Ismael Fernández García's Blog, page 12
January 5, 2023
(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad: Mal`mbz (Epílogo)
Bueno, damas y caballeros, primera entrada del año.
Aquí termina "La Batalla de los Marjales". El evento que marcó el devenir de Esgembrer para las generaciones por venir. Como diría el buen Doctor, uno de esos momentos fijos de la historia, como la erupción del Vesubio.
Ahora toca regresar con Caethdal, Drinlar, Selid, Szim y compañía.

Una chispa de energía parpadeaba, tenaz, arrastrada por las invisibles fluctuaciones del espectro mágico. La destr...
December 29, 2022
"Cementerio de Dragones" ya disponible.

Y como considero que el mérito por la iniciativa le corresponde a Ignacio, aquí le cedo la palabra:
¡GENTES DEL REINO, CEMENTERIO DE DRAGONES YA ESTÁ DISPONIBLE!
Trece autores y autoras amantes del género han logrado conjurar en este oscuro grimorio que te dispones a leer, el espíritu de la alta fanta...
December 28, 2022
(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 18: Uriah (Caminos Entrelazados)
Muy buenas a todos.
Vamos dejando atrás estas fechas tan entrañables, a la par que agotadoras, y recuperando tiempo para otras cosas.
Hoy os traigo una nueva entrega de mis relatos. Sigo con Uriah y aprovecho para ir atando flecos de la historia. Al igual que la entrada anterior, tal vez este material hubiese dado para dos entradas, pero lo presento así un poco como compensación por la espera.

November 28, 2022
(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 17: Uriah (Victoria sin Gloria)
Bueno, no sé como vendrá el mes de diciembre Por lo general es agotador. De modo que he querido asegurarme que terminaba La Batalla de los Marjales.
Aviso que esta entrega es el doble de larga que la más larga de todas las anteriores. Bien la podría dividir en dos. Pero me ha parecido mejor así. Me faltan un par de detalles: Llevar a Uriah a su destino, presentar debidamente a Mara y vuelvo con Caethdal y compañía.
En lo siguiente planeo retomar el estilo anterior. Eso significa exploración, escaramuzas, algún trauma del pasado (breves como lo eran antes), conflictos entre personajes por la toma de decisiones, combates menores y algún enemigo duro de verdad...

Para nosotros, la escalinata al Trono Nuboso.
Ambrose volteó su mangual y descargó un nuevo golpe. Compensaba el poder espiritual agotado, aprovechando el impulso proporcionado por el vuelo de Acerada. Obligado a encajar el golpe, so pena de caer presa de las garras de Sangraal, el caudillo de ojos rojos paró el golpe con su escudo. El rostro espolvoreado con cinabrio en él dibujado bizqueó y torció el gesto al recibir el golpe.
Un haz de luz blanca atravesó las nubes y se estrelló contra el costado de la sierpe, que se convulsionó dolorida. Estaba rabiosa ante los continuos ataques de que era objeto. Acostumbraba a desatar todo su poder y su furia sobre adversarios más vulnerables y menos atrevidos. Deseaba descender y aterrorizar a la sabrosa carne que se movía bajo ella. Pero el irritante grifo, la molesta águila, y sus insolentes jinetes la mantenían alejada del banquete que ansiaba. Con saña se revolvió contra el cansado paladín, y sus fauces chasquearon en el aire.
Acerada descendió justo antes de probar su venenosa mordedura. Pero ella también acusaba el cansancio, y todavía estaba planeando, sin remontar el vuelo, cuando la bilis inflamable caía en su dirección. Por pura memoria corporal, Ambrose alzó su escudo, que de poco habría servido, de no ser por el tirabuzón con el que su montura los salvó a ambos de salir escaldados. Pero la arriesgada maniobra había logrado su cometido.
La pérfida sierpe, concentrada en el que percibía como el rival más débil, no vio a Sangraal abalanzarse sobre ella. Las garras delanteras del grifo atravesaron las resbaladizas escamas y se hincaron profundamente en la carne correosa. Nada pudo hacer el señor de la horda para liberarla. Bastante tenía con defenderse de los martillazos que el Rey le propinaba. Y mientras, atrapados en abrazo mortal, juntos caían a plomo, con sus zarpas traseras desgarraba Sangraal las alas membranosas de la bestia.
Causado el daño, llegaba el momento de soltar la presa, pero era ahora Ztirca la que con su férrea mordedura mantenía sujeto a Sangraal por una pata delantera, y sin remedio se precipitaban contra el suelo.
Consciente del peligro, Iván cambió de objetivo y dirigió los golpes de su martillo resplandeciente a la cabeza del monstruo. Chispas saltaron, cuando el señor de la horda los bloqueó con la masiva hoja de su desmesurada arma.
Fue Ambrose, siempre voluntarioso y esforzado, quien propinó, en el blando vientre de la sierpe, los dolorosos golpes que la obligaron a soltar al grifo, entre espasmos de dolor. Pero no sin antes escupir su ardiente veneno en el ala izquierda de Sangraal.
A plomo, cayó al fin la sierpe en los embarrados humedales. Su impacto hizo temblar el suelo, retumbó como un alud, levantó olas en todas direcciones, y derribó a cuantos no aplastó con su sinuoso cuerpo. Tamaña vitalidad animaba a aquella criatura, que aún convulsionaba e intentaba serpentear, destrozadas sus extremidades, mientras el malherido grifo, graznando de puro dolor, descendía planeando en círculos.
Todo esto recordaba Uriah haber visto, en lo que su recién adquirido destrero trotaba de vuelta a la batalla. Dando muestras de la inteligencia por la que eran famosos, el dorado semental avanzaba ligero al comprender que iban a reunirse con sus compañeros de manada.
Una vez recuperados de la conmoción, los aliados estallaron en vítores y cánticos. Se sentían vencedores al fin. Pero, sin embargo, los guerreros tribales del jaburi y la hiena no daban muestras de rendirse. Por el contrario, parecía que un impulso insano había despertado en ellos. Era como si ahora no luchasen para ganar, sino para causar el mayor daño posible antes de morir.
Con denuedo se consagraron a la lucha elfos y humanos. Los enanos, destacados en el otro extremo del campo de batalla, habían sufrido tal cantidad de bajas a manos de los gigantes, los jinetes de jaburi y la tribu del buitre, que como fuerza de combate ya no contaban.
