Andrés Trapiello's Blog, page 13
September 23, 2018
Galdós somos todos
EL verano pasado, 2017, acometió uno la relectura de los Episodios Nacionales. Empleo ese verbo, acometer, porque es el más apropiado para una tarea tan descomunal, la conquista de América de la literatura en español. Todas las tardes. En el retiro campestre, sin interrupciones, sin agobios, sin requerimientos enfadosos. Al llegar octubre la tarea quedó suspendida por los quehaceres del curso. Había traspasado, no obstante, el ecuador de la obra, y quedaron leídas las tres primeras series, treinta volúmenes. Este verano he reiniciado la lectura donde quedó interrumpida entonces, empezando por Las tormentas del 48, la primera entrega de la cuarta serie.El propósito de volver a leerlos obedecía a diferentes razones. La primera quedó sobradamente justificada: lo que hemos leído en la juventud ha sido a menudo mal leído y, con mayor frecuencia aún, mal comprendido y olvidado: pocas obras hay en la literatura universal comparable a esta, y desde luego, ninguna que ataña tanto a un lector español, y aun hispanoamericano, como ella. La segunda razón tenía y tiene que ver con el proyecto de cierto libro sobre Madrid que traía entonces, y sigo trayendo, entre manos: el Madrid del siglo XIX es de Galdós como la victoria de la batalla de Mühlberg fue del emperador Carlos. En este sentido las expectativas quedaron sobradamente cumplidas: sólo la relectura de El terror de 1824, una obra maestra absoluta que narra el triste final de Riego en la Plaza de la Cebada, a la altura de las grandes novelas de Galdós y de cualquiera, hubiera valido la travesía. El lector que empezaba en 2017 esta relectura, cuarenta años después de la primera, era, claro, muy diferente de aquel. Aquel, recuerdo, y el recuerdo es vivísimo, estaba como abducido por las atmósferas creadas por Galdós desde la primera página de cada episodio hasta la última, fuese el Cádiz de Trafalgar o la carlistada del Maestrazgo, las intrigas de la Corte de Aranjuez o la vida popular de Madrid. Había algo en la narración que impedía que uno pudiera apartar los ojos del relato, como el niño es incapaz de despegar la vista de las manos del mago o del prestidigitador hasta que el truco no termina. Sólo que en Galdós se advierte desde el primer momento que no hay truco. Aquello que nos cuenta… es verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Una verdad muy machadiana (“también la verdad se inventa”) que ha hecho que los historiadores del siglo XIX hayan de recurrir a las novelas galdosianas cada vez que algo se les escapa u oscurece..El lector adulto, sin embargo, cree que la vida le ha enseñado ya muchas cosas. Ha leído a los maestros de Galdós, a Balzac, Dickens, Hugo, Tolstoi, y espera desentrañar el mecanismo mediante el cual consigue embarcarnos, embaucarnos diríamos, en su ficción. Pero por más atención que preste, por más que siga atentamente las vicisitudes de sus relatos (esas mañas que le hacen contar las cosas unas veces como narrador omnisciente, otras sin salirse de los límites del yo, como sucede con este José García Fajardo, protagonista de la cuarta serie, que narra la vida en forma de un diario), por más que el adulto, seguro de su experiencia, se diga “esta vez no me engañarás, esta vez te sorprenderé con las manos en la masa”, las cosas vuelven a suceder de la misma manera que la primera vez que leyó esas novelas, en su muy lejana juventud. Porque en Galdós en realidad no hay truco. Todo sucede sin trampa ni cartón. De ahí la sensación que tenemos sus lectores: lo de Galdós no es literatura, lo de Galdós está vivo, es la vida misma, y en la vida no hay trucos, todo en ella es naturaleza que ha de relatarse de la única manera acorde con ella, quiero decir, con naturalidad. Nadie, ni Cervantes (si se me permite la herejía), ha logrado ser tan natural. Veamos: casi cuatro mil son los personajes que creó Galdós, dos mil en los Episodios y mil ochocientos en sus Novelas contemporáneas. “Llevo una sociedad en mi cabeza”, escribió Balzac a una de sus amantes. Galdós pudo haber dicho: toda la humanidad viene conmigo, sin faltar un solo individuo. Porque además percibimos en la sociedad de Galdós, una sociedad humanizada, humanísima. Esto es lo que le acerca a Cervantes, al que no hay novela en la que no le homenajee de manera explícita, consciente: el amor, tan velazqueño, por todas y cada una de sus criaturas; incluso por aquellas más descacharradas o desatinadas, como el infante Carlos María Isidro, causante de la primera guerra civil española, siente Galdós una simpática misericordia: nadie es necio del todo por sí mismo, viene a decirnos el novelista, las circunstancias, la historia y la suerte tienen que ver en la dicha y desdicha de todos. Y esto hace que hasta los defectos o faltas de sus personajes estén presentadas casi siempre desde su lado… más fotogénico. Estoy seguro de que los personajes de ficción de Galdós, si pudieran decir cómo se encuentran retratados, dirían que bien. Y los reales, lo mismo. Que lo diga, si no, Isabel II, que recibió al novelista en su exilio de París, cuando este ya había publicado algunos de los episodiosen los que aparecía ya toda su familia.Acaso la mayor cicatería