Ismael Fernández García's Blog, page 13
October 10, 2022
(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 12: Uriah (El Flanco Derecho y los Guerreros Celestiales)
Este octubre empieza peleón. Habrá que apretar los dientes y plantarle cara.
Cuando estaba escribiendo la historia de fondo para Ital, mis amigos me acusaban de explayarme mucho más en los poderes tenebrosos de lo que lo hacía con el lado amable del panteón. Deformación de director de juego, supongo. Yo contaba con que mis jugadores fueran los héroes de la historia. Ellos tenían otros planes.
Sirva la entrega de hoy para compensar un poco ese desequilibrio.

Conforme descendía por la escalera de caracol, el aire que lo rodeaba iba adquiriendo el olor propio de las aguas estancadas. A cierta altura, las raíces dejaron de asomar por entre los sillares de los muros. En su lugar, era el verde musgo el que se sustentaba de la humedad del ambiente, la cual iba en aumento.
Tomando su broche luminoso con la mano izquierda, Uriah enfocó los que sabía que eran los últimos escalones, justo delante de la talla de una ninfa de los bosques que entre sus manos sostenía en alto un racimo de uvas, como si se los estuviera ofreciendo al recién llegado.
El suelo ante él rezumaba humedad y desprendía el olor propio de la materia orgánica en descomposición. Alargados insectos quitinosos reaccionaron a su luminaria escabulléndose por grietas y oscuros rincones.
Qué uso le habían dado los constructores originales a aquel lugar era un misterio para el paladín caído. La falta de un uso o mantenimiento apropiado por parte de los humanos había propiciado su decaimiento. A esa profundidad, la subida de la marea causaba que las cloacas se desbordasen, inundando parcialmente espacios olvidados como aquél. Incrustados a diferentes alturas del muro se podían ver cristales de colores trabajados con formas caprichosas, rosas, claveles, abejas, colibríes, uvas y granadas. Cuatro grandes tinajas de cerámica lacada, reposaban contra la pared dispuestas una frente a otra formando las esquinas de un cuadrado. Rotas desde que Uriah tenía conocimiento de aquel lugar, adivinar su contenido, al igual que se función, estaba fuera de su alcance.
Frente al último par de escalones se encontraba la que su viejo maestro Fyodor llamaba: "la puerta de las vides". Una laja de mármol rosado veteado de negro, liso, sin adorno alguno. Su nombre le venía dado por el mecanismo de apertura que los laboriosos elfos habían elegido. Prendiendo de nuevo el broche de acebo se su capa. El capitán de la Guardia de la Reina acercó su mano al racimo de uvas que le ofrecía la ninfa y presionó en preestablecida secuencia primero una, luego dos y por último tres de las redondas cuentas de cuarzo que lo formaban. Un sonido de engranajes largamente inactivos resonó en la estancia, y la puerta de mármol se deslizó con suavidad para desaparecer de la vista. Pisando con cuidado de no resbalar, Uriah accedió a lo que él creía que era una suerte de bodega. Respondiendo a un sistema activado al pisar las baldosas, la puerta de las vides se cerró tras él.
Los mismos cristales inertes que adornaban la entrada reflejaban la luz de su broche. Tres hileras de ovaladas tinajas decoradas con los mismos motivos evocadores de néctar, vino y miel ocupaban el centro de la galería. A los lados, en cambio, colocados a intervalos regulares, se sucedían mesas y estantes, junto a una suerte de enormes cilindros de cristal, dentro de los cuales bien cabía un hombre adulto, colocados sobre redondos pedestales metálicos. Avanzó con precaución, restos de loza y cristal abundaban por el suelo. A sus ojos, todo aquello no era otra cosa que los restos abandonados de un complicado alambique.
Muchos años atrás había tenido la oportunidad de apreciar el verdadero vino de los elfos. A fe suya, llamarlo licor sería más apropiado. El ambarino líquido, denso, dulce, revigorizante y embriagador, fácilmente precisara para su elaboración de instalaciones así de complejas.
Al pensar en ello, sintió una punzada de nostalgia por los planes malogrados y esperanzas truncadas, que en días lejanos abrigó su joven corazón. Con una mueca de disgusto apartó aquellos pensamientos, pronto abandonaría la seguridad de ese entramado de estancias secretas para internarse en el laberinto de las alcantarillas de la ciudad. Debía concentrarse en la labor que tenía por delante, pero antes, se inclinó para retirar de su camino un pedazo de cristal más grande que los demás y se permitió la indulgencia de recordar lo que era sentir el júbilo que lo embargaba cada vez que alzaba el vuelo a lomos de Espolón y cuánto disfrutaba contemplando el mundo por entre las nubes del cielo.
*****
Reprimiendo el impulso por objetar la temeraria decisión de su Rey. Uriah se sumó con una ligera demora a las exclamaciones de sus camaradas paladines Habían recibido una orden directa. No era, ni momento, ni lugar para debates. En el campo de batalla, la menor manifestación de duda podía debilitar la resolución y la fe en la victoria de los contendientes.
De modo que se golpeó el brillante peto con el puño metálico y tomó el mando de los caballeros alados supervivientes. No sin antes dedicar una mirada de preocupación con su amigo Iván, que le correspondió con una sonrisa de confianza antes de partir en pos de su nuevo desafío.
—¡Sea pues! —bramó fingiendo una confianza que no acababa de sentir— ¡Nuestro camarada Daimiel y sus hombres nos esperan! ¡La justicia…
—¡...como el rayo!