Sangraal aterrizó en el espacio despejado por los espasmos de su rival. Sus propias heridas eran graves, pero todavía podía luchar. Su mera presencia disuadía a los forqzs de aproximarse. A picotazos repelió a los pocos que osaron tal cosa. Cojeando se aproximó al desgarrado cuerpo de Ztirca. La sangre manaba a borbotones humeantes por sus heridas. A cada convulsión vomitaba bilis inflamable mezclada con sangre. Era como si, reventada la glándula que la producía, ardiera por dentro.
Más alejado descendió Ambrose. Consciente del excesivo esfuerzo al que había expuesto a su fiel compañera, descabalgó. Apoyando su redonda cabeza contra la de Acerada, se despidió de ella. Contaba con su silbato de marfil para llamarla. Permitirla abandonar la lucha y descansar era lo mejor.
Ambos, Rey y paladín cruzaron sus miradas y asintieron sombríos, los nudillos blancos apretando con fuerza los mangos de sus armas. Ante ellos se incorporaba, incólume pese a la caída, el Señor de la Horda.
Hasta ahora, empequeñecido por la comparación con su montura, no se habían dado cuenta cabal de su verdadero tamaño. Sólo de espaldas, ya era más ancho que Ambrose, quién siempre destacaba allá donde iba. Y pese a su postura feral, agresiva, encorvada hacia adelante, era más alto que el más alto de los hombres que conocían: el veterano Maestre Fyodor, quien podía medirse incluso con los aliados diantari de mayor envergadura.
Con paso cauteloso, metiendo el cuello entre los hombros, levantando el escudo a la altura de los ojos, se le acercaron cada uno por un lado. Para su asombro y perplejidad, estaba hablando con la bestia moribunda.
—Mi muchacha —se lamentaba con voz grave y profunda, la manaza posada sobre el cuerpo escamoso de Ztirca—, mi hermoza muchacha. Pero mira qué te han hecho. Ezoz zonrozaoz y zuz polloz…
—Déjate de tonterías —se sumó una voz estridente y molesta—. Desde que te llevé a su nido, sabías que este día llegaría.
—¡Calla demonio! —gruñó estrellando el escudo del emblema carmesí contra una roca solitaria. Casi seguro, un indicador de ruta abandonado— ¡Ztika ha comido de mi mizmo plato dezde que no era máz que una lagartija!
—¡Ahora resulta que Kritho el Mazcazierpez tiene sentimientos! —lo zahirió la aguda vocecilla— ¡No te anduviste con tantos remilgos con la madre!
—¡Maldito zeaz Mal'mbz! —siguió aporreando al escudo contra el miliario, tiñendo a este último de rojo— ¡Nadie ze burla de Kritho y Ztirca!
—Menos yo, botarate estúpido —le replicó en tono suave y condescendiente el deforme rostro pintado en su escudo, el pigmento rojo que lo cubría desprendido a golpes—. ¿O no quieres que te guíe hasta los demás contaminados por Yabaçamur?
—Yabaçamur —babeando igual que si hablasen de un manjar delicioso, murmuró el gigantesco guerrero—. Quiero comer.
—¡Pues delante tuyo lo tienes, so tocho! ¡Come su corazón! ¡Devora la esencia que compartiste con ella!
—Perdóname, Ztirca —susurró entonces Kritho, acariciando otra vez a la criatura—. Ez el hambre. Tú lo entiendez. Ez el hambre —se disculpaba—. Zeré rápido. Lo prometo. Ez el hambre.
Atónitos ante lo que estaban escuchando, los paladines de Tormo vieron al señor de la horda arrodillarse para introducir ambas manos, dotadas de uñas como las de un depredador, en el pecho de la sierpe, y sacarlas empapadas en fluidos vitales, con su corazón aún palpitante en ellas. Entonces, los espasmos que sacudían el cuerpo de Ztirca cesaron. El extraño fulgor carmesí de sus ojos, y que compartía con los de Kritho, se extinguió.
Con el goce culpable del adicto, masticaba y engullía el formidable caudillo forqz su macabro manjar. Y con cada bocado, el aire mismo que lo rodeaba trataba de evitar su contacto, y salía repelido. Pues la esencia de Yabaçamur no era de este mundo y al aire, la tierra y el agua les repugnaba su contacto.
Ráfagas de viento cargadas de agua y barro se arremolinaban con Khrito en su centro. Iván y Ambrose, mantenían prudencial distancia. No daban crédito a lo que veían sus ojos. Sangraal, imponiéndose el instinto al adiestramiento, retrocedía sin dejar de graznar y aletear.
La entidad manifestada a través de la, ahora negra, enseña del escudo se carcajeaba demente.
Y en medio del vórtice de energías en conflicto, donde lo natural y lo antinatural se rechazaban mutuamente, aquel que era Khrito el Mazticazierpez, asimilaba un poder anterior al nacimiento de las lunas de Ital. Su cuerpo, de por sí gigantesco, creció aún más. Alas correosas surgieron de su espalda. Su metabolismo se aceleró. Sudaba copiosamente. Y al contacto con el aire, el sudor ardía con un fulgor verde, malsano, sobre su piel enrojecida.
Sus ojos rojos brillaban con una inteligencia antigua observando el mundo ante ellos. Sonriendo malevolente se encaró con la entidad imbuida en el escudo.

No es lo mismo, pero se acerca a la idea.
—Nos has mentido —no había rastro del ceceo característico de los guorzs, mientras lo sujetaba como si fuera un espejo—. No es un fragmento mío lo que se oculta en este reino.
—¡Es cierto, es cierto! —chillaba a quien llamaban Mal'mbz, gesticulando y forcejeando con su prisión, como un grumo de potaje que quisiera escapar del plato— ¡Pero nos será útil, Yabaçamur!
—Khrito no necesita más poder que el mío —melosa, contestó, deleitándose con el miedo de su rehén.
—¡Aún no es suficiente! ¡Necesita más!
—No. Y ya no te necesitamoz —las voces de uno y otra se entremezclaron. La roja luminiscencia en sus ojos iba y venía—. Nozotros estamoz al mando.
Y tras decir eso, con fuerza sobrehumana dobló al medio el negro escudo y lo partió. Un alarido de muerte rasgó el aire cuando la entidad sobrenatural perdió su asidero en el plano mundano. Aquellos capaces de ver los espectros de la magia pudieron contemplar cómo manaba un surtidor de chisporroteante energía oscura antes de desvanecerse, arrastrada por el viento.