que los literatos españoles han cometido con Galdós haya sido valorar en primer lugar su tesón (“cuando elogian tu laboriosidad es porque no tienen nada peor que denostar”) y que, a diferencia de Cervantes, se le reconociese con fama, lectores y regalías. Todo para soslayar lo inexplicable, pues milagro es: su inmenso talento de narrador, su genio. El contar las cosas sin que se trasluzca el esfuerzo, el tesón, ni apenas el estilo. Claro, nos objetarán los enterados, que eso lo consigue con algunos… trucos. Por ejemplo: mezclar sus personajes de ficción con muchos otros reales, creando una especie de trampantojo fascinante. No se crea; el recurso es bien antiguo, y casi ninguno logra lo mismo (Clarín sin ir más lejos). El humor, finísimo, en cada página, tanto como saber (ciencia de poeta) que el toque de toda obra de arte es la emoción, y emocionar sin complejos del mismo modo que los hombres más hombres llegado el caso saben llorar es tan importante como hacer reíra ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽e.verdad se inventa”), personajes.glo XIX hayan de recurrir a sus novelas cada vez que algo se les escapa.nce, sin exp. Descubrir en cada lector lo que este tiene de loco (Villaamil), codicioso (Torquemada) o apasionado (Fortunata), y presentar las cosas con una sencillez tanto más clara, cuanto más profunda. El milagro del agua, a un tiempo transparente y sabrosa, y el mejor invento para combatir la sed.El lector joven se fascinaba con las portentosas facultades de Galdós. El lector viejo, de 2017, de 2018, se asombra de sus habilidades para desaparecer él mismo de sus narraciones, y ocultar o disimular sus portentosas facultades. Se diría que en las novelas de Galdós no narra nadie, que la vida se narra a sí misma. Como esos coches que ahora están de moda, que se conducen solos, sin conductor. Sólo así se comprende que haya llegado tan lejos, sin descanso, día, tarde y noche. Llevando de un sitio para otro a esos cuatro mil pasajeros con sus vidas a cuestas. Sin el menor percance, sin explicarse tampoco ni el origen ni la naturaleza del milagro. Ese don le tocó a Galdós, y Galdós no lo traicionó. Y si formularlo así es retórico siempre, esta excepción confirma la regla: es verdad, Galdós somos todos. Escribió en nuestro nombre y para cada uno de nosotros, entonces, en el siglo XIX, y ahora, en 2018. Y de esto quiero dar sólo una prueba: cuando quiso escribir sus memorias, le salió un libro inane. Toda su vida se la había transfundido a esos cuatro mil personajes. No le quedó a él ni a su biografía ni una sola gota.
[Publicado en Mercurio, septiembre 2018]
[Publicado en Mercurio, septiembre 2018]
Published on September 23, 2018 03:49
Gsldós somos todos
EL verano pasado, 2017, acometió uno la relectura de los Episodios Nacionales. Empleo ese verbo, acometer, porque es el más apropiado para una tarea tan descomunal, la conquista de América de la literatura en español. Todas las tardes. En el retiro campestre, sin interrupciones, sin agobios, sin requerimientos enfadosos. Al llegar octubre la tarea quedó suspendida por los quehaceres del curso. Había traspasado, no obstante, el ecuador de la obra, y quedaron leídas las tres primeras series, treinta volúmenes. Este verano he reiniciado la lectura donde quedó interrumpida entonces, empezando por Las tormentas del 48, la primera entrega de la cuarta serie.El propósito de volver a leerlos obedecía a diferentes razones. La primera quedó sobradamente justificada: lo que hemos leído en la juventud ha sido a menudo mal leído y, con mayor frecuencia aún, mal comprendido y olvidado: pocas obras hay en la literatura universal comparable a esta, y desde luego, ninguna que ataña tanto a un lector español, y aun hispanoamericano, como ella. La segunda razón tenía y tiene que ver con el proyecto de cierto libro sobre Madrid que traía entonces, y sigo trayendo, entre manos: el Madrid del siglo XIX es de Galdós como la victoria de la batalla de Mühlberg fue del emperador Carlos. En este sentido las expectativas quedaron sobradamente cumplidas: sólo la relectura de El terror de 1824, una obra maestra absoluta que narra el triste final de Riego en la Plaza de la Cebada, a la altura de las grandes novelas de Galdós y de cualquiera, hubiera valido la travesía. El lector que empezaba en 2017 esta relectura, cuarenta años después de la primera, era, claro, muy diferente de aquel. Aquel, recuerdo, y el recuerdo es vivísimo, estaba como abducido por las atmósferas creadas por Galdós desde la primera página de cada episodio hasta la última, fuese el Cádiz de Trafalgar o la carlistada del Maestrazgo, las intrigas de la Corte de Aranjuez o la vida popular de Madrid. Había algo en la narración que impedía que uno pudiera apartar los ojos del relato, como el niño es incapaz de despegar la vista de las manos del mago o del prestidigitador hasta que el truco no termina. Sólo que en Galdós se advierte desde el primer momento que no hay truco. Aquello que nos cuenta… es verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Una verdad muy machadiana (“también la verdad se inventa”) que ha hecho que los historiadores del siglo XIX hayan de recurrir a las novelas galdosianas cada vez que algo se les