—¡Ambrose! —llamó al único de sus compañeros que le superaba en veteranía.
Éste se acercó a él. Su águila, que respondía al nombre de Acerada, frotó su pico agrisado contra el de Espolón, su compañero de nidada.
—¿Comandante? —saludó con el puño a la altura del pecho.
Bajo el yelmo con forma de torre, sus cabellos empezaban a ralear, lo compensaba con su rubia barba, contestaba entre risas a quien se lo señalaba. Pero los ojos azules del paladín conservaban su agudeza. Un mortífero mangual era el arma de su elección. Era, con diferencia, el más fuerte físicamente de los miembros del Círculo Interior. Y sin embargo, nunca había dado muestras de aspirar al liderazgo sobre otros hombres, o a la posesión de tierras o rentas.
—Solo tenemos una oportunidad de sorprenderlos —reconociendo implícitamente su veteranía, se explicó Uriah, señalando al gran número de enemigos—. Es hora de invocar a nuestros espíritus guardianes.
—Es verdad, así es —se limitó a afirmar el fornido paladín.
Comprendiendo lo que sus superiores se disponían a hacer, Jebediah y Zacarías se alejaron un par de metros a cada lado. Ellos no habían avanzado lo suficiente en los misterios del Señor del Valor para llevar a cabo tal proeza. Aún así, se sumaron a la salmodia, alzando mazas, martillo y mangual a la luz de los soles.
—Luz que dispersa la oscuridad —entonaron todos a una—. Rayo que hiende el firmamento. Tormo el Justiciero. Martillo que dicta sentencia. Mirada que descubre la mentira. Tormo del Libro. Escudo que protege a los inocentes. Torreón que aleja a los sin ley. Tormo Espejo de Paladines. ¡Tu asistencia invocamos!
Era ya mediodía y en el campo de batalla no cesaba el derramamiento de sangre, cuando dos columnas de luz dorada, ribeteadas de relámpagos y acompañadas de sendos truenos descendieron del cielo. En su interior se adivinaba la blanca luz de los espíritus guerreros enviados en respuesta a sus plegarias. Tal era la intensidad de la energía divina que los sustentaba, que mirarlos directamente cegaba al imprudente. Sus armaduras emitían destellos plateados, sus armas refulgían como el oro, pero eran sus alas blancas, cargadas de energía eléctrica, las que no dejaban lugar a dudas sobre su naturaleza.
—Tormo os escucha —les contestó uno de los guerreros celestiales con voz jovial, cantarina, incluso—. Y os contempla desde su trono, por encima de las nubes.
—Tormo está con vosotros —le secundó el otro, acercándose a Jebediah para posar con familiaridad su mano resplandeciente sobre la cabeza de Aguerrida, su montura—. Y más importante aún, está complacido, hermano.
—¿Her… herm… hermano? —sobrecogido, conteniendo las lágrimas, balbuceó el gemelo superviviente, al reconocerlo.
—¿Adam, Jerome, sois vosotros? —adelantándose hacia las apariciones preguntó Uriah.
—Nosotros somos, si —sonriente, como si su atroz muerte no hubiera sido más que un tropiezo sin consecuencias, respondió el joven Adam.
—Dejamos inconclusa esta importante tarea —se explayó su compañero de martirio—. Y en respuesta a vuestras plegarias, el que rige nuestros destinos, nos concedió la venia de volver para terminarla.
—¡Encaminémonos, entonces, con el corazón henchido de gozo, a nuestra ordalía final! —exclamó, embravecido, el fortachón Ambrose.
—¡Sea pues! —recordó Uriah haber ordenado lleno de confianza— ¡Tormo lo quiere! ¡Partamos!
—¡Tormo lo quiere! —jubilosos lo secundaron todos ellos.
Eran en verdad una visión gloriosa, sus águilas gigantes elevándose sobre el campo de batalla, sus armas imbuidas de magia divina, blanca y pura, rutilantes como estrellas caídas del cielo, y sus camaradas regresados, encarnación de su propósito justiciero, volando juntos.
Ansioso por demostrar que estaba a la altura de sus camaradas paladines, Zacarías guió la carga. Una vez en combate, permitió que Traviesa, su montura alada, haciendo honor a su nombre, sobrevolase las filas posteriores de los jinetes de jaburíes, capturando con sus garras cubiertas de acero a un guerrero aquí, para batir sus alas, ganar altura, y dejarlo caer más allá, en medio de sus conmilitones. Así una y otra vez. Sembrando el pánico entre sus enemigos, paralizados tanto por los graznidos del águila, como por los ataques espirituales de su paladín.
Entre tanto, abriéndose en abanico para que el enemigo creyera estar siendo atacado por un número mayor de adversarios, con él y Espolón en el centro, Ambrose y Adam a su izquierda y los reunidos hermanos a su derecha, el Círculo Interior se ganaba el derecho a entrar con la frente erguida en el Bastión de Tormo.
El mangual de Ambrose caía con el sonido del trueno y la fuerza de un meteoro, saltando dientes y astillando escudos. En lo que Acerada oscurecía su pico con la cálida sangre forqz. No era menor el daño que la luminosa forma del regresado Adam causaba con su maza a dos manos. Inmune a las armas comunes, aprovechaba al máximo el tiempo que sabía prestado. A cada golpe derribaba un jinete, moviéndose con la agilidad de un bailarín que ya tenía en vida, insuflando el temor a la luz en los vástagos de la entropía.