Zanjado lo que para ella era un asunto menor, la criatura que era a un tiempo Khrito y Yabaçamur se volvió hacia los humanos que la confrontaban.
—Tormo —dijo sin dejar de sonreír—. ¿Pretendes reclamar el trono que abandonazte? —preguntó señalando al Trono Nuboso.
Ni Iván, ni Ambrose supieron qué contestar. El primero se concentró en sus plegarias. Un aura blanca y pura lo envolvía. El segundo, fiel a su función de gregario, arriesgaba yendo un paso por delante de su Rey. Tanteaba las reacciones de su desconcertante oponente.
—Sé que me eztás ezcuchando a través de tuz peones —insistió—. Renunciazte al señorío zobre las tormentaz…
En ese momento Ambrose lanzó un golpe con su mangual. De un manotazo lo repelió el señor de la horda.
—...en este mizmo lugar —continuó, balanceando ocioso su curvo yuntoudao—. Aquí trocaste la Balanza por el Libro…
Insistió el paladín con sus ataques. Empezaba a comprender que no era rival para la criatura. Pero era su deber conseguir una abertura en sus defensas, una oportunidad para su amigo.
—...La juzticia, por la ley. Esta tierra ya no te pertenece —sentenció.
Acostumbrado a imponerse a sus oponentes en virtud de su mayor fuerza y envergadura, Ambrose atrapó con la cadena del mangual el brazo izquierdo de su enemigo. Éste, abandonando de improviso su relajada actitud, la agarró con su roja manaza y dio un tirón. El barbado paladín no soltó a tiempo el arma y voló por los aires.
Pasó entonces Iván a la ofensiva. No sin que antes la criatura propinase una aterradora patada al derribado Ambrose, sin darle tiempo para levantarse del rico limo aluvial, rompiéndole las costillas, que perforaron sus pulmones. Y el abnegado Ambrose no volvió a ver otro amanecer.
Veloz como una centella descargó golpe tras golpe el joven Rey. Todos ellos detuvo su masivo oponente. El estruendo provocado por el entrechocar de sus armas resonó igual que las fraguas de los gigantes en eras pasadas.
—¡Yabaçamur! ¡Yabaçamur! —bramaban los guerreros forqzs, mientras luchaban enloquecidos, los ojos fuera de sus órbitas, escupiendo saliva— ¡Yabaçamur!
El poder desatado por el elegido de Tormo y su enemigo de otro plano reverberaba lo mismo por el plano espiritual. La Ungida de Aubea lo sentía romper en oleadas contra el suyo propio, amenazando con ahogarla. Cuando dió el visto bueno a aquella empresa, no imaginaba lo que iba a suceder. Oscuras entidades moraban en Ital. Eso lo sabía bien. De la mano de una de ellas había paseado, embelesada, antes de que la Espada la reclamase como suya. Nada podía hacer por cambiar los caminos que los separaron. Pero aún podía luchar por lo que creía justo. Dando un paso atrás, cedió su lugar en el frente de batalla y evaluó la situación.
Fila tras fila de guerreros simiescos la separaba del mal detrás de toda aquella muerte y ruina. Esbirros sacrificables en un tablero mayor. No serían ellos quienes detuviesen a Meldoried de la Casa de Diamante, la Doncella de Lanza. A su lado llamó a sus campeones supervivientes: Laertes el Certero y Orestes el Firme.
—Es la hora —les dijo—. El enemigo final nos ha sido revelado.
—Muchos son los que nos saldrán al paso —objetó el taciturno Laertes.
—Si me fuera posible llegar sin ayuda, lo haría sola.
—La llamada de la Dama nunca es en vano —recitó Orestes.
—El fuego del hogar ha de mantenerse encendido —replicó su camarada.
—Por el sueño de los inocentes velamos —entonaron los tres tomándose de las manos.
La intensa luz dorada que era privativa de la Ungida pasó de ella a sus escogidos. No era necesario que éstos poseyeran poder mágico propio. Eran sus propias destrezas, fruto del entrenamiento y la veteranía, que ya los hacían destacar entre los soldados allí reunidos, las que eran bendecidas a ojos de Aubea la Protectora. No era aquél, un don que pudiera conceder a la ligera. Pocos en verdad eran capaces de gestionar la sobrecarga de estímulos, el incremento de su velocidad, reflejos y fuerza. Menos aún eran los que lograban sincronizar sus capacidades aumentadas con las de ella y ejecutar en sintonía la Danza de la Cosecha.
Hubo una ocasión, en que hasta seis de éstos individuos singulares pudo reunir. Pero entonces Meldoried empuñaba la Llave de su patrona, y las reservas de energía divina a su alcance estaban en su culmen.
—¡Bailemos entonces! —gritó ella, poniéndose al frente del trío, lanzas y escudos prestos para cobrarse el rojo tributo.
—¡Así sea! —clamaron a dúo sus campeones.
A su señal, la falange les cedió el paso. Los escasos venablos que aún conservaban surcaron el aire, obligando a los enloquecidos guorzs a cubrirse. Pero eran tres, los rayos de oro que atravesaban sus escudos y armaduras. Apretados como todavía estaban en el frente, no podían más que intentar parar unos golpes ahora demasiado poderosos. En el sitio caían atravesados. Sus propios campeones oscuros no resistían más que un breve intercambio de golpes al interponerse en el camino de Tres que luchaban como Uno.
Desde su posición, Uriah pudo ver cómo tres vertiginosos haces de luz dorada recorrían la distancia que los separaba del lugar donde Iván se enfrentaba al monstruoso caudillo. Sus trayectorias divergían y convergían dejando tras de sí guerreros muertos o mutilados. Esos eran los sangrientos frutos cosechados por su danza.
Él, por su parte, se afanaba lo mismo en superar las defensas de la tribu del jaburi. Luchaba junto a los Halcones Peregrinos. Su llegada había sido celebrada con alegría. Al reconocer su montura, los caballeros elfos alzaron sus armas en marcial saludo. Más luego, una vez identificado, la triste realidad, terca y sombría, se impuso de nuevo. Por un momento habían querido creer que era su camarada caído quién regresaba a la liz. Aún así, le acogieron entre sus filas, y a su lado batallaba. Sus habilidades le hacían allí uno más. No destacaba gracias a ellas, como hubiera sido entre los caballeros del reino. Y se maravillaba de los lances con que Nilvaet y sus segundos despachaban a los forqzs. Más se sorprendió al percatarse de que en torno suyo luchaban lo mismo varones que hembras. Había creído que casos como el de la Dama Meldoried eran excepcionales también entre los elfos. No se le había ocurrido pensar que, perdido su hogar, no era un cúmulo de partidas mercenarias, sino un pueblo en su totalidad, el que vagaba por la faz de Ital. Ahora empezaba a comprender lo que de verdad arriesgaban sus aliados.