escapa u oscurece..El lector adulto, sin embargo, cree que la vida le ha enseñado ya muchas cosas. Ha leído a los maestros de Galdós, a Balzac, Dickens, Hugo, Tolstoi, y espera desentrañar el mecanismo mediante el cual consigue embarcarnos, embaucarnos diríamos, en su ficción. Pero por más atención que preste, por más que siga atentamente las vicisitudes de sus relatos (esas mañas que le hacen contar las cosas unas veces como narrador omnisciente, otras sin salirse de los límites del yo, como sucede con este José García Fajardo, protagonista de la cuarta serie, que narra la vida en forma de un diario), por más que el adulto, seguro de su experiencia, se diga “esta vez no me engañarás, esta vez te sorprenderé con las manos en la masa”, las cosas vuelven a suceder de la misma manera que la primera vez que leyó esas novelas, en su muy lejana juventud. Porque en Galdós en realidad no hay truco. Todo sucede sin trampa ni cartón. De ahí la sensación que tenemos sus lectores: lo de Galdós no es literatura, lo de Galdós está vivo, es la vida misma, y en la vida no hay trucos, todo en ella es naturaleza que ha de relatarse de la única manera acorde con ella, quiero decir, con naturalidad. Nadie, ni Cervantes (si se me permite la herejía), ha logrado ser tan natural. Veamos: casi cuatro mil son los personajes que creó Galdós, dos mil en los Episodios y mil ochocientos en sus Novelas contemporáneas. “Llevo una sociedad en mi cabeza”, escribió Balzac a una de sus amantes. Galdós pudo haber dicho: toda la humanidad viene conmigo, sin faltar un solo individuo. Porque además percibimos en la sociedad de Galdós, una sociedad humanizada, humanísima. Esto es lo que le acerca a Cervantes, al que no hay novela en la que no le homenajee de manera explícita, consciente: el amor, tan velazqueño, por todas y cada una de sus criaturas; incluso por aquellas más descacharradas o desatinadas, como el infante Carlos María Isidro, causante de la primera guerra civil española, siente Galdós una simpática misericordia: nadie es necio del todo por sí mismo, viene a decirnos el novelista, las circunstancias, la historia y la suerte tienen que ver en la dicha y desdicha de todos. Y esto hace que hasta los defectos o faltas de sus personajes estén presentadas casi siempre desde su lado… más fotogénico. Estoy seguro de que los personajes de ficción de Galdós, si pudieran decir cómo se encuentran retratados, dirían que bien. Y los reales, lo mismo. Que lo diga, si no, Isabel II, que recibió al novelista en su exilio de París, cuando este ya había publicado algunos de los episodiosen los que aparecía ya toda su familia.Acaso la mayor cicatería que los literatos españoles han cometido con Galdós haya sido valorar en primer lugar su tesón (“cuando elogian tu laboriosidad es porque no tienen nada peor que denostar”) y que, a diferencia de Cervantes, se le reconociese con fama, lectores y regalías. Todo para soslayar lo inexplicable, pues milagro es: su inmenso talento de narrador, su genio. El contar las cosas sin que se trasluzca el esfuerzo, el tesón, ni apenas el estilo. Claro, nos objetarán los enterados, que eso lo consigue con algunos… trucos. Por ejemplo: mezclar sus personajes de ficción con muchos otros reales, creando una especie de trampantojo fascinante. No se crea; el recurso es bien antiguo, y casi ninguno logra lo mismo (Clarín sin ir más lejos). El humor, finísimo, en cada página, tanto como saber (ciencia de poeta) que el toque de toda obra de arte es la emoción, y emocionar sin complejos del mismo modo que los hombres más hombres llegado el caso saben llorar es tan importante como hacer reíra ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽e.verdad se inventa”), personajes.glo XIX hayan de recurrir a sus novelas cada vez que algo se les escapa.nce, sin exp. Descubrir en cada lector lo que este tiene de loco (Villaamil), codicioso (Torquemada) o apasionado (Fortunata), y presentar las cosas con una sencillez tanto más clara, cuanto más profunda. El milagro del agua, a un tiempo transparente y sabrosa, y el mejor invento para combatir la sed.El lector joven se fascinaba con las portentosas facultades de Galdós. El lector viejo, de 2017, de 2018, se asombra de sus habilidades para desaparecer él mismo de sus narraciones, y ocultar o disimular sus portentosas facultades. Se diría que en las novelas de Galdós no narra nadie, que la vida se narra a sí misma. Como esos coches que ahora están de moda, que se conducen solos, sin conductor. Sólo así se comprende que haya llegado tan lejos, sin descanso, día, tarde y noche. Llevando de un sitio para otro a esos cuatro mil pasajeros con sus vidas a cuestas. Sin el menor percance, sin explicarse tampoco ni el origen ni la naturaleza del milagro. Ese don le tocó a Galdós, y Galdós no lo traicionó. Y si formularlo así es retórico siempre, esta excepción confirma la regla: es verdad, Galdós somos todos. Escribió en nuestro nombre y para cada uno de nosotros, entonces, en el siglo XIX, y ahora, en 2018. Y de esto quiero dar sólo una prueba: cuando quiso escribir sus memorias, le salió un libro inane. Toda su vida se la había transfundido a esos cuatro mil personajes. No le quedó a él ni a su biografía ni una sola gota.
