Paul Pen's Blog, page 3

June 24, 2013

El lector electrónico también sirve para escribir

Me sigue sorprendiendo de manera genuina que, en muchas de las entrevistas que estoy haciendo para promocionar El brillo de las luciérnagas, todavía me pregunten si estoy a favor o en contra de los libros electrónicos. ¿A favor? ¿En contra? ¿Acaso es posible posicionarse al respecto en pleno 2013? Hoy en día, no aceptar la literatura digital como la realidad que es equivaldría a estar en contra de la electricidad misma, así que los que no seamos amish ni menonitas debemos abrazar este portento tecnológico que nos ha solucionado la vida a la hora de viajar en avión con varios libros encima, que nos permite acceder a títulos en su idioma original en un segundo, y que nos ayuda a descubrir a escritores independientes que quizá nunca hubieran llegado a nosotros de otra manera. Si no fuera por mi Kindle no conocería a Marc R. Soto y, creedme, el universo no podía permitir que eso ocurriera.


Otra cosa es preferir el libro físico como opción personal, y entiendo perfectamente a quienes sigan prefiriendo disfrutar del olor del papel y de lo acogedor que resulta agazaparse en un sofá bajo el peso de una buena novela. Al fin y al cabo, soy de los niños que crecimos viendo La historia interminable y, al igual que Bastian escondido en el desván de su colegio, siempre entenderé la magia que puede emanar de un libro al abrir su polvorienta cubierta.


Pero resistirse a aceptar el libro electrónico como una realidad hacia la que se dirige el futuro ha dejado de ser posible. Sobre todo cuando este dispositivo es también una estupenda herramienta para escritores, no sólo en lo relativo a la publicación y distribución de su obra, sino en el propio proceso de escritura. Que es a donde quería llegar con este post, a entender el lector electrónico también como herramienta de trabajo para el escritor. Un uso que no preví a la hora de hacerme con mi Kindle, pero que ha terminado por convertirse en uno de sus cometidos principales. Actualmente, todo lo que escribo pasa en algún momento por mi lector electrónico para hacer en él una lectura fresca y diferente del material. Más o menos, éste es el proceso:




1. Terminado un texto, siempre lo leo de principio a fin en el mismo ordenador en el que escribo. Que no es más que releer por millonésima vez el montón de párrafos que ya he ido leyendo a medida que escribía (tiendo a leer lo escrito el día anterior antes de proseguir con la tarea). Lo malo es que con cada pasada que tus ojos hacen por un mismo texto y en el mismo soporte, las palabras van desapareciendo un poco más. Como lágrimas en la lluvia. Hasta que llega un momento en el que una nueva revisión no sirve para nada: tan sólo paseas la mirada desde el inicio hasta el final del documento creyendo que lo lees, cuando en realidad reproduces una copia que tu cerebro almacenó en la memoria caché.


2. Por tanto, se hace necesario cambiar de soporte. Hasta ahora, la manera de hacer esto era obtener una impresión del documento. Los ojos, cansados de revisar en pantalla, pasan por alto una serie de erratas que de repente se hacen patentes de inmediato al leer en papel. ¿Por qué? Porque el cerebro sale de la zona de confort en la que se había apalancado y vuelve a funcionar como debía. Lo malo de esto, aparte del precio de la tinta, es que enseguida el documento queda lleno de marcas de lápiz, subrayados, tachones y flechas. Lo cual hace necesaria otra impresión para poder realizar, ahora de verdad, la última lectura. La definitiva de verdad. Yo, hasta que no logro leer un texto sin hacer una sola corrección, no me quedo tranquilo.


3. Y es aquí donde entra el lector electrónico. En el Kindle de Amazon puedes enviarte cualquier documento a tu lector a través de un email personal con dominio @kindle.com. Supongo que el resto de lectores ofrecerán algún servicio similar (si alguien puede confirmarme esto, que lo haga en los comments). Así, el relato o novela aparece inmediatamente en el aparato, correctamente maquetado, obteniendo de manera instantánea el texto en otro soporte. Además, como el tamaño del dispositivo modifica completamente la disposición del texto, el cerebro vuelve a ponerse en alerta para descubrir errores.


4. En los dispositivos táctiles, como el Kindle Touch, esta corrección no precisa de bolígrafo ni de lugar en el que apuntar. Con el dedo se puede hacer todo: subrayar, añadir una nota… Exactamente lo mismo que haríamos sobre una copia en papel. Así lucía una página de mi relato OTEL, de inminente publicación en el sello FLASH de Random House, en el momento de someterlo a la la revisión kindleiana:


otel-kindle


Y esto es un ejemplo de nota escrita a toda prisa, de ahí las erratas:


nota-kindle


5. Una vez revisado, es momento de traspasar todas las notas al documento original. Yo lo hago tal cual: mirando el dispositivo y buscando el punto exacto en el archivo original de Scrivener o Word para realizar el cambio, aunque intuyo que debe de haber alguna manera de exportar las notas desde el lector al ordenador. Ya me iré enterando.


6. Realizados todos los cambios, ahora sí, es momento de imprimir. Y de leer nuestra magnífica obra sin interrupciones. Si todo ha ido bien, debe tratarse de una copia en papel que puede leerse del tirón, sin necesidad de hacer ninguna corrección. Al menos hasta que lo lea el editor…


Y ahora me voy, precisamente, a corregir en el Kindle otro relato que tengo casi terminado…


Firma


Próximamente en el blog: Entrevistas de promoción, ¿Qué hace exactamente un corrector?, ¿Qué hace exactamente un editor?…

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Published on June 24, 2013 00:18

June 6, 2013

¿Cómo vive un escritor la Feria del Libro?

El pasado fin de semana estuve, por primera vez, firmando ejemplares en la Feria del Libro de Madrid. La publicación de mi primera novela me pilló trabajando en un reality show en Honduras, lo que hizo que me perdiera varias de las citas importantes que suceden a la edición de un libro. De hecho, el primer ejemplar de El aviso que tuve entre mis manos, la primera vez que toqué un libro de verdad escrito por mí, fue en San Pedro Sula, la segunda ciudad hondureña en importancia, y lugar al que oportunamente llegó una visita desde España casi el mismo día de la publicación.


Así que he tenido que esperar dos años, uno de ellos encerrado en un sótano, para poder estrenarme en el gran evento literario de la ciudad de Madrid. Además fue un estreno por todo lo alto, firmando el sábado por la mañana en una de las casetas más concurridas y deseadas del Paseo del Duque de Fernán Núñez. La 170. La de la Casa del Libro. Compartía caseta con Laura Gallego, Alberto Chicote y Use Lahoz. La primera, en calidad de absoluta best seller española, definió en gran medida la manera en que transcurriría la mañana en mi caseta, y observar de primera mano el fenómeno fan que puede generar una escritora de nuestro país fue sin duda un gran entretenimiento.


Firmando


La feria la componen un montón de casetas, una detrás de otra, a lo largo de uno de los grandes paseos del parque de El Retiro. Pared con pared, centenares de quioscos ofrecen una selección de su catálogo al montón de gente que se pasea por allí. Este pasado fin de semana hizo un tiempo estupendo así que la afluencia de público, por lo que me contaban los libreros de las casetas en las que estuve, era más que considerable. Y anda que no me contaron cosas los libreros. Momento en que no se me acercaba nadie a que le firmara un libro, momento en que aprovechaba para charlar con ellos y que me contaran su visión del sector editorial, la feria, o la mastodóntica campaña de promoción del nuevo libro de Dan Brown.


Ese sábado por la mañana, antes de llegar a mi caseta, una cola kilométrica y vallas de seguridad que cercaban la zona me permitieron soñar durante un segundo que me había convertido de la noche a la mañana en el nuevo fenómeno literario del año, y que hordas de lectores esperaban ansiosos a que les estampara mi firma. Pero no. La cola, el griterío y los fans pertenecían a Laura Gallego, lógicamente. A mí me tocaba la silla contigua. Allí me senté yo, frente a una pila de mis novelas y bajo un cartel que anunciaba mi presencia, pensando para mis adentros: “algún día, Paul, algún día”.