Menos perceptivo a las perturbaciones del campo mágico que otros, o mas concentrado en sobrevivir y descartar sus propias dudas que ellos, el paladín no dejaba de acusar las fluctuaciones de energía que sacudían el plano inmaterial. Era su poder, la llama de una vela expuesta a la fuerza de la galerna. Una hoja sin peso arrastrada por el capricho de voluntades superiores.
«Tú no eres Iván.» Aquél pensamiento intrusivo se había convertido en una llaga supurante que minaba la imagen que de sí mismo tenía.
Una angustia como no había conocido le atenazaba el pecho, mientras todos sus esfuerzos por llegar al lado de su Rey, de su amigo, de su ideal, eran frustrados por la barrera de músculos y metal que le bloqueaban el paso. Ni coces, ni mazazos, ni plegarias surtían el efecto que buscaba contra aquellos guerreros que parecían embrujados por la presencia de aquél Yabaçamur a quien se enfrentaba Iván.
La entidad manejaba el desmesurado yuntoudao igual que un maestro de esgrima, su florete. Tal era su fuerza y velocidad, que aún con la bendición de Tormo resplandeciendo en torno suyo, el joven Rey evitaba parar los golpes con su escudo. Éste, lucía incandescente, tanto por las energías en él contenidas, como por las verdes llamaradas que sí había bloqueado. La curva hoja descendió en pos de cabeza y lo fió todo al juego de pues. Se hizo a un lado. En comparación con su rival, parecía un niño, y no un hombre hecho y derecho, el que saltaba, escudo por delante, contra el pecho del caudillo. La carne desnuda chisporroteó. Las piezas de su armadura yacían esparcidas por el légamo fangoso. Tanto había crecido al absorber el poder que residía en Ztirca. Gruñó de dolor y retrocedió un paso. Lo suficiente para que Iván dispusiera de espacio para blandir su martillo consagrado y erizado de relámpagos en dirección a sus expuestos riñones.
La electricidad recorrió el cuerpo del señor de la horda. El olor a ozono y a carne quemada inundó las fosas nasales del Rey. Las cuatro gemas engarzadas en el draconiano casco de Khrito relucían en reacción a la magia que saturaba el ambiente. Pero la hoja asesina no desfallecía. Un golpe lateral buscó cercenar las piernas de Iván. Su martillo descendió contra ella, golpeándola igual que a un yunque. Una zarpa llameante amenazó con abrasarle la cara. Un requiebro lo salvó, pero no sin ver reducidos a cenizas varios mechones de cabello rubio.
Aceptando que el menor tamaño de su enemigo era una ventaja, la criatura cambió de táctica y extendió sus alas membranosas. El joven Rey agradeció el breve respiro que se le ofrecía mientras su rival tomaba altura.
Precavido, volvió un segundo la vista atrás, buscando a Sangraal. Allí estaba, dando cuenta de los forqzs con el atrevimiento de querer interferir en su combate. Estaba sopesando la idoneidad de subirse a lomos del grifo, cuando comenzó a llover fuego del cielo.
Alzó el escudo y se movió de un lado para otro. El aura de sus plegarias lo protegía en parte, pero no quería exponerse a recibir un impacto directo. Lo peor era que aquel viscoso líquido inflamable flotaba en las aguas pantanosas, constriñendo sus movimientos. Cuando comprendió las intenciones de la entidad, era demasiado tarde. Lo había dejado sin vías de escape. Rugiendo triunfal, el poseído Khrito tomó con ambas manos su espadón imbuido de energía verdinegra y lo arrojó girando sobre sí mismo contra el acorralado Iván.

El elegido de Tormo recurría a cada ápice de poder divino a su disposición para encajar el impacto, cuando una figura envuelta en luz se cruzó en la trayectoria del letal proyectil. Ni escudo, ni coraza lo frenaron. Perforado y fundido el metal, carne y hueso cedieron también a su paso. Cauterizadas las horribles heridas por el fuego impío, no hubo sangre que salpicara, ni tan siquiera al sentir Iván su ardiente mordedura en los riñones se desperdició gota alguna. Rodilla en tierra sostuvo el cuerpo exánime de su salvador.
—¿Ambrose? —murmuró con los párpados entrecerrados, para evitar que lo cegaran fuegos y auras mágicas.
Yabaçamur contemplaba la triste estampa y, riendo a mandíbula batiente, se refocilaba en el dolor ajeno. Pero no era al firme partidario, que en tantas luchas lo asistió, a quien debía la vida. Su cadáver ensangrentado yacía boca abajo no lejos de allí. El desconocido vestía la elaborada panoplia de los escoltas de la Ungida. El estilo arcaico y los motivos hexagonales así lo atestiguaban. Fue el impetuoso Orestes, quien, a riesgo de abrasarse, había saltado ligero sobre las llamas.
Todavía se carcajeaba el ser primordial que residía en la embrutecida alma de Khrito, mientras se dejaba caer al suelo. Una lanza le perforaba el abultado bíceps y rasgaba el ala izquierda. Miró la herida entre asombrado y divertido, antes de partir el asta y liberar su brazo. Tal era su prodigiosa constitución, que ya apenas quedaban marcas de los golpes anteriores. Después, dirigió el rojo fulgor de sus ojos hacia el desarmado Laertes. Suya era la lanza quebrada. Suya era también la sensación de fracaso. Hubiese hecho blanco un instante primero, su amigo viviría. Los conjuros embebidos por los herreros ologai en el oscuro metal habían obrado su magia y devuelto el pesado yuntoudao a manos de su propietario. Sonriendo malévolo, se aprestaba a lanzarlo de nuevo, cuando un haz de lanzas doradas, raudas como flechas, lo obligaron a defenderse.