Reunidos de nuevo el martillo y la maza de los hermanos Tudorache, juntos labraron un surco sangriento entre las filas de sus enemigos.
—¡Tormo lo quiere! —repetía con celo fanático Jebediah, su sed de venganza desatada— ¡Tormo lo quiere!
Hasta tal punto estaba entregado a sus instintos homicidas, que descuidó la defensa de Aguerrida. Su fiel montura sangraba por tajos en las patas y en el pecho. Un campeón forqz reaccionó al fin a la amenaza que representaban los paladines, al tiempo que de entre las filas de los caballeros de Esgembrer surgían vítores por su llegada. Con gritos guturales los respondió el bestial guerrero, convocando en torno suyo a otros con la cara tatuada con lo que parecían alas de murciélago. Una lanza de oscuro, mate y siniestro guorztil empuñaba. Era negro su escudo, con un verde sucio se adivinaba dibujada una gárgola.
Tres de sus escoltas hicieron frente al desatado Jebediah, deteniendo su asalto rampante, obligándole a pasar a la defensiva. Su líder, en cambio, se interpuso en el camino del vengador alado. Su yelmo ardía con un nimbo verduzco y ominoso. La Alianza de los Cometas también tenía sus elegidos. Rebotó la maligna lanza contra el luminoso escudo del aparecido. Aquella era un arma que sí lo podía dañar. Cayó el martillo dorado contra el blasón de su enemigo y su luz menguó. Veloz, como la serpiente tallada en su mango, respondió la oscura lanza. El rubio Tudorache bloqueó el ataque, pero veía sus golpes perderse y la bendición de su martillo disiparse.
Tras él, un graznido de dolor le hizo volver la mirada. Aguerrida había sido abatida. Los cuerpos de dos de sus enemigos yacían bajo su cuerpo doliente, que pugnaba por incorporarse. Un jaburí huía sin jinete del lugar. Su hermano luchaba pie a tierra con el guerrero montado restante, respirando fatigosamente, el brazo del escudo colgando inútil del costado. Como buitres que han oteado carne fresca, más jinetes le rondaban. Pero él bien sabía que la hora de su hermano no había llegado, de modo que ignorando a su rival, ascendió sobre el tumulto e invocó un trueno que aturdió a los guerreros comunes y sus monturas.
Esa era toda la ayuda que necesitaba Jebediah. Con un golpe cruel, destrozó la pata delantera izquierda del último jaburí y su amo cayó al cenagoso suelo. No llegó a levantarse otra vez, la maza pringosa de sangre y sesos del paladín le aplastó la nuca. Por desgracia, el elegido de Moruk resistió el conjuro divino, e invocando el favor de su terrorífico patrón, dotó de sustancia a la sombra de su lanza, la cual, crepitando con verde energía salió propulsada contra Jerome, atravesando su vientre y enviándolo de vuelta a los salones celestiales.
—¡Hermano! —alcanzó a llamarlo Jebediah, con la reseca garganta en carne viva.
—Tú vivirás para ver otro día —creyó escuchar el moreno Tudorache—. Tormo así lo quiere.
Entonces, igual que una presa cede ante la riada, así cedió la resistencia guorz ante el empuje combinado de los enanos de Khorzam, los caballeros de Daimiel y los paladines de Uriah. Ahora, cada guerrero tribal forqz buscaba a los suyos para vender cara la piel en palmario desafío a la ineludible derrota, o para huir de aquellas odiosas águilas que parecían estar en todas partes. Esa última fue la opción elegida por el verdugo de Jerome, quien, como gesto de respeto, o de burla, ninguno más lo sabe salvo él, saludó a Jebediah levantando su lanza maldita, antes de volver grupas y perderse de vuelta en los bosques salvajes.
Bueno, hasta aquí llego con la entrega de hoy. Los clérigos y paladines son personajes que abundan en los juegos de rol, pero pienso que, a la hora de la verdad, no se les exprime todo el jugo. También pueden ser un poco pesados, lo admito.
Y como despedida os dejo con "Walking with the Angels". Una colaboración entre dos cantantes que me gustan mucho: Doro Pesch y Tarja Turunen.
Gracias por estar ahí. Nos leemos. He corregido un lapsus con los nombres de los hermanos. Errar es de humanos. En la próxima entrada me autocastigo, ya veréis.
September 30, 2022
(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 11: Marcial (El Flanco Izquierdo y el Poder del Mundo Antiguo)
Muy buenas a todos, aquí vuelvo con la que llaman la última batalla del mundo antiguo y con el amigo Marcial. De modo que ya sabéis lo que podéis esperar: mala leche, palabras malsonantes y peores pensamientos. No os enfadéis con él. No lo tuvo fácil y tampoco tomó las decisiones acertadas.

La taberna, iluminada por la vacilante llama de un candil, estaba sumida en la penumbra. Con andares fatigosos y desganados, un envejecido Marcial barría con una escoba de paja el serrín que cubría el piso. En general, había sido una buena noche. El aviso de naufragio había llegado en el momento justo. Cuando los clientes ya habían consumido todo lo que podían pagar, pero antes de que los malos bebedores empezasen a vomitar.
Podía haber sido mejor, pensaba el tabernero, si ese truhan de Melchor no hubiera aparecido. Ese sinvergüenza solo era bueno con los naipes y, como de costumbre, había desplumado a los tahúres de la casa.
