EN ROJO AYER (2). En colaboraci�n con Juan Miguel Aguilera









Hab�a dudado qu� vestido ponerse. Como Cenicienta, escap� pronto de la fiesta de la noche anterior, aunque no al filo de la medianoche, sino algo m�s tarde, justo en el momento en que el alcohol y la madrugada convert�an en hombres-lobo a los caballeros de azul. Hab�a llegado temprano a casa, agotada, hastiada, tan helada por dentro como por fuera y convencida una vez m�s de que no hab�a tanta diferencia entre la alta sociedad que describ�a en sus columnas y ese otro mundo negro y miserable que la atra�a como una llama encendida. Recordaba otros momentos, a�os atr�s, cuando apenas era una ni�a reci�n puesta de largo, en que no era extra�o que las copas de los c�cteles se estrellaran contra los rostros y la educaci�n saltara hecha trizas y a los insultos broncos y los ojos inyectados en sangre siguieran juramentos a la hombr�a y el honor. En una ocasi�n, un 12 de octubre, hasta una pistola cant� al aire, aunque s�lo alcanz� el techo y descalich� la verg�enza de la anfitriona, que escap� a Biarritz y no volvi� a abrir su casa de verano en Estoril a la mitad de los invitados de aquella noche. Por eso, impulsada por un sexto sentido, hall�ndose fuera de sitio aunque aquel hubiera sido su sitio desde siempre, Silvia Vel�zquez se meti� pronto en la cama, sola y sobria. Le importaba un ardite que fuera Nochevieja. Esperaba una llamada y esa llamada se produjo el d�a menos indicado, como ten�a el p�lpito. Pero no se quej� por ello. No es oficio de dormir el de sacerdote, ni el de m�dico, ni el de periodista.





Nerviosa, como en su primera cita o la primera vez que visit� Par�s, opt� por un vestido sencillo, una rebeca gruesa de lana, y se cubri� de pies a cabeza con un abrigo beige que no era ni el mejor ni el m�s caro que ten�a. No quer�a pecar de extravagante, pero tampoco le apetec�a morirse de fr�o. Se maquill� lo justo, apenas un poco de sombra de ojos que disimulara la sombra de verdad que la noche de ruido y sue�o inc�modo le hab�a marcado, y un carm�n rojo, potente, que contrastaba con lo p�lido de sus mejillas. Ech� una libreta y dos l�pices al bolso y, para no parecer ostentosa, dej� el Peugeot 203 de la familia aparcado y busc� un taxi. Todo en menos de quince minutos. Para que luego las lenguas de doble filo la llamaran a sus espaldas Escarlata O’Hara. Como si le importase.





La lluvia de la tarde hab�a remitido. Madrid iniciaba el nuevo a�o resplandeciente y limpio, y parec�a que le hab�an dado a las calles una capa de quitina o de bet�n. Apenas hab�a tr�fico, ni peatones, como si la ciudad durmiera todav�a o las sobremesas de ponche y an�s se hubieran ampliado hasta la hora en que abrieran los restaurantes y los cines. En medio de aquella pereza, resultaba extra�o pensar que alguien pudiera darle la vuelta al calendario cometiendo un crimen, pero Silvia estaba convencida de que en esos asuntos no pod�a sorprenderse ya. Se equivocaba, claro, como se equivoca todo el mundo cuando tiene veinte a�os.





Cuando se baj� del taxi, antes de recibir el cambio, advirti� la figura de un hombre alto que fumaba junto a una farola, ante la puerta de la redacci�n. Reaccion� al verla y tir� la colilla al suelo, en medio de otras tres o cuatro colillas iguales que flotaban como barquitos de papel en un charco. Eso hablaba de la impaciencia del hombre, que no hab�a querido esperarla en la redacci�n, ni en el portal siquiera. Tambi�n le alert� a Silvia de que quince minutos para arreglarse y otros tantos para llegar al punto de destino no eran algo que se le pudiera perdonar cuando hay un caso de por medio.





Silvia guard� las monedas en el bolso, le dijo al taxista que esperara un momento y se volvi� hacia el hombre. Un abrigo algo gastado, el rostro delgado y macilento de rasgos bien definidos, un bigote fino y las orejas grandes. Podr�a haber parecido un oficial del ej�rcito pero llevaba el pelo demasiado revuelto, el nudo de la corbata demasiado estrecho, el cuello de la camisa arrugado y sucio. La impresi�n que le caus� a Silvia Vel�zquez fue que el hombre hab�a dormido vestido.