[Publicado en Mercurio, septiembre 2018]
[Publicado en Mercurio, septiembre 2018]
Published on September 23, 2018 03:49
September 17, 2018
Los huesos del caudillo
SE habló mucho de esto en el verano. Los lectores de esta página acaso conozcan el interés de su autor por los temas relacionados con la guerra civil y la memoria. Aun así jamás he querido visitar el Valle de los Caídos mientras Franco estuviera allí enterrado. Y me hubiera gustado, créanme, por razones de índole diversa (fui amigo de Herminia Allanegui y de su marido, el arquitecto don José Muguruza, hermano del que proyectó esa faraónica necrópolis), pero no lo hizo uno porque entendía que cualquier visita a Cuelgamuros llevaba implícito el homenaje a uno de los enemigos más encarnizados de los principios de la Ilustración, que combatió con saña, sembrando el dolor y el cerrilismo allí donde puso su bota y sus decretos leyes.
Tengo amigos muy razonables que han defendido para ese lugar diferentes soluciones, incluso opuestas: quién, cree que habría que dejarlo caer; quién, que el dictador debería seguir enterrado allí, precisamente para recordar sus crímenes, y quiénes, en fin (yo mismo, en esta misma página, varias veces a lo largo de veinte años), que piensan que deberían sacarse de allí los huesos de marras y dedicar el lugar a centro de estudio y reconciliación, con el respeto debido a las miles de víctimas de ambos bandos enterradas en él. No es este el momento de dilucidar las dificultades que entrañan esas tres soluciones, sino de recordar que el gobierno, llevando el asunto por la vía del decreto ley, ha hurtado a los españoles y al Parlamento un debate en profundidad y abierto una casuística de locos (¿Cuántas nuevas exhumaciones vendrán después de esta? ¿No es razonable que los herederos de las víctimas no quieran compartir espacio con las víctimas de sus verdugos? ¿Permitirá la iglesia que la colosal cruz recuerde, si allí se hace un cementerio laico, según la última ocurrencia el presidente del gobierno impulsor de la exhumación, la salvaje represión de la que fue cómplice? ¿Se le puede imponer la cruz a los ateos y agnósticos allí enterrados? ¿Permitirán los partidos de izquierda de hoy, herederos de los de ayer, que se recuerde su siniestro papel en la salvaje represión de retaguardia?, etc.).
España tiene mil asuntos más acuciantes. ¿Por qué, entonces, tantas prisas? Como un buen populista, el presidente Sánchez conoce el valor de la publicidad, y necesita no la exhumación sino la resurrección de Franco. Franco no va a resucitar, claro, pero a Sánchez le vale su momia, como Evita a López Rega, el Brujo. Y como éste, va a necesitar muchos trucos, porque los problemas del Valle de los Caídos no acaban aquí. Sólo han empezado.
“Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 16 de septiembre de 2018]
Tengo amigos muy razonables que han defendido para ese lugar diferentes soluciones, incluso opuestas: quién, cree que habría que dejarlo caer; quién, que el dictador debería seguir enterrado allí, precisamente para recordar sus crímenes, y quiénes, en fin (yo mismo, en esta misma página, varias veces a lo largo de veinte años), que piensan que deberían sacarse de allí los huesos de marras y dedicar el lugar a centro de estudio y reconciliación, con el respeto debido a las miles de víctimas de ambos bandos enterradas en él. No es este el momento de dilucidar las dificultades que entrañan esas tres soluciones, sino de recordar que el gobierno, llevando el asunto por la vía del decreto ley, ha hurtado a los españoles y al Parlamento un debate en profundidad y abierto una casuística de locos (¿Cuántas nuevas exhumaciones vendrán después de esta? ¿No es razonable que los herederos de las víctimas no quieran compartir espacio con las víctimas de sus verdugos? ¿Permitirá la iglesia que la colosal cruz recuerde, si allí se hace un cementerio laico, según la última ocurrencia el presidente del gobierno impulsor de la exhumación, la salvaje represión de la que fue cómplice? ¿Se le puede imponer la cruz a los ateos y agnósticos allí enterrados? ¿Permitirán los partidos de izquierda de hoy, herederos de los de ayer, que se recuerde su siniestro papel en la salvaje represión de retaguardia?, etc.).
España tiene mil asuntos más acuciantes. ¿Por qué, entonces, tantas prisas? Como un buen populista, el presidente Sánchez conoce el valor de la publicidad, y necesita no la exhumación sino la resurrección de Franco. Franco no va a resucitar, claro, pero a Sánchez le vale su momia, como Evita a López Rega, el Brujo. Y como éste, va a necesitar muchos trucos, porque los problemas del Valle de los Caídos no acaban aquí. Sólo han empezado.
“Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 16 de septiembre de 2018]
Published on September 17, 2018 01:08
September 9, 2018
Animal de compañía
Imitando la simpática muletilla con la que nuestra tricampeona badmintoniana Carolina Marín suele empezar sus respuestas en las entrevistas que le hacen en televisión, “te comento”: este ha sido el trigésimo cuarto verano que hemos pasado en Extremadura. En treintaicuatro años los hemos tenido variados, meteorológicamente hablando, benignos y extremos. En todos solemos sufrir entre diez y veinte días infernales en los que las piedras del campo se encienden como ascuas de una fragua, lo cual hace delirar a dos o tres millones de chicharras que llenan de su estridor enloquecido el aire magmático. Este año, sin embargo, los 43º y 44º han durado apenas siete días, o sea, ha sido un verano benigno.