Los autores que aún no vendemos como E. L. James, Dan Brown o la propia Laura, vivimos una feria tranquila, recibiendo a nuestros seguidores de forma espaciada y con tiempo para charlar con ellos sobre el argumento de la novela o cómo han sabido de su existencia. A mí aún me parece mágico el momento en el que un desconocido se acerca a comprar un libro tuyo, aceptando la invitación a leerte que suponen la sinopsis, la portada, o una entrevista que han escuchado en la radio, y recibe con alegría la firma y la dedicatoria manuscrita. Uno de los lectores que vino el sábado me anunciaba después por Twitter que ahí mismo, en El Retiro y bajo el sol de un día espectacular, iba a descender por primera vez a la oscuridad del sótano en el que transcurre El brillo de las luciérnagas. Espero que la estancia le esté resultando tan agradable como sobrecogedora:


Captura de pantalla 2013-06-05 a la(s) 22.12.55


Entre lector y lector, transcurren unos minutos que tienden a hacerse un poco largos, así que me entretuve observando a los jóvenes lectores de mi compañera de firma, que no sólo hacían cola, sino que pululaban por la caseta y alrededores extasiados de conocer a su ídolo, quien acababa por tener cierto aire de estrella del pop. Fue un verdadero placer descubrir a un montón de adolescentes charlando de libros, observando fascinados volúmenes que desconocían de la escritora, y comentando tramas o analizando personajes con total naturalidad. Mientras exista esta juventud, los libros están muy lejos de morir, por mucho empeño que pongan quienes se afanan en anunciar su deceso.


También tuve oportunidad de hacer de librero. Resulta que los escritores estamos dentro de la caseta, igual que quienes atienden a las compradores, así que no es raro que los clientes te pregunten a ti por alguna información del catálogo. Los chicos que atendían en la Casa del Libro parecían apurados cada vez que eso ocurría (también los clientes que, a mitad de transacción, descubrían que en realidad me encontraba allí para firmar), pero yo estaba encantado ejerciendo de librero en mis ratos libres: lo mismo respondía que sí, que se podía pagar con tarjeta, como que informaba del precio, que acabé por aprenderme, de algunos de los títulos más solicitados.


Los que sí venían buscando mi firma se llevaron estampada en la tercera página del libro (allí donde confluyen el nombre de autor, el título y la editorial), la frase que he decidido utilizar como dedicatoria para esta novela: “no existe criatura más fascinante que aquella que es capaz de crear luz por sí misma”. Decenas de ejemplares acabaron así dedicados en esa primera mañana de firmas, como atestiguan algunos tuits que posteriormente compartieron estos lectores. Que, por cierto, no sé si lo he dicho, pero empiezo a sospechar que mis lectores son los mejores lectores que existen. ¿Puede ser?


Tuit


Total, que dieron las dos de la tarde y llegó el momento de levantarse. Los seguidores de Laura gritaban para conseguir más firmas, pero yo pude abandonar la escena tranquilamente sin originar ningún drama. Habiendo cumplido por el momento con mis responsabilidades como escritor, me enfundé el traje de lector e hice el consabido recorrido paseo arriba, paseo abajo. En mi mente estaba la idea de hacerme con el nuevo libro de Manel Loureiro, pero unos amigos insistentes me metieron prisa para reunirme con ellos a comer y pospuse mi encargo mental para más adelante. Claro que como las casualidades son caprichosas y juegan con nuestros destinos a placer, ¿con quién me tocó compartir caseta en el turno de tarde? En efecto: con Manel Loureiro precisamente.


A las siete de la tarde comenzaba ese segundo turno de firma, esta vez en la caseta de Diálogo Libros. Es fácil imaginar mi sorpresa cuando descubrí que iba a firmar al lado del escritor cuya firma iba yo buscando. Al final, entre firma y firma, ambos nos hicimos con el libro dedicado del otro: yo con El último pasajero, y él con El brillo de las luciérnagas. Qué bonita estampa la de dos escritores españoles comprándose uno a otro sus novelas, ¿que no?


La tarde transcurrió de nuevo a un ritmo tranquilo, atendiendo con tiempo a quienes se acercaron por allí en busca de la firma con la que concluyo todos los posts de este blog. En los intervalos de tiempo en que no firmaba, recibí de una de las libreras de esa caseta una clase maestra sobre literatura infantil y juvenil, que siempre me interesa saber en qué andan las nuevas generaciones porque hay que asegurarse de que se escriban para ellos libros tan buenos como Charlie y la fábrica de chocolate o Los escarabajos vuelan al atardecer. Al fin y al cabo, entre quienes leen esos libros se hallan los escritores del futuro.


La experiencia del fin de semana concluyó con la firma del domingo en la caseta de Go Books. De nuevo, pude charlar con lectores potenciales, lectores reincidentes que ya leyeron El aviso e incluso lectores que ya habían leído El brillo de las luciérnagas y se traían el ejemplar de casa para que se lo firmara. Entre las preguntas que tuve que responder (además de los comentarios varios sobre el parecido razonable de mi portada con la del cartel de El silencio de los corderos) me llamó especialmente la atención la de una mujer que me preguntó qué era una luciérnaga. No es que hablara otro idioma y no entendiera la palabra, es que desconocía de la existencia de estos insectos. Por supuesto, procedí a explicarle el milagro de los lampíridos con mucho gusto, y le deseé que pronto tuviera la oportunidad de ver una luciérnaga en vivo. Los fuegos artificiales, las estrellas fugaces y las luciérnagas son pura magia de la vida real que nunca debemos dejar de disfrutar.


Firma


Aún no tengo confirmadas nuevas firmas en la Feria del Libro en los próximos días, pero en caso de confirmarse informaré a través de mi Twitter (@_PaulPen) o mi página de Facebook.


 


 

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Published on June 06, 2013 02:52

May 20, 2013

El momento en el que escribir adquiere significado

El pasado 9 de mayo se publicó mi segunda novela, El brillo de las luciérnagas. Era una fecha que tenía marcada en mi calendario desde hacía varios meses y que señalaba el momento a partir del cual, por fin, la gente iba a poder leer la historia del niño y el sótano a la que tanto tiempo de escritura había dedicado. Y que es el momento en el que todo esto de escribir adquiere significado. Porque sólo cuando alguien lee lo escrito en la página es cuando los personajes creados cobran auténtica vida. Como los muñecos de Toy Story, pero al revés: si Buzz Lightyear podía volar por el cuarto de Andy sólo cuando el niño no le miraba, el niño protagonista de mi novela sólo puede caminar por la oscuridad de su sótano cuando alguien lee cómo lo hace. Hasta ese momento, él mismo, su padre, su madre, su abuela, su hermano y su hermana no son más que un montón de letras inertes impresas en una página.


La actualidad ha querido que el lanzamiento coincida con la liberación de las tres jóvenes secuestradas en Cleveland. La realidad superando a la ficción una vez más. Desde luego nunca imaginé que mi historia de una familia encerrada durante diez años en un sótano fuera a publicarse mientras todos los diarios e informativos del país hablaban, precisamente, del encierro durante también diez años de Amanda Berry, Gina de Jesus y Michelle Knight.  La coincidencia, claro, ha sido pregunta obligada en el montón de entrevistas que he respondido durante esta primera semana de promoción, semana a la que dedicaré la próxima entrada.


De momento volvamos a la ficción. Y a ese día 9 de mayo. Un jueves que esperaba con impaciencia porque la vida de la familia que yo encerré en un sótano estaba a punto de hacerse realidad en la mente de un montón de gente a la que no conozco. Hay un momento muy emocionante tras la publicación de un libro: cuando recibes la primera opinión realmente anónima. Hasta ese día, tu historia la han leído dos tipos de personas cuyo juicio debe ponerse en duda. Primero, gente demasiado cercana a ti como para darte una valoración objetiva: amigos, novias, maridos o parientes de primer o segundo grado no se caracterizan por tener el mejor ojo crítico. Segundo, gente que está involucrada contigo en el proceso de publicación de la novela, como agentes o editores, y cuya implicación puede nublarles el sentido tanto como a ti.