––�Es usted Alberto Garc�a?





El hombre la mir� de arriba abajo, calibr�ndola. Si hubiera sido una yegua, Silvia estaba segura de que le habr�a analizado los dientes o palpado los cuartos. En otra situaci�n, en cualquier otra calle, en cualquier otro oficio, Alberto Garc�a quiz� le hubiera dicho un requiebro improcedente, reduciendo su persona y sus estudios a mera carne con la que pasar un rato. O tal vez no. Silvia Vel�zquez tuvo la impresi�n de que no era el tipo de aquel hombre. Se equivocaba tambi�n, claro. No estaba dentro de la cabeza de Garc�a, ni sab�a que Garc�a hab�a llegado al punto en la vida de todo hombre en que encuentra siempre algo atractivo en cualquier mujer, aunque no cualquier mujer se convierte inmediatamente en objeto de conquista. Alg�n miembro de la misma tribu a la que pertenec�a hab�a inventado hac�a siglos el dinero para ahorrarse ese esfuerzo.





––Eso era anoche. Ahora no estoy tan seguro. �Y usted, se�orita…?





––Silvia. Silvia Vel�zquez.





––�Aprendiz de periodista?





––Periodista ya lo soy, creo –respondi� ella, algo picada. Y no pudo evitar aclarar––: Llevo una secci�n desde hace un a�o en S�bado Gr�fico.





––La secci�n de moda y chafardeo, seguro –coment� el hombre, y Silvia not� que las mejillas empezaban a arderle––. �Y ahora quiere adentrarse en la cr�nica del crimen? No es agradable, ni�a. Cuesta trabajo tragarse el asco. �Qu� quiere una chica como usted de este mundillo? �Busca emociones? �O sue�a con escribir novelas alg�n d�a? Es m�s guapa que Agatha Christie, desde luego.





Silvia not� que todo el rostro se le volv�a de color grana. Pero ya le hab�an avisado de que no iba a ser f�cil.





––Usted, sin embargo, no llega a Clark Gable ––replic�, mirando a Garc�a de arriba abajo, como se mira a un pobre a quien sientas a la mesa en Navidad y olvidas al d�a siguiente––. Ni siquiera a Alfredo Mayo.





––No, no tengo las orejas tan grandes –ri� Garc�a, sin darse importancia ni acusar el golpe––. Y el gran Alfredo me derrib� una vez de un pu�etazo, cuando todav�a ten�a Raza subida en la cabeza. Pero no tiene que avergonzarse de ser una ni�a mona.


––Ni rica, claro.


––Eso es algo que no puedo imaginar que le pase a nadie. Le han elegido mal compa�ero, guapa. Imagino que la Landi estar� ocupada descubriendo misterios o no quiere competencia. Porque no creo que haya pedido expresamente trabajar conmigo, claro.


––He le�do muchos art�culos suyos.


––As� que fue usted –Garc�a se subi� el cuello de la chaqueta; en verdad hac�a fr�o––. No es solo mi patita, sino el hada madrina de mis hijos.


––�Su patita?


––Mi patita. De pato. De los que siguen detr�s a la primera cosa que ven moverse. As� aprenden.


––Cre� que era usted quien andaba al paso de la oca.


––Lo hice, en tiempos. Era eso o el hambre. Bien, Silvia… podemos tutearnos, �no? No soy maestro de nadie, pero desde luego no lo ser�a de la vieja escuela. �Nos ponemos en marcha?


––Cuando usted… cuando quieras. El taxi est� esperando.


Alberto Garc�a asinti�. Dio un paso hacia el veh�culo y Silvia no se sorprendi� demasiado de que no le abriera la puerta. Si era un caballero, lo dejaba para otro tipo de mujeres, no para las periodistas. Pero Garc�a ni siquiera subi� al taxi �l tampoco. Rode� el coche y se dirigi� al conductor a trav�s de la ventanilla.


––La se�orita necesitar� una factura por la carrera –le dijo––. �Es posible?


––Claro, jefe, por supuesto –respondi� el taxista, y en menos de medio minuto le entreg� un vale amarillo donde se detallaba el importe. Garc�a lo recogi�, lo mir� a la luz de la farola y se lo guard� en el bolsillo. Hizo un gesto con la cabeza al conductor y el taxista arranc� y se perdi� en la noche.