Cansado, Marcial se sentó en un banco alargado y se rascó con descuido el muñón en que acababa su pierna derecha. La maldita, por tres décadas, no había dejado de dolerle de la mañana a la noche, recordándole su ausencia. Notó húmeda la tela del pantalón. El exceso de peso y de horas en pie se confabulaban en contra suya. Recostándose contra el respaldo, se quitó la prótesis de madera y desnudó el maltratado muñón. Un tenue alivio recorrió su espina dorsal. Respiró pesadamente unos segundos y el viejo escozor regresó de nuevo, cual perro fiel.
—¿Cómo dice la Señora? —con una sonrisa torcida pensó en voz alta— ¡Ah, si! Que en el mundo hay una cantidad finita de dolor y sufrimiento. Que una vez agotada todo será gozo y alegría —se carcajeó, descreído, moviendo la cabeza con incredulidad— ¡Y una mierda! —para luego murmurar entre dientes— Poco la veo sufrir yo a esa. No —negó con la cabeza—, por mucha venda que la cubra, desde la punta de los pies, a su alargada cabeza, a mi no me engaña esa bruja de ojos malva. A esa elfa le gusta usar su látigo en los demás. No para autoflagelarse como exige a los demás, no.
Recordaba bien el día que le amputaron la pierna. El olor a alcohol del aliento del físico. Las manos temblorosas de su asistente sujetándolo. El rasgar de la sierra contra el hueso. El crujido de su molar izquierdo al morder la cuña de madera que le metieron en la boca para que no gritase. El olor de sus heces al cagarse encima.
«Cagarme encima, yo, que había mantenido la puta posición, con la ayuda de cuatro putos críos, a las puertas de De la Turbera.» Renegaba en silencio. «Pero yo no era lo bastante bueno para recibir los cuidados de un sanador, no. Esos estaban reservados a los putos nobles y sus jodidos caballeros.»
Al asistente de ojos saltones que lo sujetó mientras contemplaba con mirada extraviada como le serraban la pierna, lo había vuelto a ver hacía poco. Vestido como un próspero mercader, lucía unos pequeños anteojos sobre la nariz y con afectados modales le preguntó por los zoquetes de Melchor y su hermano. Si él lo había reconocido, no dio muestras de ello.
«¿Cómo se iba a acordar?» Pensó con resignación pasando la mopa por la barra del bar de la Tuerta, mientras, cojeando, se apoyaba en ella. «¿Que había sido para él? Otra res más que despiezar en la mesa del matadero. El matadero al que los había conducido el meapilas del Rey Iván.»
*****
Los carros forqzs avanzaban impertérritos bajo la lluvia de flechas que caía sobre ellos. Parapetados bajo sus grandes escudos, los acorazados pasajeros, con golpes y amenazas habían reagrupado pequeños contingentes de gribzs, que eran los que mayor daño recibían. Las moles de tiro que empujaban los carros de asedio, sin embargo, con su grueso pellejo y su abundante grasa corporal, parecían ignorar las decenas de proyectiles clavados en sus fofos corpachones.
Los restos de los hostigadores, honderos y batidores se agolpaban a la sombra del risco. Desde allí veían a sus habitantes descargar andanada tras andanada de flechas sobre la fuerza asaltante. Se esforzaban con denuedo. Eran gente de frontera. Pioneros endurecidos, hombres y mujeres por igual. Y aunque tarde, al fin habían comprendido el alcance del peligro que se cernía sobre ellos.
Desde sus torres y empalizadas habían visto el castigo que las bestias del cieno, como llamaban con desprecio a los primitivos gigantes de las montañas, habían impartido a la infantería enana. Y no les quedaba la menor duda de que la primera intención del caudillo guorz al reclutarlos, no era para combatir a los khavil, sino para derribar sus precarias defensas y dejar expedito el camino a los brutales guerreros que tenían frente a sí.
Poniendo en ello cada onza de energía que les restaba, Marcial y los Comerranas habían logrado llegar a las puertas de De la Turbera. Allí atrapados, las golpeaban, implorando en vano que les dejarán refugiarse dentro.
—¡Joputas! —gritaba el veterano batidor— ¡Abrirnos!
Era inútil, mientras los hombres y mujeres capaces de disparar un arco largo defendían la empalizadas, cada niño y anciano del puesto avanzado había acarreado lo mismo rocas, que muebles y sacos de turba bloqueando los accesos al lugar. La pierna herida le ardía como el fuego. Los vendajes, empapados en sangre y agua estancada, sucios de barro, no le proporcionaban alivio alguno. Como un animal acorralado, Marcial miraba a un lado y a otro, buscando una escapatoria. A su izquierda, los dancos se reagrupaban en torno a su líder, el othain Elugón, su cimera astada destacaba entre ellos. Sus gritos de guerra rivalizaban con los gruñidos de dolor de las bestias de tiro guorz. A su derecha, tomaba posiciones la infantería élfica con sus yelmos de plata y sus escudos con forma de lágrima. Ya no cantaban. Ya no tenían en sus ojos almendrados esa mirada perdida, como si viesen lo que en el pasado fue ese lugar, en vez de lo que en el presente era. En su lugar, una fría furia transfiguraba sus rasgos afilados, mientras avanzaban dispuestos a morir matando. Agotado, Marcial apoyó la espalda contra las puertas que había creído su salvación y apretó los dientes, a un tiempo resignado y resentido con las cartas que el destino le había deparado. Podía oír los latidos de su corazón, tomaba cada bocanada de aire como si fuese la última.
