de carm�n del cuello de la camisa. No es que importara demasiado.





Cuando regres� a la redacci�n, el olor del caf� caliente se le col� por la nariz y estuvo a punto de hacerlo vomitar. Se contuvo. Higinio, taza en mano, se le acerc�. Le tendi� el caf� que le empa�aba las gafas de alambre.





––Solo, sin az�car, con una pizqui�a de orujo, como a usted le gusta, don Alberto.





––Como necesito, m�s bien –murmur� el periodista. Bebi� el caf� de dos tragos, sintiendo que le escaldaba la garganta y el es�fago. El efecto fue instant�neo. Una nueva energ�a le corri� por todo el cuerpo y su mente se despej�. Un par de aspirinas tragadas en seco terminaron de hacer el av�o. El temblor de manos desapareci�, el cansancio se borr� de sus p�rpados y en cuesti�n de cinco minutos nadie podr�a haber dicho que un rato antes estaba durmiendo la mona apoyado en la dura mesa donde repart�a sus apuntes y sus libretas.





––�Le importa a usted que vaya poniendo la radio, don Alberto?





Alberto Garc�a se encogi� de hombros.





––Mientras no est� hablando Bobby Deglan�, me da igual. Ahora mismo no soportar�a ni dos minutos del Carrusel Deportivo.





––No s� de qu� se queja, don Alberto. Si este a�o otra vez tiene el Madrid la liga en el bolsillo. Adem�s, hoy es jueves.





––Ya veremos. Yo soy colchonero de toda la vida...





––Y yo del Celta, no te jode. Pero el Madrid es el Madrid, el equipo del General�simo, y eso va a misa, don Alberto.





––Para misas estoy yo ahora. Anda, pon esa radio y tr�eme otro caf�, �quieres? Sin orujo esta vez, por favor.





––Acabar� usted bebiendo zarzaparrilla, don Alberto.





––O agua de Caraba�as.





El conserje, convencido de haber hecho la buena acci�n del d�a, se dio media vuelta y, siempre cojeando por aquella vieja herida de Belchite que se le hab�a llevado el pie, encendi� la radio y subi� las persianas. Con paciencia, fue retirando los ceniceros de las mesas y, aunque no se atrevi� a mucho m�s, orden� unos cuantos folios. Prepar� un segundo caf� cargado y sonri� cuando escuch� el tableteo de la Hispano Olivetti M40 de Alberto Garc�a compitiendo con los boleros y rancheras de la radio.


A las seis en punto, como siempre, el parte.





–– El general Batista ha llegado esta ma�ana al aeropuerto de Ciudad Trujillo, huyendo de la Habana ante el avance imparable de “los barbudos” del comandante Fidel Castro –enton� el locutor, el sustituto de Mat�as Prats, la voz de voces––. Fuentes dignas de todo cr�dito afirman que don Fulgencio Batista convoc� a los altos oficiales del Estado Mayor, con los que se reuni� en Campo Columbia antes de abandonar el pa�s. El presidente, seg�n estas fuentes, asegur� que dejaba la defensa de la capital cubana al general Cantillo porque no deseaba un in�til derramamiento de sangre…





––Sobre todo de la suya propia –coment� una voz, con sorna––. Este va a correr m�s que los italianos en Guadalajara.





La m�quina de escribir se detuvo, Higinio dej� de servir la taza de caf�. En la puerta de la redacci�n, de punta en blanco, con un abrigo de astrac�n y una bufanda larga y un sombrero de fieltro a juego, Eugenio Su�rez se detuvo el tiempo suficiente para comprobar que todo estaba en su sitio, tal como lo hab�a dejado veintiocho horas antes.





––Ah –pareci� sorprenderse al encontrarse a Garc�a––. �Ya est�s t� aqu�, Alberto?





––Estoy sustituyendo a Perales. Quiso aprovechar el puente para irse al pueblo. No s� qu� de una herencia familiar que lo tiene a maltraer con unos primos. Lo mismo tenemos suerte y se encuentra un fiambre. La gente de los pueblos es muy bruta, ya lo sabes, jefe. Estacazo y cuchillada que te cri� por un qu�tame all� estos regad�os. Igualito que en la capital, �eh? Donde est� un buen ni�o bien…





––�Todav�a escocido por lo de Jarabo, Alberto? –Eugenio Su�rez se quit� los guantes con un gesto entre marcial y brit�nico––. Estabas en otro sitio y no te toc�. Ya habr� m�s muertos y m�s asesinos.





––Mientras s�lo podamos meter uno por n�mero…





El director del semanario entr� en su despacho. No se molest� en quitarse el abrigo. Se fue derecho al teletipo y le ech� una ojeada. Arranc� una p�gina.





––�Desde cu�ndo las imposiciones de la censura han sido un obst�culo para nosotros?





––�Desde que estuvieron a punto de meternos un puro porque el censor de turno no sab�a lo que significaba “occiso” ni “interfecto”?





––Nadie nace sabiendo, Alberto. Menos que nadie, nosotros. Anda que no hemos pegado tiros.





––Y nos los han pegado. A m� m�s que a ti. Pu�eteros rusos. Escucha, jefe, s� que todos se parten el culo por el juicio de Jarabo. Me gustar�a cubrirlo a m�.