Pero la de esa primera persona desconocida que lee tu libro desde el desapego total, esa opinión, es la que de verdad hay que escuchar. Porque a esa persona le da igual que te llames Paul Pen o Peter Pan, seas español o de China, hayas publicado o no, y le importa también un pimiento cuál ha sido el proceso de escritura, o si te ha costado más o menos esfuerzo. Y así tiene que ser. Lo que hace esa persona es abrir tu libro con total neutralidad buscando leer algo que le entretenga, le muestre una faceta de la vida que no conoce o le haga disfrutar, sufrir y, con un poco de suerte, llorar.



¿Y cuál fue la primera opinión anónima que recibí de El brillo de las luciérnagasLa de una trabajadora de la imprenta donde se imprimió la novela. Sin duda, una adelantada con acceso exclusivo de primera fila al libro. A través de un mensaje de Facebook me hizo llegar la mejor opinión que podía haber recibido: “No sé como expresarte la emoción que me has hecho sentir. He podido ver el brillo de las luciérnagas, he odiado y compadecido a la vez a una desconocida y me ha enamorado un niño del que no sé ni su nombre; he visto como quedó el calcetín que se enredó en la pinza y olido el polvo de talco que usa la abuela”. Esta primera lectora había disfrutado el libro con los cinco sentidos.


Tan mágico como el brillo de las luciérnagas es poder conseguir que alguien sienta y huela un mundo creado con palabras. Y eso puede estar ocurriendo ahora mismo mientras alguien lee y descubre la vida de una familia a la que yo conozco desde hace años y cuya existencia guardaba en secreto hasta ahora.


Es casi un orgullo paterno el que siento al saber que alguien estará abriendo la primera página de mi novela y conociendo a un niño que se pregunta qué hay más allá del sótano en el que vive. Y me emociona saber que ese niño vivirá frente a los ojos del lector un viaje que ya ha realizado otras veces en la mente de otros lectores, pero que esta vez será tan único y diferente como todas las veces anteriores, porque la imaginación del que lee lo llenará de detalles que nunca antes estuvieron ahí.


Y cuando el lector alcance la última página de la novela, ese niño, que ya no será tan niño, querrá compartir con él, o con ella, lo que acaba de aprender en el viaje que emprendió buscando la luz. Entonces ese niño va a atreverse a preguntarle al dueño de los ojos que le acaban de leer si  se ha cuestionado alguna vez qué hay más allá de su pequeño mundo, que quizá no tiene forma de sótano pero puede ser igual de limitado. Y será durante ese momento de silencio en el que el lector se quede mirando al blanco de la página buscando una respuesta a la pregunta del niño, cuando yo podré sentirme orgulloso de haberle dado vida y pensaré: “ese es mi chico”.


 

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Published on May 20, 2013 04:19

May 8, 2013

Escribir contando palabras

La literatura, de toda la vida de Dios, ha sido una disciplina de letras. Obvio. Sin embargo, fueron las matemáticas las que, irónicamente, me animaron a ponerme a escribir una novela. ¿Por qué? Porque habiendo sido de ciencias hasta COU, decidí realizar una aproximación numérica a esa labor tan idealizada de escribir un libro. Antes de preocuparme por asuntos meramente literarios, quise saber a qué me enfrentaba desde un punto de vista cuantitativo. En contra del habitual rechazo que todo lo matemático genera en ambientes de letras, creo que las cosas pueden simplificarse mucho cuando se reducen a la realidad empírica e inalterable de los números, porque ellos no entienden de las interpretaciones y opiniones subjetivas tan propias de las disciplinas artísticas.


Los consejos habituales que uno escucha por ahí cuando busca motivación para empezar a escribir son del tipo “escribe sólo lo que la inspiración te permita cada día”, o “escribir es un acto artístico que no se debe cuantificar”. Pero a mí ese tipo de indicaciones no me ayudaban en nada. Porque si nos quedamos mirando la hoja en blanco esperando que un torbellino de inspiración nos sacuda y nuestros dedos tecleen solos movidos por las sobrevaloradas musas, corremos el riesgo de acabar hipnotizados por el latir intermitente del cursor.


Para embarcarse en un proyecto tan abstracto como el de escribir una novela, así, en general, es necesario tener algo mucho más práctico a lo que agarrarse. Más de andar por casa. Al menos yo necesitaba datos, límites, cuentas. Números. Porque aunque es muy bonito hablar de “creación de personajes” y “dotar de tema a un capítulo”, en realidad lo que uno se pregunta antes de escribir una novela es: ¿pero cuánto tengo que escribir? ¿A cuántas páginas tengo que llegar? ¿Habré acabado en 2015?


Redactar un libro parece, en principio, un trabajo enorme, inabarcable. Escribir la primera y última palabra pertenecen a una misma labor hercúlea. Al fin y al cabo, estamos creando un mundo entero, gestando las vidas de unas personas. ¿Qué hay más grande que eso? Da vértigo sólo de pensarlo. Por suerte, es una sensación que puede desaparecer fácilmente si, como haría Dexter con un cadáver, descuartizamos la labor en pequeñas partes. Y es aquí donde entran mis amigos los números. Pero que nadie se asuste que no vamos a hablar de logaritmos neperianos ni integrales, sino de fracciones de las más básicas. Nivel frutería.



Para medir la longitud de textos en el mundo editorial la unidad básica es la palabra (en periodismo se afina incluso a número de caracteres). Nada de hablar de páginas y, muchos menos, de folios. Así que el primer paso es determinar cuántas palabras tiene una novela. En términos generales. Está claro que en las librerías coinciden los extensos volúmenes de Juego de tronos con clásicos de pocas páginas como La máquina del tiempo, pero, como con casi todo, existen los formatos estándar. Si alguien nos preguntara cuánto dura una película contestaríamos que noventa minutos a pesar de haber visto Titanic y Sonrisas y lágrimas.


Una rápida búsqueda en Google nos revela que el consenso es considerar una novela todo lo que supere las 40.000 palabras, aunque apenas estaríamos superando el límite inferior. Yo, que quería estar en las estanterías de los aeropuertos con un lomo en condiciones, aspiraba a las 300 páginas (ahora utilizo esa unidad de medida porque me refiero a libro publicado). Es el número de páginas que rondan la mayoría de thrillers que leo, y ahí coloque mi meta mental. Traducido a palabras, ese número de páginas se convierte en 90.000. Que no son tantas.


De repente, la labor de tintes divinos que supone dar vida a unos personajes queda reducida a algo mucho más mundano: teclear un número determinado de palabras. Número que podemos seguir dividiendo. Para escribir El aviso, y de nuevo basándome en estándares (aunque esta vez fueran televisivos), decidí que mi novela tendría 24 capítulos, el mismo número que tienen muchas de las series norteamericanas que sigo. Dividiendo ambas cantidades (que nadie se me pierda: 90.000 / 24), llegué al descubrimiento que me impulsó a ponerme a escribir de una vez: apenas tenía que escribir 24 capítulos de 4.000 palabras para tener toda una novela.  Y aunque está claro que la magia de la escritura no reside algo tan mecánico como contar palabras y que el verdadero arte surge del uso que se le dé a esas palabras, sentí que por fin tenía algo a lo que agarrarme.


Creo que fue a Neil Gaiman, el autor de Stardust y Coraline, al primero al que le escuché decir que consideraba un buen día de escritura llegar a las 2.000 palabras. En entrevistas a otros autores he leído un valor similar, y la horquilla 1.000 − 2.500 es sin duda la más repetida. Hace no mucho, Amanda Hocking, la escritora independiente que vendió un millón de ejemplares digitales de sus novelas autopublicadas, dijo en Twitter haber escrito en un día 10.000 palabras, pero esa es una cantidad que sinceramente se me escapa. Para mí, superar el millar es el mínimo con el que me siento bien. Con 2.000 me quedo más que satisfecho. Y si supero esa cantidad, cosa que ocurre sólo en días excepcionales que tienden a coincidir con escenas de acción, me preparo hasta una cena especial (que muchas veces equivale a visitar el Drive Thru de Burger King). Supongo que estableciendo una media entre los días buenos, los de bloqueo y los excepcionales, el conteo por día de trabajo será de 1.500. 