No obstante, los telediarios se pasaron los siete días previos, los siete que duró el tsunami sahariano y los siete siguientes, informando al minuto con patente alarma y desde todos y cada uno de los ocho mil municipios españoles del modo de combatirlo, de los golpes de calor, de las víctimas... ¿Estaba justificado?
“Te comento”. A todos nos ha extrañado, de niños, ver a los viejos tan pendientes del tiempo en la tele, mandando guardar silencio a quienes tienen alrededor para no perder ripio de crónicas y pronósticos. Uno, como tantos, se ha reído hasta ahora de la manía valetudinaria, y si este año no lo ha hecho sólo puede ser por una de estas dos razones, o por ambas: me he hecho viejo o quieren que viva como tal. La primera providencia, desconfianza o insumisión fue buscar un termómetro para testar los partes oficiales. ¿Dónde? “Te comento”: las ópticas del pueblo ya no los expenden, pero gracias a Mao tenemos un bazar chino en todos y cada uno de los ocho mil municipios españoles. Había de tres tipos, con su alcoholito rojo. Si no se demencia uno por el calor, su fealdad se encarga de ello. Por suerte el precio está a la altura de su estética: 1,20€, 2,0€, 3,45€. Y aquí quería llegar. “Te comento”: colgado en un alcornoque, me paso mirándolo todas las horas del día, ¡incluso de noche! (luz de móvil mediante). Ha dejado uno de lado la cadena de explotación que hace posible que un termómetro, fabricado a miles de kilómetros, valga 1,20€, pero no de pensar, aterrado acaso por la premonición, en aquellos para los que el termómetro es un animal de compañía, su única compañía.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 9 de septiembre de 2018]
No obstante, los telediarios se pasaron los siete días previos, los siete que duró el tsunami sahariano y los siete siguientes, informando al minuto con patente alarma y desde todos y cada uno de los ocho mil municipios españoles del modo de combatirlo, de los golpes de calor, de las víctimas... ¿Estaba justificado?
“Te comento”. A todos nos ha extrañado, de niños, ver a los viejos tan pendientes del tiempo en la tele, mandando guardar silencio a quienes tienen alrededor para no perder ripio de crónicas y pronósticos. Uno, como tantos, se ha reído hasta ahora de la manía valetudinaria, y si este año no lo ha hecho sólo puede ser por una de estas dos razones, o por ambas: me he hecho viejo o quieren que viva como tal. La primera providencia, desconfianza o insumisión fue buscar un termómetro para testar los partes oficiales. ¿Dónde? “Te comento”: las ópticas del pueblo ya no los expenden, pero gracias a Mao tenemos un bazar chino en todos y cada uno de los ocho mil municipios españoles. Había de tres tipos, con su alcoholito rojo. Si no se demencia uno por el calor, su fealdad se encarga de ello. Por suerte el precio está a la altura de su estética: 1,20€, 2,0€, 3,45€. Y aquí quería llegar. “Te comento”: colgado en un alcornoque, me paso mirándolo todas las horas del día, ¡incluso de noche! (luz de móvil mediante). Ha dejado uno de lado la cadena de explotación que hace posible que un termómetro, fabricado a miles de kilómetros, valga 1,20€, pero no de pensar, aterrado acaso por la premonición, en aquellos para los que el termómetro es un animal de compañía, su única compañía.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 9 de septiembre de 2018]
Published on September 09, 2018 05:44
September 4, 2018
Tatuajes
“INTERIOR da tres meses a los guardias civiles para eliminar sus tatuajes”, incapaz de ordenarles que eliminen los lazos amarillos que están tatuando Cataluña de modo más lesivo, porque se trata de un espacio público, al contrario de los tatuajes que pueda llevar el benemérito Cuerpo.
Published on September 04, 2018 04:55
September 2, 2018
Coches de punto
LOS taxistas están preocupados por su futuro, ven en peligro su trabajo, la manutención de sus familias, su modo de vida. Es natural. No les va a ser posible continuar como hasta ahora. El aluminio y el duralex acabaron con los alfareros. El nylon y el poliester, así como el prêt-à-porter, dieron al traste con miles de costureras y sastres, y algunos adelantos (lavadoras, aspiradoras, planchas eléctricas, frigoríficos, cocinas de gas) licenciaron de las casas burguesas, después de dos siglos, el servicio doméstico. Implacablemente. Todo eso sucedió como quien dice ayer, en un soplo. Todavía recuerdo los cacharreros extremeños vendiendo en burros enjaezados sus botijos y alcancías por las calles de León, y ver lavar la ropa en el río a las mujeres de los pueblos, y el trajín perpetuo de los carboneros subiendo a los pisos sus grandes y tiznados cuévanos, como hacían cien años antes los aguadores de las grandes ciudades. Y no sólo en asuntos relacionados con la técnica. No poco contentos estarán los curas y monjas con el descenso drástico de sus vivares y caladeros.
En mi infancia no creo que hubiera en todo León más allá de media docena de paradas de taxis. Algunos seguían llamándolos coches de punto para distinguirlos de los coches de línea, por lo mismo que nuestros abuelos se resistían a contar el dinero en otra forma que no fueran reales y duros, y nada les apeaba de sus leguas y arrobas. La gente acudía a las paradas a coger un taxi. La costumbre de dar vueltas recorriendo las calles a la busca y captura de pasajeros fue posterior.