––Lo lleva Rubio, ya lo sabes.





––Yo lo har� mejor. Joder, si hasta conoc� al tipo. Igual que t�.





––Compartimos colegio, nada m�s.





––Y alguna vez nos bebimos juntos la barra entera de Chicote. Venga, jefe, �qu� m�s te da?





––�Pero de verdad que t� te ves all� sentado, escuchando a los abogados aburrir a las moscas y al c�nico de Jos� Mar�a Jarabo preocupado por cu�l es su mejor perfil, si el derecho o el izquierdo? T� eres un periodista de otra raza, Alberto. O lo fuiste, al menos.





La acusaci�n qued� impl�cita en el aire. Garc�a se lami� los labios, mir� al suelo. Supo que el dulce del juicio al asesino de alta sociedad se le iba a escapar de las manos, como se le hab�a escapado la cobertura y el descubrimiento del caso. A veces se preguntaba si no tendr�a que buscarse la vida en otro peri�dico, en otra secci�n que no fueran los sucesos. Pero con tres hijos en el mundo, era un riesgo que ya no pod�a correr. Adem�s, se hab�a hecho demasiados enemigos en Pueblo.





Eugenio Su�rez sac� un puro de una cajita, se lo meti� en la boca y se quit� el abrigo mientras repasaba r�pidamente los teletipos. No les dio importancia, pero se llev� al o�do el auricular que conectaba con la emisora de la polic�a. Escuch� atento unos instantes, garabate� unas palabras en una libreta cuadriculada y s�lo entonces encendi� el puro. Garc�a se pregunt� si ser�a verdad o no que hab�a enviado una caja de aquellos caros habanos a Jarabo por las ventas desorbitadas que gracias a sus cr�menes hab�a conseguido el semanario. De cualquier forma, con Fidel Castro entrando en las calles de la capital cubana, pocos puros iba a poder disfrutar nadie dentro de poco. La producci�n de tabaco y ron se la iban a llevar los rusos, estaba convencido, menudos eran. Los yanquis, con una revoluci�n tan cerca de casa, seguro que andaban ahora con los huevos de corbata. Igual que Jarabo, claro: nadie en toda Espa�a dudaba que sus chuler�as acabar�an con el garrote vil.





––Parece que tengo algo para ti –murmur� Su�rez, y levant� el tel�fono y marc� un n�mero. Cubri� el fonocular con la palma––. �Tienes un coche a mano? –le pregunt� a Alberto.





El reportero neg� con la cabeza.





––Mi cu�ado est� pasando el final de a�o en Navacerrada. Ya son ganas, con el fr�o que hace. No volver� hasta despu�s de reyes.





––Pues p�llate un taxi y que te den factura.





––�Qu� se cuece?





––Se pudre, m�s bien. Una muerte en Carabanchel. Una chorrada sin importancia, me imagino: una pelea entre maricones.





Alberto torci� el gesto.





––�Y me tiene que tocar a m�?





––Eso te pasa por llegar el primero a la redacci�n –hizo un gesto con la mano y descubri� el tel�fono––. �S�? Juanito, soy el Ogro. Ve preparando la c�mara. S�, ni en fiestas la gente descansa. S�, ya s� que t� estar�s cansado. Yo tambi�n, a ver si te crees que he recibido el a�o bebiendo refrescos de naranja. No, no tengo a nadie m�s a mano. S�, te contar� como horas extras. Venga, si adem�s lo tienes a dos pasos. Te env�o a Garc�a. No, no hab�a otro. Todo el mundo est� durmiendo la mona. Adem�s, no ir� solo. Apunta la direcci�n. �Tienes l�piz a mano? Pues b�scalo, no me hagas perder m�s tiempo.





––�No ir� solo? –pregunt� Alberto, anotando al mismo tiempo la direcci�n que Eugenio Su�rez daba a su interlocutor, Juanito Arroyo, el fot�grafo a quien todos apodaban “Lib�lula”. Si era un crimen entre sarasas, enviar a un fot�grafo que perd�a aceite pod�a ser un gesto de crueldad, o una jugada maestra––. �Vas a venir conmigo, jefe?





––�Con lo que tengo que hacer aqu�? No, tengo que devolverle un favor a un amigo bien situado.





––�Cu�l de tus amigos no lo est�, Eugenio?





––Estudia en la universidad, te encantar� el papel de mentor.





––�Un estudiante? �Vas a convertirme en recogedor de v�mitos de un estudiante? �Joder, Eugenio, si lo s� me quedo en casa!





––Mentiroso. Cualquiera sabe d�nde te tomaste las uvas anoche. No, no es un estudiante.





––�No?





––No. Es una estudiante. Una chica.





––No me jodas.





––M�s quisieras. Tranquilo, me han dicho que es una chica lista. No te dar� mucha guerra.





––�Y si me la da?





––Entonces tienes permiso para estrangularla. Te juro que entonces te saco en primera plana.





––�Me enviar�s habanos a la c�rcel, como a Jarabo?





––S�lo si me prometes que te los vas a fumar y no hacer guarradas.










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Published on March 08, 2016 02:58
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Rafael Marín Trechera
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