Es cierto que alcanzar el final de una novela es sólo el comienzo de una nueva reescritura, pero eso no debe preocuparnos ahora. La meta es escribir la última palabra, porque poner fin a una novela es lo que realmente convierte a alguien en escritor. Hasta que uno no termina de crear un universo sobre el papel, sólo lo está intentando. Además, la sensación de escribir la palabra Fin es tan apoteósica que, una vez que uno la escribe, queda enganchado para siempre. ¿Acaso van a intimidarte 90.000 palabritas de nada?


Como siempre, os invito a contarme vuestra experiencia en los comentarios.


PD: Ayer estrené el tráiler de El brillo de las luciérnagas, que se publica mañana, y no puedo resistirme a incluirlo en el post de hoy:



 


Próximamente en el blog: la economía del escritor, un mundo de porcentajes, técnicas de promoción…


 


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Published on May 08, 2013 03:40

April 29, 2013

Scrivener: un gran programa para escribir novelas

Es difícil no sentirse como un traidor cuando uno se sienta delante del ordenador para hablar  de un programa de escritura que no sea nuestro querido Microsoft Word. Aunque en los tiempos de MS-DOS ya tecleáramos palabritas en una pantalla, fue con el programa de la W con el que la mayoría nos iniciamos en el mundo del procesamiento de textos. Fuera por la razón que fuera (básicamente, porque venía preinstalado en nuestras primeras computadoras), el Word nos abrió las puertas del Cortar y Pegar, del Reemplazar y del Contar Palabras. Del Número de Página y el Interlineado. Gracias a él conocimos las tipografías Webdings, Windings y Book Antiqua. Nos peleamos con los Saltos de Página. Sentimos escalofríos cada vez que aquella criatura del infierno llamada Clippy tocaba en nuestra pantalla para preguntarnos si estábamos escribiendo una carta, aunque nunca estábamos escribiendo una carta.


Es mucho lo que hemos vivido con Microsoft Word. Por mi parte, El aviso, El brillo de las luciérnagas y todos los relatos que he publicado, los he escrito con ese programa. Alguna vez probé con Open Office y otros sustitutos, pero no era lo mismo. En Word me sentía en casa. Sabía en qué armario guardaba el azúcar y en qué menú se encontraba exactamente la función para tachar el texto.


Todo iba bien entre Word y yo hasta que, en algún momento del año pasado, el director del programa de televisión en el que trabajaba me preguntó qué software utilizaba para escribir las novelas. Y caí en que nunca me había planteado siquiera la posibilidad de escribir con otro programa. Y eso que muchas veces me he sentido limitado con Word, no en el momento de escribir, sino a la hora de organizar el trabajo. Una novela es mucho más que un documento, es un gran engranaje de muchos de ellos, y moverse entre todas esas ramificaciones nunca ha resultado sencillo en Word.


El caso es que busqué en el todopoderoso Google y descubrí que, en efecto, existen multitud de programas orientados al trabajo del escritor. De todos ellos, el que más me convenció por el aspecto de los tutoriales que estudié en YouTube se llamaba Scrivener. Probé a bajar la demo y, pocos días después, estaba comprando la versión completa. He aquí cinco buenas razones que me convencieron para cambiarme:



 1. El espacio de escritura es más sencillo, y no le falta nada. Microsoft Word está orientado a cualquier tipo de usuario: desde el ejecutivo que tiene que redactar un documento lleno de números y tablas, hasta el portero del edificio que hace un cartel con un dibujito y letras en tres dimensiones para que los niños no peguen con la pelota en las paredes, pasando por el estudiante que corta y pega de la Wikipedia el trabajo que le ha pedido la profesora. Como resultado, sus menús son más largos que las novelas de Stieg Larsson y hay millares de opciones para todo: puedes importar imágenes, crear ecuaciones matemáticas e incluso debe haber una opción que te pida una pizza a domicilio. Pero, ¿cuál es la realidad del escritor? Básicamente, necesitamos teclas y espacio en blanco. Y nos conformamos con opciones básicas: buscar, reemplazar, imprimir, cortar, pegar. Y gracias. Scrivener ha tenido esto en cuenta y las barras de herramientas son las justas. Todo el espacio restante se utiliza para escribir, que es lo que nos va.


2. La diana de objetivo. Un pequeño detalle que me encanta. Se trata de una pequeña diana que aparece en la esquina inferior derecha a la que puedes adjudicar el número de palabras que conformen el objetivo del día, o las necesarias para dar el capítulo por terminado. A su lado aparece una barra de estado que avanza a medida que tecleas: desde el rojo que indica que queda mucho por hacer, hasta el verde que anuncia que el final está cerca. Es como tener tu propia hinchada animándote en una esquina de la pantalla. Además, cuando se alcanza el número fijado, el programa reproduce el sonido de una campanita. Hoy por hoy, no hay soniquete que me haga sentir mejor que el que me dice que he completado las 2.000 palabras previstas de cada día. Así avanza el contador de la diana (los smileys representan mi estado de ánimo en función de la barrita):


Diana Scrivener Target


3. Una barra de organización izquierda. Como una novela es mucho más que un documento, en Scrivener se trabaja con proyectos. Y si abres un proyecto, abres también de un golpe todos los documentos que conforman la novela. Hasta ahora, mi organización en Word la realizaba yo mismo en las carpetas del escritorio. Algo así:


Capítulos El Aviso


Lo cual implicaba tener que minimizar el programa cada vez que necesitaba abrir un archivo diferente a aquel en el que me encontraba. Pues bien, trabajar con Scrivener es como trabajar con esa carpeta siempre abierta, teniendo siempre a mano, y a un click, todos los documentos que se incluyen en ella, los cuales aparecen listados en una barra lateral. Y no sólo es que estén disponibles para acceder a ellos, sino que se pueden mover de sitio fácilmente, arrastrándolos a su nueva posición. Probar cómo quedaría la historia si el malo muriera un capítulo antes es muy sencillo. En Word, si querías probar a mover secuencias o escenas que hubieras escrito en documentos diferentes, no quedaba otra que ir abriendo esos documentos e ir pegándolos en un tercero en el orden requerido. En Scrivener esa misma labor se hace de forma mucho más sencilla.


4. El modo de pantalla completa. Ésta es una ventaja que también incluye ya la última versión de Word, una función que se convierte en indispensable desde el momento en que uno la prueba. Aunque parezca mentira, el mero hecho de que el documento ocupe toda la pantalla es una aliado para la concentración del escritor. Ya no hay barras de estado superiores o inferiores que informen de correos electrónicos entrantes, estados de Facebook comentados, o llamadas de Skype. Toda la pantalla es el documento, así que no queda otra que escribir, que es de lo que se trata.


5. El corcho. Es sin duda una de las funciones más llamativas del programa: la posibilidad de ver los documentos como tarjetas clavadas en un tablón. Una forma única de echar un vistazo rápido a la secuencia de escenas. El contenido que muestra la tarjeta no es el del documento como tal, sino un resumen en el que poder señalar los acontecimientos más importantes que transcurren en él. El método de las tarjetas, en su versión física, lo han usado y usan escritores y guionistas desde siempre. Yo nunca lo había puesto en práctica porque apenas sé escribir ya si no es con un teclado y porque quiero que todas mis notas estén siempre en un formato digital que poder enviar, guardar, copiar y pegar (es la era que me ha tocado vivir, y por eso mi bloc de notas es mi móvil). Scrivener ha unido lo mejor de los dos mundos en sus tarjetas virtuales. Así de bien podría haber organizado El aviso de haber conocido Scrivener hace años:


Corcho Scrivener


 


Además de estas cinco, el programa dispone de decenas de funciones más que aún se me escapan como novato que soy, pero las iré descubriendo poco a poco. En YouTube hay multitud de tutoriales por si alguien quiere echar un vistazo a algunas de esas funciones.


También es verdad que, de momento, una vez que he terminado un texto en Scrivener, lo exporto a Word para darle el último formato y obtener un archivo estándar que poder enviar a la editorial o a mi agente. Además, a día de hoy, si no veo la extensión .doc al lado de un documento (nunca fui muy amigo del .docx), no lo doy por terminado. Puede que esté muy contento con Scrivener, pero aún no ha llegado el día en que me atreva a desinstalar a mi viejo amigo Word del ordenador.