Internet ha sido letal para algunas profesiones seculares: por ejemplo esta, el periodismo. Una cáfila de periodistas se ha ido al paro en todo el mundo. Internet ha conseguido que los viajes y el hospedaje se hayan abaratado tanto, que los sectores afectados, hoteles y taxistas, ven con alarma su futuro. Sin embargo, nada parece de momento que vaya a frenar esa tendencia: mientras sigamos pensando que “como fuera de casa, en ningún sitio”, necesitaremos quien nos transporte y aloje. Podremos tratar de hacer la transición lo menos traumática posible y regularla con leyes razonables, pero la gente, poco romántica, dejará atrás y para siempre viajes y hospedajes tradicionales, si le ofrecen otros que les convengan más.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 2 de septiembre de 2018]
En mi infancia no creo que hubiera en todo León más allá de media docena de paradas de taxis. Algunos seguían llamándolos coches de punto para distinguirlos de los coches de línea, por lo mismo que nuestros abuelos se resistían a contar el dinero en otra forma que no fueran reales y duros, y nada les apeaba de sus leguas y arrobas. La gente acudía a las paradas a coger un taxi. La costumbre de dar vueltas recorriendo las calles a la busca y captura de pasajeros fue posterior.
Internet ha sido letal para algunas profesiones seculares: por ejemplo esta, el periodismo. Una cáfila de periodistas se ha ido al paro en todo el mundo. Internet ha conseguido que los viajes y el hospedaje se hayan abaratado tanto, que los sectores afectados, hoteles y taxistas, ven con alarma su futuro. Sin embargo, nada parece de momento que vaya a frenar esa tendencia: mientras sigamos pensando que “como fuera de casa, en ningún sitio”, necesitaremos quien nos transporte y aloje. Podremos tratar de hacer la transición lo menos traumática posible y regularla con leyes razonables, pero la gente, poco romántica, dejará atrás y para siempre viajes y hospedajes tradicionales, si le ofrecen otros que les convengan más.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 2 de septiembre de 2018]
Published on September 02, 2018 03:40
August 27, 2018
Nostalgia de la ficción
LA nostalgia más venenosa es de aquellos hechos que nunca han sucedido, y los recuerdos más letales, los falsos. Una revista, Psycological Science, ha dado a conocer un estudio de resultados sorprendentes: el 40 % de personas tiene recuerdos falsos de su infancia (de la cuna donde estaban, de sus primeros pasos, de tal o cual fogonazo en su memoria, a modo de impronta fugaz pero indeleble). La comunidad científica y la otra han recibido estos datos con la misma excitación que la noticia de que hay agua líquida en Marte. Y sin embargo era cosa sabida desde antiguo: el ser humano, principalmente el adulto, miente con frenesí. ¿Qué seríamos sin decorar nuestro pasado con luces y sombras?
El 40 % de los “me acuerdo perfectamente” (una de nuestras muletillas preferidas) tienen la misma base real que el cuento de Pulgarcito. Pero al contrario que nuestros recuerdos infantiles, irrelevantes para el mundo, la gente, en proporción superior al 40%, miente con una gran desenvoltura, o propicia la mentira. Tomemos el sintagma que ha hecho fortuna en estos últimos años: “memoria histórica”. Se ha insistido una y mil veces en que los pueblos no recuerdan ni tienen sentimientos, que únicamente recuerdan y sienten las personas. Es inútil: hay quienes aseguran lo contrario, empeñados en hacer creer que los pueblos son como los individuos, y proyectan sobre el pasado sentimientos del presente y recuerdos falsos. A propuesta de los líderes del Partido Comunista Cubano, la palabra “comunismo” desaparecerá de la Constitución cubana que los mismos comunistas promulgaron hace más de cincuenta años. ¿Con qué objeto? Para que el pueblo olvide lo que seguramente recordarán durante un siglo millones de cubanos y sus familias, individuo por individuo. Las élites que contaron a su pueblo las ventajas del paraíso comunista hace cincuenta años, tratan ahora de que sus nietos olviden el infierno en que lo convirtieron (y de paso la persecución y vejámenes contra los homosexuales), obligándoles a vivir en él. Y la Psycoligical Science ha venido a advertirnos que el 40% de cubanos recordará que en Cuba nunca hubo comunismo o al contrario, que en Cuba sí hubo paraíso, probando que la memoria histórica es falsa, desde luego, pero muy rentable y pegadiza, como su famoso y salsero himno: “Que nos quiten lo mentido”.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 26 de agosto de 2018]