Los carros guorzs estaban ya a distancia de carga. Cada proyectil lanzado por los defensores alcanzaba su objetivo. El veterano batidor se sumó a sus esfuerzos, poniendo en cada disparo todo el rencor que sentía. Una vez elegida una posición ligeramente elevada que defender, lo mismo hacían las filas posteriores de la infantería élfica. Ahora sí, el daño causado a las resistentes jaburies hacía mella en sus fuerzas. Muchas se desplomaban, obligando a los forqzs a abandonar sus carros y proseguir el asalto con los grandes escudos sobre sus cabezas. Marcial apuntó a un guerrero colmilludo que iba en cabeza, pendiente de los proyectiles que le llovían desde más arriba, y le alojó una flecha en el ojo. Con enorme satisfacción lo vio caer en el fango.
Abajo, pudo ver al líder de los lanceros elfos que mantenía el vacío brazo derecho doblado ante sí, y movía los labios como un cetrero que estuviese dando instrucciones a su halcón. En efecto, una vez retirado el brazo, una ráfaga de aire sacudió el penacho de plumas blancas y azules de su casco plateado. Un estremecimiento le recorrió la espalda con un sudor frío.
«Brujeria élfica.» Pensó, alzando el arco mientras elegía otro objetivo. «Están de nuestra parte. Están de nuestra parte.» Se repitió antes de soltar la flecha, que alcanzó a otro guerrero en el hombro, pero no lo detuvo.
Fue un disparo proveniente de los exploradores a caballo, que continuaban su hostigamiento, el que le atravesó el pie, y lo detuvo. La puntilla se la dio una jabalina arrojada desde las filas de los Comerranas. De reojo, echó un vistazo a los muchachos, el grandullón seguía con los brazos colgando y la mirada ausente, al fondo, de espaldas a la empalizada, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. El que se creía más listo que nadie era el que se había expuesto para arrojar esa última jabalina. La cara sucia traicionaba las lágrimas, tal vez de rabia, que el crio no había podido contener.
Los aliados dancos cargaron a los forqzs gritando en el galimatías con que hablaban entre ellos. Su agilidad contra la resistencia de los pesados guerreros. Las bellas espadas largas de Shislaran frente a los recios escudos guorzs. Alejado del fragor del combate, de repente, su othain se quedó quieto, mirando fijamente un punto en el aire delante suyo. Asintió y señaló con su brazo en dirección a la hilera de arqueros a caballo. Marcial reprimió el impulso de posar la mano derecha sobre el corazón para repeler el mal de ojo.
—Están de nuestra parte. Están de nuestra parte —murmuraba, supersticioso, sin dejar de disparar una y otra vez.
A continuación, el druida hizo una seña a sus escoltas, que no llegaban a media docena, e impartió una serie de órdenes rápidas a aquellos guerreros que se habían privado de participar en la carga de sus camaradas. Fueran las que fueran, era evidente que les agradaban. Se golpeaban el pecho, mientras cantaban y bailaban en círculos en torno a Elugón.
—Están de nuestra parte. Joder, joder… ¡Joder! ¡Menos mal que están de nuestra parte!
Ante la espantada mirada de los civilizados esgembreses y karnolianos allí congregados, los danzantes, ya de por sí velludos y corpulentos, comenzaron a crecer a lo alto y a lo ancho. Abundante pelaje cubrió abultados músculos. Sus manos devinieron zarpas y garras, sus bocas hocicos repletos de colmillos, sus cánticos, aullidos, rugidos y berridos. Mitad hombres, mitad bestias, todo poder animal e instinto asesino. Y en medio de todos ellos, superándoles en estatura, se alzó el propio Elugón, cual avatar de su sombría divinidad, Sariagón el Depredador, el cráneo de ciervo fusionado a su cabeza mutada, la cornamenta revigorizada y crecida. Había llegado el momento de demostrar el poder de los viejos caminos. Ahora sí se sumaron a la refriega, abalanzándose contra los carros guorzs, arrebatándoles la iniciativa, incluso volcándolos entre varios, deteniendo en seco su ofensiva. Uno de ellos, dotado de ursina testa, sin duda embriagado por el inhumano vigor que bullía en sus venas, pretendió tumbar por sí solo uno de aquellos carros. Con ambos brazos peludos lo levantó, ante el estupor de la decena de acorazados guorzs subidos en él. Pero los forqzs no iban a quedarse de brazos cruzados y dejarle obrar a su antojo, claro que no. Uno de ellos se adelantó por la inclinada rampa y con un golpe seco cercenó la zarpa derecha del danco. Rugiendo de dolor, éste soltó su carga, que cayó al suelo embarrado salpicándoles o todos. La mayoría de los pasajeros saltó por los lados para rodear al cambiante. Éste, encolerizado, de un bocado arrancó la cabeza al valiente guerrero, para luego asir su cuerpo por una pierna y usarlo como una porra con la que golpear a sus compañeros. A cada impacto caían derribados, pero sin dejar de protegerse tras sus grandes escudos, varios lograron levantarse y unirse de nuevo a la lucha. Aquellos que perdían sus escudos fueron los que peores golpes encajaron, hasta no levantarse más. Mientras sus camaradas de armas lanzaban una estocada tras otra, hasta matar al ursino guerrero, gracias a innumerables heridas. La mitad de las cuales, una sola habría bastado para matar a un hombre normal.