Meldoried estaba furiosa. Con un ademán ordenó retroceder a su campeón, quien había recuperado la lanza del caído Orestes y cubría con su escudo al rey herido. No estaba dispuesta a perder a nadie más. Los había visto crecer y alcanzar la madurez. Los había entrenado desde su juventud. Compartido penas y alegrías. Ofició sus bodas. Presentó sus descendientes a la diosa. Y no iba a permitir que fueran el juguete con que aquel ser aliviara su hastío de inmortal. Otrora habría invocado desde el Bastión de Aubea la ayuda de la legendaria Athanasia, la Lanza del Mediodía, pero al obedecer al Concilio y entregar su Llave, había traicionado la confianza en ella depositada, y perdido su favor. De no ser así, nunca habría expuesto a semejante peligro a sus hijos adoptivos.
—Retroceder —impasible ordenó a ambos humanos.
—No en mi Reino —tras sanar su costado herido y ponerse a su vera, se negó el joven Rey.
Por increíble que pareciera, sus reservas espirituales no daban muestras de agotarse. Era cómo si sacase fuerzas del suelo mismo que pisaba. Y mirando a los picos del Trono Nuboso, Meldoried pensó por un momento que bien pudiera ser cierto. Más habituado a obedecer, Laertes dudaba.
—Cubre la retaguardia —le ofreció una salida honrosa—. Que no interfieran —añadió señalando a los guorzs que Sangraal mantenía a raya.
El veterano aspiró profundamente. Sabía que no estaba al nivel de aquel monstruo. Pero era la hora señalada y necesitaba sentirse útil. De modo que aceptó el nuevo papel que se le asignaba y retrocedió a desgana, dedicándole un último saludo a su compañero perdido.
—¿Qué sabéis de seres así? —preguntó Iván, reconociendo su mayor experiencia.
—Poca cosa —mintió lacónica.
Bien sabía que aquella criatura, y otras similares, eran una pesadilla recurrente que asolaban el mundo por capricho. Podía comprender la tentación de imponer a otros su voluntad para asegurarse de que reinase el Orden. Más difícil le era entender la codicia que impulsaba a muchos a empobrecer a quienes les rodeaban. A duras penas asimilaba la envidia que llevaba a algunos a destruir las obras de los demás, en lugar de esforzarse para mejorar las suyas. Pero esos espíritus ácratas, que lo mismo contribuían a ensalzar caudillos, que los destruían, esos titiriteros que jugaban a manipular y encizañar por el puro placer de restañar su ego y sentirse superiores a quienes los rodean, causa primera y última de desorden, la resultaban incomprensibles, a la par que despertaban en ella dolorosos recuerdos de heridas mal cicatrizadas.
—Salvo que no será la suma de muchas heridas lo que lo derrote —al cabo de un rato, tras apartar de su memoria imágenes pasadas, retomó la palabra.
—De eso doy fe —afirmó el joven Rey. En efecto, la herida de lanza se cerraba ante sus ojos.
—Separémonos… —estaba diciendo ella, cuando con un rugido atronador, la entidad los interrumpió.

Crédito para el Autor.
Un nimbo de llamas negras rodeaba al coloso guorz, que saltó contra ellos con toda su masa. Khrito estaba exultante, disfrutaba del poder prestado sin importarle las consecuencias. A cada estocada que lanzaba, más y más fuego verde flotaba a la deriva. Adivinaba en la alta elfa una amenaza mayor que en el pequeño humano. Pero ninguno de esos cobardes se dejaba golpear. Giraban, saltaban y repelían sus ataques con sus armas de luces hirientes. Al menos ya no le molestaba la voz chillona de Mal'mbz. Luego el humano lo distraía con su martillo y sus relámpagos. Había perdido su escudo y no recordaba cómo. La lancera apuntó a su cabeza, y él vio pasar la punta plateada ante sus ojos al esquivarla.
Yabaçamur se había retirado. Aún no estaba completo. Todavía no podía tomar el control de su peón de forma permanente. Desde su refugio en la barriga del caudillo, sentía extinguirse las almas de sus seguidores. El maldito despojo de la luna negra los había querido utilizar en su beneficio. Había poder en ese reino, pero no era el que ella necesitaba. Una descarga recorrió la columna de Khrito. El humano marcado por Tormo. Su perseverancia era irritante. Una punzada ardiente la siguió en el costado. Se revolvió en el interior de su portador. Empezaba a aceptar que no sería ésta la ocasión de su regreso. Pero no se iría sin dejar su marca en esa tierra. Se asomó de nuevo a los ojos de Khrito. El guerrero forqz luchaba bien, pero todavía no había aprendido a utilizar las habilidades recién adquiridas. Sus adversarios sincronizaban sus ataques: ahora el humano arriesgaba, luego la elfa atacaba, después la elfa bloqueaba y era el humano el que golpeaba. Pero eran los ataques de la lancera los que representaban un peligro real. Por dolorosos que fueran, los golpes del paladín se podían encajar.
Así lo entendió Khrito de una vez, o se lo susurró Yabaçamur a su subconsciente, no importa. El caso es que Iván atacó, y el encallecido guerrero arrojó su arma flamígera contra Meldoried para alejarla. El martillo consagrado no encontró oposición e impactó contra el torso desnudo, quemando músculo y quebrando costillas. Pero el señor de la horda dio la bienvenida al dolor y sonrió. Atrapó al joven Rey entre sus brazos, gruesos como árboles. En vano se debatió el humano, nada podía hacer frente a la fuerza física del poseído. Éste apretó hasta partirle la espalda. Y no contento con ello, estrelló su dura cerviz contra la testa del monarca, una, dos y tres veces, antes de que ni Meldoried, ni nadie pudiese impedirlo, aplastando su cráneo sin remedio. Sólo entonces lo dejó caer, desmadejado, cual muñeco roto, sobre la tierra que había jurado defender.
Entonces llegaron, por fin, los caballeros liderados por Nilvaet a las inmediaciones del combate. Los guorzs de aquel flanco habían tenido que ser eliminados hasta el último de ellos. Sangraal, cubierto de heridas, no distinguía amigos de enemigos y parecía dispuesto a atacarlos. Estaba a la defensiva, protegiendo un cuerpo doliente. Y tal vez se habría consumado también dicha tragedia, de no estar Uriah entre ellos, quien, temiendo lo peor, se hizo cargo de calmarlo. Pero junto al grifo no encontraron lo que él temía, sino a un hoplita malherido. El príncipe dio muestras de reconocerlo y le ofreció una de sus propias pociones. Él la aceptó agradecido, pero antes de beberla, señaló con insistencia hacia un infierno de flotantes llamas verdes y negras del que provenían estruendosas y demenciales carcajadas, interrumpidas por el ocasional gorgoteo de quien se ahoga en su propia sangre.