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Published on April 29, 2013 07:59

April 23, 2013

Diez maneras infalibles de mejorar un manuscrito (I)

Una vez que uno escribe la palabra Fin en una novela, en realidad lo único que hace es establecer un nuevo comienzo. Por muy organizado que uno sea, por mucho que sepa desde el principio que al final la chica muere a manos del hermano gemelo de su marido desaparecido, siempre será necesario volver sobre lo escrito porque habrán ocurrido cosas que nunca se previeron y que cambian sustancialmente lo que aconteció previamente.


La reescritura es un trabajo profundo en el que habrá que encajar a la perfección la secuencia de eventos, pulir las motivaciones de todos los personajes, evitar las inconsistencias en la trama y otras labores de crucial importancia de las que hablaremos en entradas futuras. Pero antes incluso de someter a nuestra novela a esa operación a corazón abierto, existe una serie de primeros auxilios que podemos aplicarle y que mejorarán su salud de forma automática.


1. ADJETIVOS, LOS NECESARIOS, QUE SON MENOS DE LOS QUE PENSAMOS


Debió de ser cuando escribíamos composiciones en el colegio cuando descubrimos lo fácil que era engordar un texto a base de adjetivos. Además, por aquel entonces, la profesora incluso nos subía la nota al comprobar la riqueza de nuestro léxico. El “precioso, profundo, inmenso e inabarcable cielo azul” que mencionábamos en nuestra redacción nos hacía aún más merecedores del Progresa Adecuadamente. Pero como ya no estamos sentados en un pupitre sino en un escritorio Expedit, se acabó lo que se daba. Adjetivos, los justos. Y nada de frases como “el frío y morado cadáver estaba hinchado”. Tres adjetivos en siete palabras no es un buen ratio, y menos cuando son adjetivos que ya se presuponen al nombre al que acompañan. La sencillez es siempre nuestra aliada. Siempre. Por lo menos hasta que seamos Javier Marías y hagamos con las oraciones lo que nos dé la gana. De momento, un único adjetivo bien puesto, basta.


2. QUITAR TODAS LAS PALABRAS QUE ACABEN EN -MENTE


Bueno, y que sean adverbios, claro. Que nadie comience a cambiar la palabra mente referida a la potencia intelectual del alma de su personaje (lo de ‘potencia intelectual del alma’ es la definición que acabo de ver que la RAE ofrece para dicha palabra, qué bonito). A lo que iba, algo tan sencillo como utilizar la herramienta Edición > Buscar de Word para localizar todos los adverbios acabados en -mente que hayamos usado, elevará la legibilidad del manuscrito unos cuantos puntos.


¿Qué hacer con ellos? Borrarlos. La mayor parte de las veces, se puede. El mero contexto, si hemos hecho bien nuestro trabajo, evita la necesidad de redundar con un adverbio. Si estamos describiendo la huida de un ladrón que acaba de robar un banco, no nos hace falta aclarar que giró la llave del coche nerviosamente. Ni rápidamente. Ni frenéticamente. Las sirenas de la policía, el sudor que resbala por su frente, la respiración entrecortada y las manos temblorosas ya nos dejan claro que la huida es rápida, frenética y nerviosa. No hace falta más.


Lo mismo ocurre con los adverbios asociados a diálogos. Si hemos tenido que añadirlos para que el lector entienda la manera en la que el personaje ha pronunciado su frase, algo hemos hecho mal. Deben ser las propias palabras las que definan el carácter. Si alguien dice “aparta de mi paso a ese bebé, que molesta”, ya entendemos que esa persona podría ser amiga de Cruela de Vil. No hay ninguna necesidad de aclarar que lo dijo cruelmente o brutalmente. ¿Que insistimos en usar el adverbio porque nuestro personaje sólo dice “Vamos” y queremos transmitir que está nervioso esperando a su novia que no termina de arreglarse? Hay salidas mucho mejores que escribir “dijo nerviosamente”: hacer que el muchacho mire el reloj y haga crujir, uno a uno, sus nudillos.



3. QUE NADIE ARGUYA NADA


Ya que estamos con diálogos, sigamos con ellos. Y fijémonos en los verbos que hemos utilizado para designarlos. Tenemos muchos dijo, seguro. Eso está bien. Hay bastantes gritó, susurró y respondió. Eso tampoco está mal. Algún intervino, no pasa nada. Ahora bien, si encontramos verbos del tipo arguyó, adujo, declamó, solicitó, convino, quizá debamos valorar si de verdad son necesarios. En serio, ¿alguna persona normal va arguyendo por la vida? Nuestros personajes tampoco deberían. Con decir, preguntar, contestar, gritar y susurrar, debería servirles para llevar una vida de lo más interesante. Al menos, eso aduzco yo. ¿Que el castellano es una lengua muy rica cuya variedad de vocablos debemos aprovechar? Claro que sí. Y para eso tenemos el resto de nuestra novela.


4. LA VOZ PASIVA HA SIDO ELIMINADA DE MI MANUSCRITO


En serio, no hay razón para usar la voz pasiva. O bueno, digamos que tenemos dos comodines por novela. Mejor aún: cinco comodines por carrera. Y eso teniendo en cuenta que alguno de ellos lo gastaremos con un artículo periodístico en el que nuestro detective lea: “el cadáver fue hallado la madrugada del viernes a las puertas del Leroy Merlin”, y otro con algún androide de lenguaje programado que diga: “mi memoria ha sido reiniciada”. Que no está el mercado como para aburrir al lector con una oración que dice exactamente lo mismo que otra, pero añadiendo el verbo “ser” porque sí, y cambiándonos de orden sujeto y predicado. La voz activa, por definición, hace que una frase sea más corta, más directa y más dramática. Todo ventajas.


5. MANDAR LAS FRASES HECHAS A TOMAR VIENTO


Incluyendo refranes, dichos, clichés y comparaciones nada originales. Están admitidos en diálogos, por supuesto, porque es una realidad que todos los utilizamos al hablar. Además suelen ser buenos recursos para definir rápidamente a los personajes. Pero en lo que respecta a nuestra voz, en el momento en que somos nosotros los narradores, mejor dejarlas fuera, porque delatan una escritura perezosa.


No usar refranes es sencillo porque son fácilmente reconocibles. Evitar los dichos es (ejem) pan comido. Pero los clichés y las comparaciones trilladas no siempre son fáciles de identificar, tan arraigados como están en el lenguaje. “Se rompió en mil pedazos” o “la quiero con locura” son clichés que usamos sin darnos cuenta. A mí, por ejemplo, me cuesta deshacerme de las “caras que se iluminan” o “los ojos que se clavan”, ambos clichés que no logro dejar de usar.


También es verdad que hay ocasiones en que tratar de huir el cliché, buscando un vocablo más retorcido, o una comparación más rocambolesca es un pecado en sí mismo, pero casi siempre es mejor pecar de original que de manido.


 


¡Descubre las cinco maneras restantes en próximos capítulos de El blog de Paul Pen! Hasta entonces, la sección de comentarios queda abierta 24 horas al día para recoger tu opinión.


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Próximamente en el blog: Diez maneras infalibles de mejorar un manuscrito (II), el Kindle como herramienta de trabajo, poner nombre a los personajes…

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Published on April 23, 2013 02:48

April 16, 2013

¿Quién elige la portada de una novela?

Si existe un momento que me gusta especialmente en el proceso de publicación de una novela es el momento de ver la portada. En contra de lo que dicta la razón y la sabiduría popular, no puedo evitar hacer un primer juicio de un libro basándome en su portada, así que supongo que otro montón de gente hará lo propio con los míos. Al fin y al cabo, y salvo novedades muy anticipadas, es lo primero que vemos de ese libro. Recuerdo que de pequeño viví como algo traumático un cambio de ilustrador que se produjo en los libros de El pequeño vampiro. Vale que los verdaderos personajes eran los que Angela Sommer-Bodenburg describía con sus palabras y no los que la ilustradora plasmaba en la portada, pero tras años de imaginar a Rüdiger y Anton de una manera, no resultaba sencillo comprar nuevos libros con portadas invadidas por personajes de apariencia extraña:


Las flechas señalan al mismo personaje. ¿Cómo puede afrontarse algo así?

Las flechas señalan al mismo personaje. ¿Cómo puede afrontarse algo así?