Pero en su asalto rampante, a todos había dejado atrás. Incluso a Elugón y sus seguidores, que sembraban el terror entre las encallecidas tropas de asalto. En su ayuda corrieron una docena de dancos con sus lanzas de madera de dendrua y afilado acero. Solo llegaron a tiempo de enfrentarse al trío de magullados forqzs aún en pie. Quienes espalda contra espalda vendieron caras sus vidas. Con ellos se llevaron al otro mundo a cuatro de los bárbaros lanceros. Pero ahora los vientos soplaban en contra de la horda invasora.
Las tornas estaban cambiando. Con inteligencia, sangre, sudor y lágrimas, la alianza empezaba a imponerse. El equilibrio de fuerzas en el flanco izquierdo pendía de un hilo. Y entonces, el mar de caballos y jinetes que formaban los batidores montados se partió al medio, cortado por una cuña de plata y acero, abriendo paso a la caballería élfica.
Al frente de sus caballeros cabalgaba Nilvaet, enfundado de arriba a abajo, tanto montura como jinete, en brillante inirdia. El estandarte azul y blanco con las montañas de la pérdida Anquei le seguía. Lanza en ristre acometieron a los guerreros forqzs. En ese momento, el oficial elfo ordenó a la infantería mixta pasar a la ofensiva. Juntos, bárbaros humanos y civilizados elfos trabaron reñido combate con los invasores. Éstos, sin cohesión en sus filas, luchaban a vida o muerte, intentando romper el cerco de músculos y acero que amenazaba con ahogarlos. Algunos trataban de aprovechar la posición elevada de sus carros para enfrentarse a la caballería. Otros se protegían las espaldas con los restos de los volcados, intentando no verse rodeados por la infantería. Todos ellos se veían superados en número, acorralados. Por cada miembro de la alianza que despachaban con su fuerza brutal, otro le sustituía. Y en medio de todo ello, igual que una estrella de hielo y plata, se revolvía el Príncipe Proscrito, su escudo de lágrima abollado, el azul halcón de su emblema borrado, su lanza estelar teñida de negra sangre y su ansia de muerte insatisfecha.
«Joputas. Menos mal que están de nuestra parte. Joder.» Se repetía Marcial una y otra vez, empapado en frío sudor, sentado en el duro suelo del risco, respirando con dificultad, agotadas las flechas, doloridos los brazos, despellejados los dedos y el veneno gribz gangrenando su pierna herida.

Y hasta aquí puedo leer. La próxima entrega tomará derroteros más elevados, o eso espero. Os dejo con dos canciones que no han dejado de sonar en mi cabeza esta semana mientras le daba a la tecla, y que puede que os sorprendan.
La primera se la dedico a toda esa fiel infantería que he sacrificado a lo largo de los años jugando a Warhammer, Kings of War, La Guerra del Anillo, Flames of War, Bolt Action...
Y la segunda va para el pobre Nilvaet, que no se diga que carezco de corazón y la tengo tomada con los elfos:
September 22, 2022
(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 10: Uriah (El Centro y la Ungida)
Bueno, una de cal y otra de arena, como se suele decir. El otro día le daba protagonismo a Nerdrali de la Alianza de la Espada, hoy se lo doy a Meldoried de la Alianza del Libro. No hay luz que no proyecte sombras.
Continuamos con la Batalla de los Marjales, hoy toca el centro de la lucha, el yunque donde se pulverizan las vidas de los soldados y se decide el destino de los pueblos.

Fila tras fila de disciplinados guerreros forqz emergían de las sombras del bosque, como conjurados por un hechicero. Altos como los más altos humanos, de hombros anchos, conservaban un aire feral en su porte, en sus andares ligeramente encorvados, adelantando la cabeza cuadrada con su frente huidiza, los marcados arcos superciliares sobre sus ojos, y por encima de todo, las grandes mandíbulas con los colmillos inferiores asomando fuera de sus bocas. Aunque la variación de tonos de piel, del verde más oscuro al marrón quemado, denotaban su pertenencia a diferentes tribus, todos lucían blancas pinturas de guerra y elaborados tatuajes faciales resemblando calaveras, jabalíes y serpientes. Su armamento evidenciaba también su mayor estatus dentro de la horda, no solo portaban las mejores piezas de armadura cosechadas a su sangriento paso por el devastado continente, sino que también empuñaban las mortíferas armas de hoja curva por las que eran famosos. Lo único que consideraban digno de fabricar con sus propias manos. Brutales, resistentes y consagradas al derramamiento de sangre, como ellos mismos.
—¡Moruk! ¡Goruk! —bramaban, invocando el favor de sus bestiales divinidades— ¡Yabaçamur!
Con ellos acarreaban tres de sus tótems, utilizados como estandartes, tallados en el tronco de milenarias secuoyas por las castas menores. Todo su contorno estaba profusamente labrado, abundaban los mismos crudos glifos de trazos rectilíneos y ángulos agudos que lucían los guerreros tatuados. Por todos ellos se apreciaban tallas de arañas, minuciosas y variadas en forma y tamaño, en las que anónimos esclavos gribzs demostraron un amor al detalle absolutamente inesperado. A muchas de ellas se les había dado utilidad como asideros para trepar, de otras colgaban los despojos encadenados de ofrendas pasadas y recientes, sangre vieja, y no tanto, las teñía. Coronaba cada tronco la cabeza de una criatura devoradora de cadáveres. A la derecha el alado buitre, de calva cabeza y curvo pico. A la izquierda la nocturna hiena, de afilada sonrisa y moteado lomo. Y en el medio el salvaje jabalí, de prominentes colmillos y masivos músculos. Encaramados a cada uno de ellos se podía ver a un chamán tatuado y pintarrajeado, derramando su propia sangre para potenciar la oscura magia que los conectaba con sus divinidades hambrientas de sangre y almas.