El 40 % de los “me acuerdo perfectamente” (una de nuestras muletillas preferidas) tienen la misma base real que el cuento de Pulgarcito. Pero al contrario que nuestros recuerdos infantiles, irrelevantes para el mundo, la gente, en proporción superior al 40%, miente con una gran desenvoltura, o propicia la mentira. Tomemos el sintagma que ha hecho fortuna en estos últimos años: “memoria histórica”. Se ha insistido una y mil veces en que los pueblos no recuerdan ni tienen sentimientos, que únicamente recuerdan y sienten las personas. Es inútil: hay quienes aseguran lo contrario, empeñados en hacer creer que los pueblos son como los individuos, y proyectan sobre el pasado sentimientos del presente y recuerdos falsos. A propuesta de los líderes del Partido Comunista Cubano, la palabra “comunismo” desaparecerá de la Constitución cubana que los mismos comunistas promulgaron hace más de cincuenta años. ¿Con qué objeto? Para que el pueblo olvide lo que seguramente recordarán durante un siglo millones de cubanos y sus familias, individuo por individuo. Las élites que contaron a su pueblo las ventajas del paraíso comunista hace cincuenta años, tratan ahora de que sus nietos olviden el infierno en que lo convirtieron (y de paso la persecución y vejámenes contra los homosexuales), obligándoles a vivir en él. Y la Psycoligical Science ha venido a advertirnos que el 40% de cubanos recordará que en Cuba nunca hubo comunismo o al contrario, que en Cuba sí hubo paraíso, probando que la memoria histórica es falsa, desde luego, pero muy rentable y pegadiza, como su famoso y salsero himno: “Que nos quiten lo mentido”.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 26 de agosto de 2018]
Published on August 27, 2018 01:46
August 13, 2018
Vértigo
EL vértigo es un trastorno que en su estado agudo es angustioso. Hace quince años me encontraba en Cuenca por razones de trabajo, y sucedió lo que voy a contar. La noticia en la ciudad era aquel día la muerte de un adolescente, que, contrariado por las notas escolares, se había arrojado al vacío desde el puente de San Pablo. Alguien lo comentó durante el almuerzo. Me llevaron a continuación a mi alojamiento, en una de las famosas casas colgadas. Hubiera colgado al que se le ocurrió tal cosa. No pegué ojo en toda la noche, y pese a echar las maderas de las ventanas, experimenté por primera vez en mi vida lo que es el vértigo en realidad: el vacío parecía reclamar una víctima más. Fue espantoso. Durante tres meses viví alejado de los balcones de nuestra casa y subía las escaleras pegado a la pared, para evitar en lo posible el hueco y “la llamada del vacío”.
Desde entonces el mal se ha atenuado mucho, pero no puedo evitar el tósigo cada vez que se me hace testigo de situaciones de vértigo, especialmente con niños. En muy poco tiempo hemos visto tres casos extremos. En Francia un joven sinpapeles escaló por la fachada de una casa como Spiderman, y puso en salvo a una niña que pendía sobre el vacío. El Presidente de la República premió su gesta con la nacionalidad francesa. En Málaga los bomberos rescataron a una niña de cinco años que había logrado saltar los barrotes del balcón de un octavo piso y, agarrada a ellos por fuera, permanecía inmóvil. Y en Murcia un hombre recogió, mientras paseaba, al niño que le cayó literalmente encima desde un tercer piso.
¿Qué les tendrá reservado el porvenir a esos tres niños que de forma tan azarosa han salvado sus vidas? Imposible separar su historia de la de esa adolescente ilicitana que sucumbió a un vacío tanto o más siniestro: el zarrapastroso gurú que respondía al nombre de Príncipe Gurdjieff. Ella y el resto de su mísero harén lo siguieron al corazón de la selva peruana, donde vivían de forma nada principesca. Delgada y quebradiza como un vidrio, con aspecto de niña y su bebé de un mes en brazos. Piensa uno en ella, pero sobre todo en ese bebé, y en todos los abismos que le esperan, verdadera mise en abîme, un abismo dentro de otro, como en esa pesadilla en la que caemos a una sima sin llegar jamás al fondo.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 12 de agosto de 2018]
Desde entonces el mal se ha atenuado mucho, pero no puedo evitar el tósigo cada vez que se me hace testigo de situaciones de vértigo, especialmente con niños. En muy poco tiempo hemos visto tres casos extremos. En Francia un joven sinpapeles escaló por la fachada de una casa como Spiderman, y puso en salvo a una niña que pendía sobre el vacío. El Presidente de la República premió su gesta con la nacionalidad francesa. En Málaga los bomberos rescataron a una niña de cinco años que había logrado saltar los barrotes del balcón de un octavo piso y, agarrada a ellos por fuera, permanecía inmóvil. Y en Murcia un hombre recogió, mientras paseaba, al niño que le cayó literalmente encima desde un tercer piso.
¿Qué les tendrá reservado el porvenir a esos tres niños que de forma tan azarosa han salvado sus vidas? Imposible separar su historia de la de esa adolescente ilicitana que sucumbió a un vacío tanto o más siniestro: el zarrapastroso gurú que respondía al nombre de Príncipe Gurdjieff. Ella y el resto de su mísero harén lo siguieron al corazón de la selva peruana, donde vivían de forma nada principesca. Delgada y quebradiza como un vidrio, con aspecto de niña y su bebé de un mes en brazos. Piensa uno en ella, pero sobre todo en ese bebé, y en todos los abismos que le esperan, verdadera mise en abîme, un abismo dentro de otro, como en esa pesadilla en la que caemos a una sima sin llegar jamás al fondo.