¿Quién elige la portada de tu novela? La editorial. ¿Tenemos los escritores algo que decir al respecto? Por supuesto. Aunque, al menos en lo que ha sido mi experiencia, partiendo siempre de opciones enviadas por la editorial. Recuerdo el caso de un escritor norteamericano, Barry Eisler, que se enfadó tanto al ver la portada con la que una editorial extranjera había sacado al mercado la traducción de una de sus novelas, que decidió escribir una carta abierta a esa editorial para dejar las cosas claras. La portada fue ésta:


Barry-Eisler


Y en la carta les dijo cosas como: “entiendo que diferentes mercados tienen diferentes sensibilidades, pero la imagen que han elegido no es que viole la sensibilidad de un mercado particular, sino que viola los fundamentos del márketing como tal”; y “alguien que tratara deliberadamente de encontrar una imagen más insípida e inerte a la que ustedes proponen tendría bastante difícil encontrarla”.


Yo aún no me he encontrado en una situación como ésta, aunque recuerdo perfectamente el susto que me llevé cuando recibí la primera opción que RBA me ofreció para El aviso. La editora me explicaba, con mucha razón, que una portada no tiene por qué reflejar exactamente el universo de la novela, sino que debe transmitir las emociones que provoca ese texto. Y hasta ahí estoy de acuerdo. Pero resulta que esa primera portada mostraba la fotografía de una niña. Y quien haya leído El aviso sabrá que el protagonista era un niño. La imagen sin duda era inquietante, lo cual cuadraba con la atmósfera de la novela, pero me resistía a ilustrar con una niña lo que era una historia sobre un niño. Si, al fin y al cabo, las editoriales tiran en muchas ocasiones de bancos de imágenes para sus portadas, bancos en los que hay centenares de fotografías de modelos anónimos de todas las edades, ¿por qué elegir el sexo equivocado?


Tras mostrar amablemente mi disconformidad, la editorial mandó dos nuevas opciones, ambas protagonizadas, ahora sí, por niños varones aterrorizados. Uno de ellos era el que finalmente quedó plasmado en la portada. Ahora que lo pienso, creo recordar que a mí me gustaba más una Opción A y al final ganó la Opción B por votación entre mi agencia, la gente de la editorial y demás, pero es que también hay un momento en el que uno debe dejarse aconsejar y admitir que no siempre es su gusto exacto el que debe prevalecer. Alcanzado cierto nivel de satisfacción, no está de más ser flexible. Porque está claro que, si de mí dependiera y los presupuestos no fueran los que son, plantearía cada portada como un cartel de cine.


Y si a mí me costaba imaginar a una niña en la portada, mayor sorpresa debió llevarse la autora Justin Labalestier cuando vio cómo su editorial americana colocaba en la cubierta de su novela Liar a una chica blanca, cuando su protagonista era negra. La sorpresa se extendió también a los lectores e incluso trascendió a los medios de comunicación debido a la lectura racista que podía hacerse del asunto. Tan grande se hizo el tema, que la editorial acabó por cambiar de portada:


Liar


En mi caso, además, he tenido la suerte de ver mi primera novela publicada en otros dos países, así que he vivido en dos ocasiones extra la emoción de abrir el mail en el que te adjuntan la portada. Tanto la editorial alemana como la italiana acertaron a la primera con las portadas que me enviaron. Italia utilizó gotas de sangre y eso siempre es un plus para un admirador de las portadas barateras de novela de bolsillo como soy yo, y la alemana optó por darle protagonismo al número 9 con un diseño de thriller aeroportuario que se ha convertido en mi portada favorita de las tres:



Portadas-El-Aviso

De izquierda a derecha, portadas española, italiana y alemana de ‘El aviso’.


Para mi segunda novela, El brillo de las luciérnagas, Plaza y Janés también acertó de pleno con las dos opciones que barajaron.  Una mostraba simplemente una enorme luciérnaga, y la que finalmente salió elegida fue ésta, que además se extiende a lo largo de toda una cubierta llena de luciérnagas y otros insectos:


Portada-El-Brillo-de-las-luciernagas


Por supuesto nada de lo que he dicho tiene validez para ti, escritor independiente que puedes hacer lo que quieras con tus portadas. Si alguna vez a un autor publicado por la vía tradicional se le ocurre mirarte por encima del hombro por haber optado por el mundo digital, siempre podrás decirle: “al menos yo decido completamente mis portadas”. En realidad podrías enumerarle unas cuantas ventajas más, pero ya habrá tiempo de ir citándolas en futuras entradas.


Eso sí, nunca está de más conseguir algún tipo de ayuda cuando uno no es especialmente hábil en asuntos de diseño gráfico. Ni siquiera hace falta desembolsar una gran cantidad de dinero: en Fiverr.com puedes encontrar decenas de personas que diseñan una portada cuando menos correcta y legible (es increíble la cantidad de cubiertas que se ven en Amazon con tipografías que no permiten leer el título ni el autor) por apenas 5 dólares. ¡Menos de 4 euros! Tus lectores merecen el gran desembolso. Y tu libro, también.


¿Se puede juzgar un libro por su portada? ¿Es acertado poner cara a los personajes en una portada? ¿Qué edición de El aviso tiene la mejor portada?


TRAZOFIRMAbaja

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Published on April 16, 2013 03:52

April 11, 2013

Por qué no escribo con música

Abandonamos temporalmente la línea temática sobre el proceso de publicar para ocuparnos de un tema que atañe al propio proceso de escritura: el de la música. Debate clásico que divide a los escritores en dos grupos: quienes encuentran en los auriculares conectados al ordenador un aporte de inspiración extra, y aquellos que son incapaces de escribir mientras alguien canta otras palabras en sus oídos.


Es sabido que Stephen King escribe escuchando música heavy a todo volumen, pero a mí me ocurre lo contrario. Me gusta el silencio. Mi primera novela la escribí así sin planteármelo demasiado. En la segunda, quise probar a hacerlo con música. Siendo el detonador de emociones que es, supuse que podría ayudar. Dispuesto a comprobarlo, escribí la primera parte de El brillo de las luciérnagas escuchando un loop infinito de unas cuantas canciones de bandas sonoras de películas que tengo en altísima estima: El orfanato, El laberinto del fauno, Eduardo Manostijeras y Hasta que llegó su hora. Ésta fue mi lista de reproducción durante meses:


Playlist Spotify


Todo el proceso de escritura de esa primera parte, e incluso las relecturas de cada día, las realicé escuchando esa música. Eran, sin duda, canciones que casaban a la perfección con la atmósfera oscura pero con toques de ternura que buscaba conseguir. En mi cabeza, las campanitas que suenan en los temas de la película de Tim Burton acompañaban el vuelo de unas luciérnagas que aparecen en el sótano donde transcurre la acción de la novela. Casualmente, ese año la ONCE decidió utilizar la misma canción de Eduardo Manostijeras como banda sonora de su anuncio de El Gordo de Navidad, y yo tenía tan asociada la musiquita a la novela, que cada vez que alguna cadena emitía dicha publicidad me convertía en el perro de Pavlov: oía las campanitas y sentía un impulso irrefrenable de ponerme a escribir:



Y veo que me ocurre todavía. ¿Por qué entonces acabé cambiando de parecer? Pues porque llegó un día en que leí lo escrito en completo silencio. Y descubrí que la música en mis oídos había puesto sobre la páginas cosas que en realidad no estaban. Mi experiencia al escribir era desde luego muy satisfactoria y tan oscura y mágica como las composiciones de Danny Elfman y Javier Navarrete que sonaban en mi Spotify, pero la experiencia del lector iba a ser otra. Por lo menos hasta que se popularicen libros electrónicos con listas de reproducción asociadas a su lectura (disponemos ya de la tecnología necesaria para ello, así que sólo se trata de empezar a explotar sus posibilidades).


Vaya si eché de menos las campanitas de Eduardo Manostijeras en aquella primera lectura en silencio. De repente, las luciérnagas no volaban al ritmo de la nana de El laberinto del fauno, y el sótano no parecía el mismo sin que sonara el sobrecogedor tema de Hasta que llegó su hora.