«De no haber obligado a los colonos a refugiarse sobre el risco, sería la sangre de sus familias.» Recordó haber pensado Uriah, mientras contemplaba como la infantería pesada enemiga se agrupaba en tres nutridos cuerpos bajo la mirada de las bestiales efigies gigantes, lista para el asalto.
Tras ellos, caminando con torpeza sobre sus cuartos traseros, dominando la escena con su envergadura de lo menos cinco metros, erguía su escamoso cuerpo serpentino, verde jaspeado, con estrías del color de la sangre coagulada, la monstruosa sierpe sobre la que entraba en batalla el epicentro de todo aquél propósito destructor.
El metal de su armadura reflejaba, desnudo de ornamentos, la luz de los tres soles. El escudo redondo que llevaba a la espalda, en cambio, mostraba un bestial rostro repujado, cubierto de rojo cinabrio, que se burlaba de sus enemigos con muecas cambiantes. Era el arma de su elección un curvo yuntoudao de hoja masiva, forjado a partir del acero maldito cuyo secreto solo los escasos herreros de entre los gigantes ologai de músculos de ébano conocen, y templado en la sangre de elfos y enanos. Engastadas en sus colmillos brillaban mágicas gemas protectoras. Un casco, adornado con una cresta osea imitando la de un dragón, y dos pares de joyas encantadas dispuestos a cada lado a guisa de ojos, cubría su calva y tatuada cabeza.
—Amigos míos —se dirigió Iván a sus compañeros de armas, sobrecogido ante la tarea que tenía ante si—, he aquí el momento para el que nacimos. De la fuerza de nuestros brazos y de la convicción en nuestra causa dependen las vidas y el futuro de los que hemos dejado atrás: mujeres, hijos, padres y hermanos. Esta es la hora de la verdad. ¡Nuestro deber es claro! ¡Nuestro camino está marcado! ¡Nuestro destino está en nuestras manos!
—¡Nuestro deber es claro! ¡Nuestro camino está marcado! ¡Nuestro destino está en nuestras manos! —emocionados, con el corazón en un puño, corearon los paladines supervivientes.
—Tenéis vuestras órdenes —recuperando el control de sus emociones, les dirigió la palabra por última vez—. Socorred a la caballería. Envolved juntos el flanco de la horda —y señalando al líder de los sanguinarios guorzs, sentenció—. Yo me encargo de descabezarla.
Al tiempo que se volvía y espoleaba a Sangraal para que emprendiese el vuelo, como respondiendo a su desafío, la gran sierpe alzó su cuadrada y plana cabeza de colmillos venenosos y extendiendo unas membranosas alas rematadas en afiladas garras, emitió un rugido aterrador que resonó por el campo de batalla antes de surcar ella misma los cielos.
Entre tanto, los grandes bloques de infantería se disputaban el control del centro de la lucha. Era aquel el inclemente yunque de la guerra en el que se trituraban vidas e esperanzas para forjar los destinos de los supervivientes. En él, hombres como el margrave Daimiel pulverizaban los huesos de sus enemigos, aplastando cabezas y cercenando miembros, impulsados por el deseo de dejar tras de sí un mundo mejor para sus hijos. Mientras que a otros, como los grandes espaderos que lo circundaban, sin ir más lejos, era el provecho personal y el renombre prometidos, lo que los mantenía firmes en la liza. Pero a la mayoría de los convocados, era el poder coercitivo de sus señores lo que los había conducido al matadero. Y si mantenían la posición tras sus escudos erizados de filos brillantes pese al miedo, los gritos, el dolor, el hedor de las heces y el omnipresente derramamiento de sangre, era por mero instinto de supervivencia. La seguridad conferida por el número, y la vergüenza de ser el primero en volver la espalda al brutal enemigo, se coaligaban para mantener en su mortífero abrazo a los contendientes.

Eran los menos, aquellos cuya visión de los acontecimientos llegaba más allá de la necesidad inmediata o de la ganancia personal. Unos pocos, como la Dama Meldoried, comprendían que allí estaba en juego, no el futuro de un reino, sino el de todo un continente. Por ello había vuelto a trocar cortesano traje, por bruñida coraza, ligera diadema, por pesado yelmo, civilizados aguja y telar, por bárbaros lanza y escudo. En perfecta comunión con Aubea la Defensora, un aura dorada emanaba de su persona, envolviendo a quienes combatían a su lado, ralentizando las estocadas dirigidas contra ellos. Con sus plegarias bendecía las armas de sus campeones, volviéndolas más resistentes y certeras. No había chamán o caudillo hobz que resistiera el impacto de su plateada lanza. Y sin embargo, tan numerosos eran, que ni tan siquiera ella podía romper la formación e internarse entre sus filas, sin arriesgarse a una muerte segura.