Una vez dejada su marca y grabado su recuerdo, a Yabaçamur nada le importaba la carne que vestía. Durante su milenaria y caprichosa existencia, se había granjeado la inquina de gran número de entidades de su mismo rango. Frente a ellas, en su presente estado, poco podía hacer. Aquellos insolentes mortales habían forzado su mano, obligado a revelar su presencia antes de estar completa. La lanza sagrada perforó varias veces su vientre hasta salirle por la espalda, y mientras la mayor parte de su esencia se dispersaba con los fluidos derramados, pensó:
«Ha sido divertido. Nunca me cansaré de este juego»
Y hasta aquí la maratoniana entrega de hoy. Mi más sincera enhorabuena si estas leyendo estas líneas. Ahora a ver si redondeo el final antes de fin de año. Lo importante era terminar de narrar la batalla, que por momentos parecía un arco argumental de "One Piece" De colofón os dejo otro clásico. De mi grupo de cabecera: los Blind Guardian. Extraído de su "Nightfall in Middle Earth". No podía ser otro tema que: "Time Stands Still (at the Iron Hills)".
November 21, 2022
Promoción por el Día de mi Nombre.
Como otros años, coincidiendo con mi cumpleaños, una de mis novelas disponibles en formato digital estará temporalmente gratis en Amazon.
Este año, la obra en promoción del 22 al 24 de noviembre (horario del Pacífico) será: "La Amenaza bajo Esgembrer": https://www.amazon.es/dp/B09X8FN71L

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Ahora que aprieta el frío, nada cómo un plan de café, música y libro.
Gracias por estar al otro lado. Nos leemos.
November 16, 2022
(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 16: Uriah (El Sabor de la Derrota)
Buenos días a todos.
Aquí estamos otra vez repartiendo a diestro y siniestro. Tengo el ordenador principal en el taller, si veis algo raro ya sabéis a qué se debe.

Entre éstos, el diezmo de sangre empezaba a pesar sobre su espíritu. Al menos un tercio de los aristocráticos caballeros habían caído. Aún era pronto para saber cuántos de ellos volverían a cabalgar, y cuántos habían cruzado el Velo. De similar proporción eran las bajas entre la infantería aportada por el Príncipe Proscrito. Aunque en su caso, lo más probable era que fueran mayoría los muertos.
El número de sus aliados dancos, en cambio, había aumentado. El bosque de agudas lanzas era más denso. Los vociferantes espadachines con la cara pintada de azul corrían ahora por ambos lados de la infantería élfica. También el número de cambiapieles luchando junto a Elugón se había multiplicado.
«Y más que vendrán.» Recordó Nilvaet que había afirmado, henchido de orgullo, su othain, delante de los líderes aliados. Tras protestar por haberles impedido algunos nobles atravesar sus tierras.
Al contemplar la hueste reunida por los druidas de Shislaran, y el júbilo gozoso con que parecían entregarse sus integrantes al altar de la guerra, no pudo menos que comprender los temores que debió despertar tamaña visión en sus civilizados vecinos. Otro pensamiento lo alcanzó, y, pese a la tristeza que lo embargaba, en medio de la pérdida de antiguos amigos, se obligó a sonreír.
«Con que los dancos De la Turbera no eran más tramperos y peleteros que habían abandonado el camino de sus antepasados. Pues bien que conocéis los caminos de pastores y contrabandistas que llevan a su casa.»
Entre todos ellos, hubo uno que atrajo su atención mientras ordenaba a los albicelestes caballeros abandonar la persecución y dejarla en manos de los humanos.
Por delante de los lanceros corría un tigre, negro como noche sin estrellas, de no menos de dos metros de largo. Sus ojos ambarinos brillaban con inteligencia impropia en un animal. Pero sus movimientos erráticos delataban la pugna de voluntades que se libraba en su interior. Aún así, era mérito notable. Muchos eran los cambiapieles que temían adoptar la forma completa de su bestia interior, pues los que embargaba el miedo a rendir la mente a los instintos animales.
Siguiendo la enseña del halcón azul sobre campo blanco, los caballeros de argénteos arreos encararon la retaguardia de los guerreros agrupados bajo el tótem de la hiena. Llegaba el ansiado momento de dar el golpe final al ejército invasor.
A su vez, los humanos de la Orden de Aubea, liderados por Meldoried, habían agotado ya sus reservas. Aquí y allá se los veía ceder terreno frente a la ferocidad de sus enemigos. En tanto que ella, y sus hombres de confianza, resistían cual faro en medio del embravecido oleaje, rechazando a cada atacante que se les enfrentaba, aún a riesgo de quedar aislados del grueso de sus fuerzas.
En su fuero interno, Nilvaet no podía menos que admirar los logros que su tía había alcanzado durante su largo exilio. Tampoco era ningún secreto en la corte del Trono de Diamante, que el partido defensor de conservar, e incluso estrechar, los lazos que los unían con los humanos, no era sino una extensión de sus obras en el exterior.
Descartando pensamientos ociosos, al fin y al cabo, Anquei ya no existía, y sus palacios eran ahora la gélida morada de los dragones de hielo, ordenó a los Halcones Peregrinos alargar la menguada formación para maximizar el impacto contra los feroces guorzs.
En ese momento, contempló la derrota de Uriah frente al chaman del yelmo óseo. Una nueva capa de tristeza nubló su mirada. La franqueza y entusiasmo del paladín le había granjeado su amistad. En verdad que había llegado a apreciar al joven rey y a su mano derecha, pues carecían de la doblez que, con desagradable frecuencia, encontraba entre los líderes humanos. Desde su posición, poco podía hacer por él. Pero, mientras aprestaba su lanza estelar para la carga inminente, se prometió a sí mismo tratar, al menos, de recuperar su cadáver para que recibiese las honras fúnebres que le correspondían.

A todo esto, los guerreros dancos, encabezados por por Elugón, bajo su gigantesca forma sombría, coronada por la cornamenta de ciervo, y rodeado de una treintena larga de cambiapieles, estaban descargando ya su furia contra los guorzs. Bestiales rugidos y bramidos acompañaban sus gritos de guerra. Con idéntica belicosidad los respondieron sus adversarios. Fauces y garras contra metal. Por un momento, a ojos del noble elfo, el salvajismo de unos y otros fue indistinguible. Poco después, comprometido en la refriega, concentrado con todo su ser en matar o morir, también él se vio poseído por el mismo espíritu violento e infame, cuya visión habría horrorizado a quien solo lo conociera de recepciones corteses y bailes de etiqueta.