––�No vamos a ir en taxi? –pregunt� Silvia––. �Tienes coche?


––Dios me libre. Pero a un par de esquinas podemos coger un autob�s que nos dejar� cerca de nuestro destino.


––�No llegaremos demasiado tarde a… la escena?


––�Un d�a como hoy? �Cu�nto tiempo crees t� que va a tardar la mad�n en encontrar a un juez de guardia que no est� borracho y vaya a levantar el cad�ver?


––�La mad�n?


––La polic�a. En el cine los llaman la bofia. Para nosotros es la pasma o la mad�n. Si son de la secreta, la pesta��. Vamos, el autob�s espera. Yo invito.


Ech� a andar y Silvia tuvo que admitir, a rega�adientes, que para alcanzar las grandes zancadas del veterano periodista iba a tener que pegarse a sus talones… exactamente como un patito detr�s de su madre.


Media hora m�s tarde estaban los dos en el piso superior del autob�s que llevaba a Carabanchel Alto, un trasto retirado de las calles de Londres y que disfrutaba de una segunda vida en Madrid.


––Si vamos en autob�s, �para qu� quer�as la factura de mi taxi?


––Soy coleccionista. Unos juntan sellos, otros monedas, otros tickets de autob�s o de metro, y yo colecciono facturas de taxi.


––Anda ya –Silvia no pudo evitar sonre�r mientras sacud�a la cabeza, incr�dula.


. ––�Quieres la factura para algo, patito?


––Ni se me hab�a ocurrido pedirla. No, no la quiero.


––�Entonces qu� m�s te da lo que yo vaya a hacer con ella?


––�Siempre cubres los reportajes viajando en un autob�s de mala muerte?


––Tambi�n uso el metro, de vez en cuando.


––Pero apuesto a que en la redacci�n pasas la factura del taxi.


––De vez en cuando, s�. Como hoy. �T� tienes hijos, ni�a?


––�Tengo pinta de tenerlos? –Silvia respondi� con rapidez, pero parpade� dos veces, muy velozmente. Esper� que Garc�a no hubiera advertido el titubeo.


––Nunca se sabe, mujer. Nunca se sabe. Yo tengo tres. Dos ni�os y una ni�a. Peque�os a�n, aunque me temo que crecer�n r�pido. Y los Reyes est�n a la vuelta de la esquina.


––Los Reyes no son los padres, �no? Son los fondos de El Caso.


––Haces que parezca malo que mis hijos se alimenten de la gente mala que anda suelta por el mundo, pero tengo claro que no es peor que hacerlo de la gente guapa que tira en ropas y fiestas el sueldo de todo un a�o de un espa�olito cualquiera. Lo cual me lleva a preguntarte… �t� qu� has estudiado, si no es mucho preguntar? El Ogro me dijo que acababas de terminar la carrera. �De qu�?


––De periodismo, �de qu� va a ser?


––Pues menuda p�rdida de tiempo. Doble, en tu caso, si es verdad que en tu familia hay pasta. El periodismo no se aprende con los codos, sino con las suelas de los zapatos. En la calle, no en las aulas. Si se te escapa alguna falta de ortograf�a, la culpa es de los de linotipia.


––Para eso estoy aqu�, �no? Y no, no cometo faltas.


––�Y resulta que quieres especializarte en sucesos? �Qu� pasa, que te pone el morbo?


––No lo s�. Estoy aqu� para que t� me ense�es. �Cu�l es tu caso?


Alberto Garc�a dud� un segundo antes de contestar. Encendi� un cigarrillo y dej� que el humo gris envolviera sus palabras un instante.


––Hay oficios que no se pueden dejar de hacer. Fontanero, bombero, enterrador, m�dico… Informar de la mierda del mundo es uno de ellos. Es la pasi�n por poder contar cosas y saberlas contar para transmitir esa pasi�n. �Tienes idea de lo que te estoy hablando?





––Claro. Si a ti te vale, tambi�n me vale a m�.





––Esa pasi�n sirve para que mis hijos tengan un Mecano por Reyes, y una Mariquita P�rez, �te parece poco, patita? Seguro que cada vez que abr�as un regalo de ni�a no te preguntabas de d�nde sacaba el dinero tu padre.





Esta vez, le toc� a Silvia Vel�zquez el turno de callarse.

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Published on March 08, 2016 02:58
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Rafael Marín Trechera
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