Hubo un tiempo, antes del Colapso propiciado por los partidarios de Shira de Namcor, en el que magos como Caedthal y su padre, con un hechizo tras otro, hubieran acabado con decena tras decena de soldados. Ahora, en cambio, habían de fiarlo todo a la disciplina y resistencia de sus tropas. Era la función de los clérigos de batalla presentes, reforzar ambas virtudes. Y cuando se presentaba la ocasión, poner a prueba las de sus adversarios, canalizando en su propio cuerpo el poder de sus dioses guerreros, regando de muertos sus filas.
Pero la presión no cedía. Según lo planeado, los albicelestes lanceros de su sobrino ya deberían haber caído como halcones sobre la retaguardia enemiga. En cambio, los escurridizos hobzs persistían con sus asaltos. Por parejas acosaban a los hoplitas humanos. El uno trataba de enganchar su lanza aserrada en el reborde del gran escudo para tirar de él y dejar desprotegido al soldado, en lo que el otro daba el golpe mortal.
El goteo de bajas era constante. Los equipos organizados la víspera por Englund y ella trabajaban retirando heridos sin cesar. Algunos, los menos, eran atendidos allí mismo y volvían a la refriega. Los más, una vez estabilizados, eran enviados al campamento de los sanadores. Pese a los esfuerzos de los médicos, dada la gravedad de sus heridas, no todos llegaban vivos. Pronto, el desgaste físico y mental que suponía el empleo de sus plegarias, desbordaría la resistencia de los sanadores. Dañar es una habilidad al alcance de cualquiera, mientras que sanar, además de suponer un gran coste para quien lo hace, no lo es.
Un coro de tenebrosos lamentos rasgó el aire, un rugido, poderoso como el de un dragón, los acompañaba. Enfrascada en primera línea de batalla, Meldoried no podía ver la llegada de las tropas de refresco forqz, ni a la bestia que montaba su líder, pero sí comprobar cómo envalentonaba a los guerreros de piel verde que tenía en frente.
Sus tropas, tras el muro de pulidos escudos, vacilaban. Éste se combaba y ondulaba bajo los embates de los guorzs. A su izquierda, el bravo Diocles vio el escudo arrebatado de su cansada presa y una lanza cruel atravesarle el cuello. Sus compañeros dieron un paso al frente, llenando el hueco que dejaba en el frente. El que dejaba como padre ¿Quién podría llenarlo?.
El martillo no llegaba. El yunque amenazaba con quebrarse. Aunque sus allegados, ni tan siquiera su hijo, lo supieran, Meldoried ya había elegido el lugar de reposo para sus restos mortales. Allí, en Esgembrer había encargado su monumento funerario, entre blancos avellanos, rojos cerezos y colmenas de abejas, a la sombra de una estilizada torre con tejado de azul pizarra. De modo que la Ungida aclaró su mente, llenó sus pulmones con el aire turbulento del campo de batalla, despachó con un golpe de precisión casi quirúrgica, que le entró por la boca y le salió por la nuca, al asesino de su campeón e, invocando el poder de Aubea, rompió la formación, internándose entre las filas enemigas, segando guerreros como si no fuera otra cosa que trigo en la mies.

Imbuida ella misma de poder divino, los hobzs comunes intentaban alejarse de la danzante encarnación de la batalla en que se había convertido, pero la profundidad de su formación lo impedía. El aura dorada los cegaba y la estela plateada de su lanza los hería de muerte, ningún enemigo resistía su acometida, pero pronto el poder de sus plegarias se desvanecería. Ya se disponía a retroceder, cuando la salió al paso un corpulento guerrero hobz. Burlón, vestía un tres cuartos rojo burdeos, numerosos piercings adornaban la afilada nariz y los finos labios. El caudillo de piel verde amagaba estocadas con su curva cimitarra, ganando tiempo para que dos de sus granujientos secuaces armados con lanzas rodeasen a Meldoried. Anticipándose a la maniobra, ella elevó una nueva súplica a los cielos, cargó de energía divina su lanza de inirdia y la liberó como un rayo que atravesó la barriga de uno de ellos. Ni el amarillo jubón, ni la cota de debajo resistieron. Llevándose las manos a la herida cayó el primero. Con un alarido se abalanzó contra su escudo el segundo, pero tampoco le esperó. Se adelantó, agachándose en el último momento, permitió que la aserrada lanza la pasará por encima del hombro y, antes de que su oponente recuperase el equilibrio, lo golpeó en el afilado mentón con el escudo, derribándolo inconsciente. Intentó el caudillo atacarla entonces, todo rastro de humor borrado de su rostro de demoníaco arlequín, pero se encontró con la punta de plata de la lanza élfica. Fue un golpe forzado, que rasgó el rojo gabán, orgullo en el pasado de algún vanidoso petimetre, cargado de brillantes botones, ostentosos puños y charreteras, pero que no logró atravesar las escamas de la armadura enana que llevaba debajo.
Si que fue suficiente, empero, para que el sibilino guerrero achicara los ojos rasgados, y retrocediera ordenando a los otros hobzs que atacasen en su lugar, sin que éstos le obedecieran. Desorden que Meldoried aprovechó para regresar entre las filas de sus soldados, recuperados ya de los temores que momentos antes atenazaban sus corazones, y que veían ahora asomarse a los ojos de sus enemigos.
Esto es todo por hoy. Próxima entrega: El Flanco Izquierdo y los Halcones Peregrinos de Nilvaet. Y como despedida musical os dejo una de las composiciones de Antti Martikainen, que lo pongo mucho de fondo mientras escribo.