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 12 de agosto de 2018]
Published on August 13, 2018 00:52
August 5, 2018
El sueño de ser nadie
HA llegado uno a la conclusión de que a todos los viajes de más de cuatro horas les sobra la última, que suele transcurrir con una lentitud inversamente proporcional a la velocidad del medio de transporte: por ejemplo, en los aviones. Que estos tengan unas ventanitas angostas sin fallebas es precisamente para que los viajeros no puedan abrirlas y arrojarse al vacío, desesperados de ver lo lentamente que transcurren los minutos en ese último trecho del trayecto. Incluso en el siglo del Grand tour, el siglo que idealizó los viajes y a los viajeros, el mal estado del mar o la peligrosidad de los caminos hacían de cada desplazamiento algo sembrado de adversidades y penurias. Esto explica que el hombre haya tratado desde la antigüedad por todos los medios a su alcance y la ayuda de la ciencia y la técnica, exactamente desde la invención de la rueda, de acortar en lo posible el tiempo invertido en los desplazamientos, con portentosos resultados, desde luego, pero insuficientes. Quiero decir, que ese asunto de los viajes no acaba de estar resuelto de modo satisfactorio, ni mucho menos.
Lo ideal sería, claro, la teletransportación. Recuerdo aún el impacto de los primeros faxes, anunciados en televisión: la foto de un caco, buscado por la interpol, enviada desde Tokio a Londres en apenas segundos. ¿Y para cuándo, nos preguntábamos los idealistas, podrán hacer con nosotros algo parecido?
Estamos al parecer más cerca de lo que podríamos pensar los escépticos, antiguos idealistas: unos científicos acaban de volver completamente invisible un objeto. Lee uno esta noticia esperanzado, y aunque los detalles queden lejos de mi comprensión, sé que ese es el camino: si la dificultad está en mover de sitio cuerpos pesados, no queda otra que quitarles, primero, la materia para poder mandarlos lejos a la velocidad de la luz, y ya en destino restituirles sus tres dimensiones. Pero llegados a este punto, dando por hecho esa conquista, ha de confesar uno que quizá lo mejor fuese no abandonar el estado de invisibilidad y no alejarse mucho. La posibilidad de entrar en los despachos sin ser visto y asistir a los pactos y chanchullos, por ejemplo, entre políticos, justificaría toda una vida consagrada a la ficción.
[Publicado el Magazine de La Vanguardia el 5 de agosto de 2018]
Lo ideal sería, claro, la teletransportación. Recuerdo aún el impacto de los primeros faxes, anunciados en televisión: la foto de un caco, buscado por la interpol, enviada desde Tokio a Londres en apenas segundos. ¿Y para cuándo, nos preguntábamos los idealistas, podrán hacer con nosotros algo parecido?
Estamos al parecer más cerca de lo que podríamos pensar los escépticos, antiguos idealistas: unos científicos acaban de volver completamente invisible un objeto. Lee uno esta noticia esperanzado, y aunque los detalles queden lejos de mi comprensión, sé que ese es el camino: si la dificultad está en mover de sitio cuerpos pesados, no queda otra que quitarles, primero, la materia para poder mandarlos lejos a la velocidad de la luz, y ya en destino restituirles sus tres dimensiones. Pero llegados a este punto, dando por hecho esa conquista, ha de confesar uno que quizá lo mejor fuese no abandonar el estado de invisibilidad y no alejarse mucho. La posibilidad de entrar en los despachos sin ser visto y asistir a los pactos y chanchullos, por ejemplo, entre políticos, justificaría toda una vida consagrada a la ficción.
[Publicado el Magazine de La Vanguardia el 5 de agosto de 2018]
Published on August 05, 2018 23:47
August 1, 2018
Carmen Calvo y el Quijote
SÓLO he llegado en el canal 24h a las últimas palabras de Carmen Calvo, vicepresidenta del gobierno, en la toma de posesión del nuevo director del Instituto Cervantes, y ya lo siento, porque las demás habrán sido también sabrosas: "Yo quiero terminar diciendo que hay que proteger a don Alonso [sic], pero también a Sancho, y a Aldonza y a Dulcinea [sic] porque no hay mejor cultura que la igualdad..."Dejando de lado el fililí ese de mezclar churras y merinas, la igualdad y el Quijote, pasando por alto que Aldonza y Dulcinea son una misma persona (como Ortega y Gasset), se ha quedado uno lelo con ese "don Alonso". ¿Habrá leído el Quijote? No hay un solo don Alonso en todo el libro, y no es un asunto baladí (que rima con fililí), ya que a cuenta de los que usan el don sin derecho a él, se leen cosas muy juiciosas allí (don Quijote tiene derecho a llevarlo tras haber sido armado caballero en la venta, y lo lleva; el hidalgo jamás hubiera osado hacerlo, como ha osado esta señora). Se ve que piensa que llamarle don Alonso es más de izquierdas que llamarle Alonso a secas, como a Machado empezaron a quitarle el apellido algunos socialistas, dejándolo sólo en don Antonio (para distinguirlo de su hermano, al que, por ser de derechas, apearon el tratamiento, dejándolo en un raso Manuel), sin comprender que los títulos, nobiliarios o sociales, ni le inmunizan a nadie de la estupidez ni le hacen menos cursi. Pase que algunos llamen don Miguel a Cervantes (con don que tampoco usó jamás), pero llamar a Alonso Quijano, el bueno, don Alonso, es, qué duda cabe, de una cursilería que atufa.Ahora sólo hay que esperar qué dirán todos aquellos que se mofaban hace dos semanas de Dolores de Cospedal por una cita apócrifa del Quijote que esta había hecho no sé dónde.
Published on August 01, 2018 08:15
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