Caí entonces en que, si bien la música me había ayudado a entrar en atmósfera rápidamente cada día, también me había hecho bajar la guardia en asuntos de ambientación. Cualquier mirada de un personaje se convertía en un evento de gran magnitud cuando en mis auriculares sonaba música de Ennio Moricone, pero luego, en el papel, la mirada era sólo eso, una mirada. Las orquestas habían hecho parte del trabajo por mí, y eso no estaba bien. Porque lo único de lo que dispone el lector para entender la historia que se le cuenta son las palabras, nada más, así que más vale que en esas palabras esté todo lo que necesita saber. O mejor aún: que esas palabras que uno escribe, detonen en la mente del lector la banda sonora que él decida. Eso sí que sería un verdadero triunfo.


Así que mejoré esa primera parte y decidí proseguir con la escritura de la novela tal y como había hecho con El aviso: en completo silencio. Sin ninguna ayuda. Sólo yo y la pantalla en blanco. Como Charles Bronson en un duelo de Hasta que llegó su hora. Precisamente el tema de este western estuvo tan presente en la escritura de esa primera parte que terminó por colarse en la acción, y aparece mencionado en varias escenas de la novela. Algo tenía que permanecer de la experiencia:



En cualquier caso, y a pesar de que prefiera seguir manteniendo el momento de escribir como una actividad silenciosa, creo que la música es sin duda una fuente inagotable de inspiración. Así se notaba en la constante presencia de la canción Seasons in the sun en El aviso, o en una de las citas que abrirá El brillo de las luciérnagas, extraída de un tema de Leonard Cohen. Por no hablar de mi relato Kokomo, que tomaba su nombre, directamente, de una canción de los Beach Boys.


Y tú, amigo lector: ¿escribes con música o sin música? ¿Crees que influye en lo que escribes? ¿Es adecuado citar canciones en novelas, o se corre el riesgo de separar del texto a quien no las conozca?


TRAZOFIRMAbaja


Próximamente en el blog: Registrar los escritos, mi amigo Kindle, La muerte de Clippy…

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Published on April 11, 2013 03:28

April 5, 2013

Editoriales o agentes: cuando el Plan B es mejor que el Plan A

Digamos que tienes tu manuscrito terminado y, de momento, prefieres publicar en papel. Con una editorial. Porque es muy bonita la idea de ser leído, que tus palabras lleguen a los corazones de otra gente y cosas por el estilo que también se consiguen con la publicación digital, pero ahora mismo te apetece poder tocar la portada de tu libro, pelar la sobrecubierta para ver cómo es la tapa por debajo, y mirar el número de páginas que has ocupado. Y poder pedir en El Corte Inglés que te lo envuelvan para regalo. No soy de los que niega el salto a lo digital en favor de la excelsa experiencia sensorial de oler el papel recién impreso, pero es que huele tan bien…


¿Qué hacer entonces con tu archivo .doc de unos 700kb? Inciso para curiosidades numéricas: el manuscrito final de El aviso ocupaba exactamente 674kb y el de El brillo de las luciérnagas ocupa 1,1M:


Tamaño manuscritos


¿Cómo conseguir que ese archivo en nuestro escritorio se convierta en un libro de la estantería de bestsellers de La Central? Existen dos opciones fundamentales:



Plan A: Enviarlo a editoriales.
Plan B: Enviarlo a agentes literarios.

El Plan A es en el que todos pensamos mientras escribimos. En algún momento entró al imaginario colectivo la idea del montón de folios impresos atados con una cuerda deshilachada abriéndose paso entre una pila de manuscritos acumulados en alguna editorial hasta lograr la fama internacional de su autor, y es más o menos lo que muchos pensamos que ocurrirá con nuestro libro. Pero la realidad, como siempre, es otra. Para empezar, porque no vivimos en el Nueva York de los años cincuenta y el enorme manuscrito impreso y atado con cuerdas de ilusión está perdiendo fuelle en favor del minúsculo iconito de Word adjuntado a un correo electrónico. Es algo que los almacenes de las editoriales, y los árboles, agradecen. Y porque, aceptémoslo, es muy difícil que un manuscrito enviado de esta forma logre ganarse el minuto de atención que se necesita para iniciar cualquier proceso de publicación. ¿Puede ocurrir? Por supuesto. Y ocurre. También todos los jueves a alguien le toca la Lotería Primitiva.


Yo jugué durante un año a esa lotería y al final no me tocó ni el reintegro. ¿Por qué? ¿No están las editoriales moralmente obligadas a leer todo lo que les llega porque detrás de cada envío hay un autor en ciernes que espera una respuesta con fe, ambición, y un ferviente deseo de triunfar en la literatura? La verdad, no. Hay que pensar en ese manuscrito como un Currículum Vitae enviado a una empresa. Es más: enviado a una empresa que apenas oferta vacantes. ¿Es acaso una buena forma de conseguir empleo? ¿Confiaríamos el futuro de nuestra familia o, para el caso, el de nuestra carrera literaria, a un envío masivo de currículums?


Así de grande e incómodo de leer eran los primeros borradores impresos del manuscrito de 'El aviso', cuando aún se titulaba 'Radar'.

Así de grandes e incómodos de leer eran los primeros borradores impresos del manuscrito de ‘El aviso’, cuando aún se titulaba ‘Radar’.


Y con esto no quiero decir que las editoriales no lean lo que les llega. El otro día mi editor en Plaza y Janés me confirmaba que allí leen todo lo que reciben, por cualquier vía. Todo. Aunque sólo esa capital primera página en la que un autor se la juega. Que un sello tan importante como Random House se moleste en leer hasta el último manuscrito que les llega vía postal o electrónica, deja bien claro que la búsqueda de nuevos autores nunca cesa. Y que la oportunidad está ahí para el que consiga alcanzarla. Aunque se da una paradoja: las editoriales pequeñas, que tendrían más hueco para publicar nuevos autores, son las que disponen de menos tiempo y personal para dedicar a la criba de manuscritos que reciben a diario. Y las editoriales más grandes que pueden permitírselo, tienen menos plazas libres para autores noveles. Ironías.


Total, que como la lotería del manuscrito enviado a una editorial no toca con frecuencia, quizá el paso más recomendable sea buscar un agente. Lo que nos lleva a…



El Plan B. Los agentes. ¿Están los agentes más abiertos a recibir manuscritos de autores no publicados? Definitivamente. ¿Están moralmente obligados a leer todo lo que les llega? Pues tampoco. Pero ellos, como tú, ganan dinero al publicar novelas en las editoriales, así que aunque sea por interés propio, les interesa dar con autores prometedores. ¿Y cuál es la principal ventaja de tener un agente? Así, de primeras, que los agentes ya tienen una carrera a sus espaldas, una red de contactos, y van a ser mucho más hábiles que nosotros a la hora de hacer llegar la novela a donde tiene que llegar. No confundamos esto con enchufes ni con mafia literaria. Simplemente, la Editorial X sabe que el Agente Y ha hecho su propia criba de manuscritos y que si está invirtiendo su tiempo de trabajo en un manuscrito determinado es porque hay altas probabilidades de que sea publicable. Pongámonos por un segundo en la piel de un editor que quiere publicar a un autor nuevo. ¿Qué haríamos?: ¿revisar los quinientos manuscritos sin garantía que se acumulan en la bandeja de entrada de Gmail? ¿O leer las dos novelas que nos recomienda una agente con autores de renombre en su cartera? Está claro.


En cierta medida esto convierte a los agentes en las nuevas editoriales, pero es que además resulta que el agente está de tu lado. La editorial, normalmente, también, vale. Pero si, como yo, no eres del todo hábil en tareas de negociación, un buen agente te salva la vida. Yo llegué a la firma de mi primer contrato como corresponde a un novel: sin tener ni idea de cómo funciona el mundo editorial. Si por mí fuera, habría firmado por publicar gratis, comprometiéndome a publicar otros cinco libros con la misma editorial, vendiendo los derechos de mi novela para todo el mundo, para el cine, videojuegos y aplicación para el móvil. Y de regalo hubiera entregado mi alma. Por suerte ahí estaba mi agente para hacer todo lo contrario: vender lo justo al precio justo. Así que gracias a ella aún conservo mi alma. Y he cobrado por cada nueva transacción porque con cada una de ellas he firmado un nuevo contrato: la venta de los derechos de adaptación cinematográfica, la publicación en Italia, la publicación en Alemania… Fiú. A cambio, ella obtiene un 15% de todo lo que obtenga yo, que es la cifra estándar en el sector.