Mientras tanto, desesperado por sobrevivir, Uriah, rodeado de enemigos, aprovechaba el desorden causado por la caída de Espolón, y pugnaba por abrirse paso hacia la colosal plataforma, sobre la que transportaban su grotesco tótem. Un cejijunto guerrero le salió al paso con intenciones asesinas. Con un empellón de su escudo obligó a retroceder al paladín, que solo conservaba su maza. Necesitaba espacio para blandir la curva hoja de su cimitarra. Éste, antes de que algún otro forqz se sumará a la lucha, canalizó su energía espiritual, para liberarla toda ella enfocada en el masivo guerrero y paralizarlo. Sin entretenerse en rematarlo, pasó de largo. Ante él, se interponían ahora dos porteadores del tótem, sus cuerpos de abultados músculos, cubiertos de escarificaciones rituales, carecían de armadura, y con las manos desnudas le hacían frente.
Pese a su gran tamaño, los iniciados de Shirgadugluk se movían con rapidez. Por dos veces lograron golpearle con puños como rocas, sin que él tuviera oportunidad de alcanzarlos con su maza. Un tercero se aproximaba empuñando entre sus manazas una cadena, cuando la sombra de la sierpe alada los sobrevoló. Pasó tan cerca, que su cola golpeó la colosal efigie sonriente, haciendo que la estructura entera se tambaleara. Entonces, ignorando a Uriah, los desnudos forqzs se apresuraron a ayudar a los restantes porteadores, para, con sus esfuerzos combinados, impedir que la imagen sagrada cayese en el fango, y aplastarse a los guerreros de su tribu.
Con la adrenalina disparada, el paladín miró a un lado y a otro en busca de una escapatoria. Nunca en su vida se había visto en semejante peligro. Atacada por todos los frentes, la formación enemiga perdía cohesión. Otro guorz equipado con pesada armadura reparó en el vulnerable paladín y avanzó contra él profiriendo amenazas. Esta vez era Uriah el que tenía la ventaja de la agilidad. Los ataques de su adversario, por más poderosos que fuesen, no le alcanzaban. Así, con rapidez, le ganó la espalda, al tiempo que, con su maza, golpeó con fuerza la rodilla del pesado guerrero, que cedió con un crujido. Poco tardó un nuevo contrincante en aparecer, hacha en ristre, permitiendo al anterior retirarse a gatas.
Midiendo sus fuerzas estaban. Tratando el forqz de cansar al paladín trabando sus armas, obligando a forcejear con él al pequeño humano. Cuando un caballo sin jinete interrumpió, desbocado, en el lugar del combate. Piafaba y coceaba allí por donde pasaba. Era su pelo dorado como la miel bajo la luz del alba. Sus arreos plateados no dejaban duda de a quienes pertenecía. La sangre que lo salpicaba no dejaba presagiar nada bueno para su jinete. Pero para Uriah era la respuesta a una plegaria no formulada y la encarnación misma de la esperanza que había perdido. Con habilidad consiguió el paladín que su rival diese la espalda al hermoso destrero. Éste, encabritado, relinchó y coceó con saña al desprevenido guerrero, que cayó de bruces al barro, conmocionado.
Sin darlo tiempo a proseguir su rampante galopada, Uriah se le acercó por el costado, sujetó sus riendas entreveradas de hilo de plata y lo acarició a la altura del cuello. El noble animal resopló y lo miró con ojos asustados, pero no lo rehuyó. De manera que el paladín pisó el colgante estribo y se izó sobre su silla.
No le dieron los enemigos que lo rodeaban ni un respiro más. En apenas un latido, un nuevo contendiente se volvió contra ellos, escupiendo saliva y amenazas por entre los colmillos de su prognata mandíbula. Por fortuna para Uriah, su nueva montura dió muestras de merecer la fama que de los corceles élficos se hacen eco los cantares. Con ligereza se apartó, permitiendo a su jinete golpear a placer la dura cabeza del guorz.
Esta vez, sí que le fue posible al embarrado paladín orientarse, y con un tirón de riendas, picó espuelas en dirección a donde vio que las tropas enemigas estaban más dispersas. Y galopó por entre ellas, como nunca en la vida. El cuerpo inclinado, pegado al cuello de su nuevo amigo. En vertiginoso zigzag, rehuyendo cada oportunidad de entablar combate que se les presentaba, saltando sobre los cuerpos de los caídos. Fueran de hombres, elfos o guorzs, no importaba. Atrás dejó amigos y enemigos, sintiéndose a partes iguales, culpable y exultante por haber salido con vida, cuando tantos otros habían muerto siguiendo sus cuidadosamente estudiados planes de batalla.
«Tú no eres Iván.» Recordó avergonzado cómo le había dicho el caballero negro. «Tú no eres Iván.» Se fustigaba a sí mismo sin cesar.
Una vez a salvo, permitió a su destrero pasar al trote primero y al paso después. Era la primera vez que probaba el amargo sabor de la derrota. Descubrió su cabeza. Los cabellos, aplastados por el yelmo y empapados de sudor. El viento húmedo de los marjales le provocó escalofríos y encogió el cuello. Su huida le había llevado hasta el lecho rocoso sobre el que se elevaban las empalizadas y torres de De la Turbera. A un lado reposaban contrahechos los restos de Shirgadugluk. Tábanos y moscas zumbaban ahítos con su sangre derramada.
Ante él descansaban los restos de los hostigadores que habían arriesgado sus vidas desde primera hora de la mañana. Atendían como podían a sus heridos, a la espera de que les llegara su turno en los campamentos habilitados por iniciativa del clérigo enano. Aún así, sabía que para muchos la ayuda llegaría tarde. Una vez desempeñada su función, su bienestar no estaba entre las prioridades de la contienda.
El paladín retorció las riendas apretando los dientes. Sobre los mapas, solo los había considerado piezas de un engranaje mayor. Ahora los veía tal y como eran de verdad: niños en su mayoría, con la cara sucia y vendajes puestos de cualquier manera. Incapaz de hacer frente a la cosecha de dolor de la que era partícipe, los dio la espalda y se alejó.
Desde allí podía ver cómo ondeaban los estandartes de los aliados aún en combate. Los principales chamanes habían muerto, sus tótems, salvo uno, derribados, y en las alturas, Ambrose asistía a su Rey.