Así que, por experiencia propia, sí, recomiendo buscar un agente. Lo cual no deja de abrir otro montón de interrogantes. ¿Es mejor aspirar a que te represente Antonia Kerrigan? ¿O mejor apostar por una agente emergente que crezca contigo? Sinceramente, me valen los dos. El que crea en ti. Que tampoco estamos para sacudirnos ofertas de la pechera como si fueran migas. Mi punto de partida fue este listado de agentes de la siempre útil Escritores.org, excelente página que además brinda un montón de información a nivel más práctico de cómo realizar el envío. Qué cosas: alguno de esos envíos puede suponer el comienzo de tu carrera literaria.


¡Ronda de preguntas!


TRAZOFIRMAbaja


Próximamente en el blog: Alternativas a Word, Eduardo Manostijeras, registrando que es gerundio…

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Published on April 05, 2013 03:50

March 31, 2013

Así le va a un joven escritor español

Hola. Me llamo Paul Pen. Y me van a matar. Lo siento, no he podido evitarlo. Desde que vi aquel cartel de Tesis de Alejandro Amenábar, cada vez que alguien se presenta diciendo su nombre, la siguiente frase que acude a mi mente es la que pronunciaba Ana Torrent en la película. Pero no, no me van a matar. Al menos que yo sepa. Quizá haya alguien, o algo, escondido entre las sombras de esta casa en la que escribo, pero espero que no. O que sí. Una respiración en un rincón.


A lo que iba. Soy Paul Pen. Escritor. Español a pesar del nombre que me dio mi padre holandés. En efecto, no hay seudónimo más allá que el de haber mutilado algunas letras a mi larguísimo apellido real. Uno que hubiera hecho muy infelices a los diseñadores de portadas que hubieran tenido que apiñar un montón de caracteres allá donde pudieran. He publicado cuentos, una novela, y la segunda está al caer. De la primera, El aviso, ultiman ahora el guión para su adaptación cinematográfica y acaba de publicarse en Alemania e Italia. De cómo le fue en las listas tampoco me puedo quejar:


Numero-1


Todo muy bonito, ya, pero para qué lo cuento. Pues simplemente a modo de pequeña presentación que justifique la realización de este blog. Que tampoco es que haga falta, porque hoy cualquiera estamos en todo nuestro derecho de ocupar bits en los servidores de Blogspot y WordPress aunque sea para hablar del arte de germinar plantas carnívoras en casa. En mi caso, ocuparé esos bits para contar cómo se vive lo de escribir y publicar desde este lado de mi pantalla. Recuerdo haber pasado horas frente a esta misma pantalla (o la del ordenador de la redacción en la que trabajara en ese momento), leyendo lo que hacían, o cómo les iba, a otros escritores, así que imagino que habrá alguien por ahí a quien le interese saber cómo le va hoy en día a un escritor joven a las puertas de publicar su segunda novela: El brillo de las luciérnagas.


Y digo a las puertas porque queda poco. Algo más de un mes, lo cual es una unidad de tiempo mínima en los largos procesos habituales del mundo editorial, en el que cada paso, cada decisión, conlleva algo así como cuatro meses. Lo sé: los veranos de nuestra infancia duraban menos y parecían vidas enteras. Doce semanas eran suficientes para formar pandillas, adoptar gatos callejeros, asistir al progresivo tachado de los helados más apetecibles en la carta de Frigo, ver lluvias de estrellas y completar el ciclo vital de una bicicleta. Pero en el mundo editorial tradicional, el del papel, cuatro meses es algo así como la unidad básica de tiempo.


Por ejemplo: ¿cuánto pasó desde que escribí la palabra Fin en El aviso, mi primera novela, hasta que el primer ejemplar aterrizó en la Fnac? Chequeando mis secretísimos y encriptadísimos archivos veo que escribí por primera vez esa palabra en mayo de 2008. Tengo hasta una foto (borrosa) del momento:


Fin-El-Aviso


Pues bien, El aviso se publicó en junio de 2011. Tres años después. En total, pasaron unos cuatro años desde que creé en mi escritorio una carpeta llamada ‘Radar’ (sí, amigos, ese fue su primer título), hasta que lo vi en una librería. Treinta y seis largos meses de esperas e incertidumbres. ¿Cómo pudo pasar tanto tiempo? Básicamente, así:


Esperando


 


De esos tres años, la mitad pertenecen al difícil momento en que tu novela no es más que un archivo .doc adjuntado en un mail olvidado en las bandejas de entrada de un montón de gente que no tiene el tiempo (a veces tampoco las ganas, pero sobre todo no el tiempo), para leer esa novela de un cualquiera que ha aterrizado en su correo electrónico. La otra mitad, corresponden a las diferentes fases por las que pasa un manuscrito antes de llegar a publicarse: varias lecturas, varias correcciones, varias relecturas, y la búsqueda de un hueco para tu novela en el siempre apretado plan de lanzamientos que está ya cerrado a seis meses vista…



En definitiva, que si estás aún en tus primeros intentos de publicar un libro en esa editorial de tus sueños en que leías a María Gripe, Anne Rice, Antonio Gala o Roald Dahl, prepárate a esperar. Pero sin desanimarse. Porque, eso que quede claro desde el principio, publicar en una editorial de las de toda la vida es algo que se puede conseguir. Ni caso a esas voces que dicen que nadie publica noveles, que ya no se apuesta por el nuevo talento, que sólo se va a lo seguro, etcétera. Ni caso. Todos los años, todos los meses, se firman contratos de gente que nunca ha publicado nada, pero que tiene una novela los suficientemente buena como para que una editorial decida apostar por ella. Las editoriales pequeñas e independientes, más. Pero los grandes sellos, también. Ni enchufes, ni padrinos, ni teorías conspiranoicas. Lo único que buscan las editoriales son buenas novelas (o al menos novelas a las que puedan sacar beneficio), y si la tuya lo es, les va a dar igual que trabajes en una fábrica de cajas como trabajaba David Monteagudo antes de publicar Fin. Tampoco sirve de nada enfadarse al ver cómo se publican libros de personajes televisivos que creemos que escriben peor que nosotros. Ellos tienen su espacio. Y nosotros tendremos el nuestro si nuestra novela lo merece.


Quizá tu plan inicial sea publicar en Alfagüara, RBA, Plaza y Janés o Planeta. O Salto de Página. Porque en papel publicaban los escritores que leías en el colegio. Y porque lo de ocupar espacio en una librería con tu novela impresa es algo que aún determina la idea que casi todos tenemos de lo que es ser escritor. Pero hoy no tiene sentido hablar de publicar sin tener muy presente la alternativa digital. Con Amazon y iTunes puedes publicar tu novela mañana mismo, antes de que suene la campana del microondas que te calienta el café del desayuno.


Así las cosas, hoy en día la senda a la publicación se inicia en un clásica bifurcación de caminos de cuento de hadas. Como ocurría en Big Fish. Uno de los caminos parece más tortuoso, difícil y complejo. Y hay ojos amarillos mirando entre la oscuridad. El otro camino es mucho más directo, rápido y sencillo. Y cantan pajaritos en las ramas de sus árboles frutales.


¿Cuál te apetece tomar? ¿Llevan ambos al mismo destino? ¿Hay que elegir sólo uno? Y lo más importante: ¿a qué sistema has adjudicado en tu cabeza cada uno de los caminos? ¿Es el tortuoso el de las editoriales tradicionales? ¿O lo es el del digital? ¿Los pajaritos cantan en el camino hacia la estantería de La Casa del Libro o en el camino hacia los Kindles de España?


Me encantará conocer tu opinión en los comentarios. También puedes preguntarme lo que quieras a través de ellos. Porque un blog sin comentarios es bastante rollo. Puedes comentar con los mismos datos de cuenta de Facebook, Twitter o Google +.


 


TRAZOFIRMAbaja


Próximamente en el blog: los agentes literarios, diez métodos para mejorar cualquier manuscrito, escribir (o no) con música, la elección de portada…

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Published on March 31, 2013 04:26