El anhelo por compartir su suerte lo sobrecogió como la pérdida del ser amado. Deseaba con toda su alma alzar el vuelo, sentir el viento en la cara y combatir a su lado. Varado en tierra, mientras contemplaba a sus compañeros enfrentarse a la sierpe alada y su maligno amo, se sentía insignificante.
Pugnando por recuperar la entereza que se le suponía, oteó el campo de batalla. A lo lejos, divisó el blanquiazul estandarte del príncipe Nilvaet. Ladeó la cabeza, sopesando sus opciones, y una vez decidido, espoleó a su montura.
—Me has salvado la vida. De manera que vamos a devolverle el favor tus camaradas —le susurró con suavidad—. Es lo correcto ¿No te parece?
Hasta aquí llegamos en esta ocasión. La siguiente entrega está en proceso. Hoy os dejo con una canción dedicada al ideal caballeresco por excelencia: "The Round Table" de los Grave Digger. Me encantan esos primeros 50 segundos. Si os animáis, todos los temas de su disco "Excalibur" están inspirados en la leyenda artúrica.
November 7, 2022
(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 15: Uriah (La Casa de Daimiel)
Muy buenas a todos.
Volvemos a la carga con "La Batalla de los Marjales". Platón dejo escrito «Solo los muertos ven el final de la guerra.» Y así es, a los vivos no les queda otra que seguir luchando.

Iván sujetaba las riendas de su montura con firmeza. Adiestrado para la batalla desde que era un polluelo, Sangraal respondía de inmediato a las órdenes de su jinete. Con un batir de alas poderosas ascendió por encima de las nubes, fuera de la vista, para caer después en picado contra la sinuosa figura de su adversario.
Este, por su parte, salvaje e indómito, luchaba a un tiempo, contra el brutal caudillo que surcaba los cielos montado en su lomo, y contra el noble grifo. Girando en espiral ascendía tras sus presas, entre las amenazas de su amo, que con todas sus fuerzas se aferraba a su cuello serpentino, y las burlas del escudo demoníaco que portaba a su espalda.
Aún así, idéntico era el brillo carmesí que iluminaba los ojos tanto de la sierpe, como del caudillo. Tal que si una comunión de espíritus, o al menos de propósito, los uniese. Con un ágil quiebro esquivaron el ataque descendente de Sangraal, que se perdió rasgando las nubes con sus garras blindadas.
En su dirección viró el Señor de la Horda, sin temor ahora a las poderosas armas naturales del grifo. Chasqueando sus fauces, babeando fuego líquido, descendió la sierpe alada, dispuesta a escupir su veneno incendiario sobre aquél humano insolente, en cuanto salieran de entre las nubes.
Pero una vez dispusieron de una vista despejada, sus presas habían desaparecido. En su lugar, otro par de irritantes "zonrozaoz", con sus sucios encantamientos luminosos, cabalgando sobre águilas gigantes, sobrevolaban en círculos a la tribu de la hiena, acechando a su Gran Chamán, repeliendo a sus espíritus de sangre.
Con regocijo malsano se disponía a descargar su veneno contra el más lento de ellos, cuando el penetrante graznido del grifo la distrajo y erró el disparo.
Al contacto con el aire, su bilis ardió, cayendo sobre los lanceros humanos. De poco sirvieron, ni sus grandes escudos, ni sus pesadas armaduras, frente al fuego líquido que caía del cielo. Como hormigas los vio correr y revolcarse en vano por el agua fangosa. Su venenosa saliva flotaba y así, aún más, las llamas extendían. Una brecha se abrió en el muro de escudos humano. Aullando como lobos cayeron sobre ellos los guerreros de la horda, aplastando y rajando la blanda y sabrosa carne.
Todo esto presenció Iván sin poder evitarlo. Mientras un triunfante Sangraal hundía sus garras delanteras en la correosa carne de su rival. Con violencia se revolvió su presa, tratando de liberarse. Un tajo tras otro lanzó su jinete para impedir que el grifo descargarse con su pico un golpe letal. Ora su escudo, agora su martillo, interpuso el Rey para proteger a la noble bestia.
A costa de retorcer sobre sí misma su serpentino cuerpo, logró la escamosa criatura lanzar una dentellada a los cuartos traseros de Sangraal, que del dolor liberó su presa.
Era ahora su turno de forcejear para liberarse. Con furia lanzó picotazo tras picotazo, reforzados por el azghurr de sus arreos, contra el duro cráneo de la sierpe. Pero sin un agarre firme, sus ataques carecían de fuerza, hasta que alcanzo uno los reptilianos ojos de pupilas rasgadas.
El rostro demoníaco pintado en el escudo guorz no dejaba de carcajearse, mientras ambas monturas y sus jinetes, enzarzados en pelea mortal, se precipitaban contra el suelo. Testadas sus respectivas fuerza y destreza, ambas fieras se destrabaron. Ahora habían probado sangre, la una y la otra, y volaban en círculos, cautelosas.
Bajo ellas, Uriah y Ambrose se habían impuesto sobre las sobrenaturales invocaciones del Gran Chaman. El combate había devenido eminentemente físico y la ventaja era los bendecidos por Tormo. Sin embargo, resistía con vigor el chaman los intentos de las águilas por atraparlo con sus garras.
Protegido por una coraza de amarillento hueso y equipado con maza y escudo, repelía los ataques lanzados por los paladines durante las pasadas de sus monturas. Fue en una de ellas, que Ambrose logró atrapar su arma con la cadena del mangual y obligarlo a soltarla, so pena de verse arrastrado con ella.
No esperó Uriah a que el forqz de colmilludo yelmo recuperase el equilibrio y esta vez no hizo una pasada como las anteriores. En su lugar, Espolón aleteó frente a su presa, manteniéndola a la defensiva, desequilibrada, en tanto que su jinete descargaba golpe tras golpe con su maza consagrada a los poderes del Libro.
Pero Shirgadugluk, apodado el Mordedor, no había vivido, hasta sus segundos colmillos inferiores ver crecer, agachando la cabeza tras su escudo. De modo que se rehízo, y a falta de arma mejor, estampó su cabeza contra la del águila gigante, matándola sin remedio.
Arrastrado por el cuerpo yerto, Uriah entró en pánico. Sin tino forcejeó con las trabillas que le mantenían asegurado a los arreos de su montura alada. La caída, de tres metros, podía no ser mortal. Pero los feroces guerreros que le recibirían si que lo eran. Si quería tener alguna posibilidad de sobrevivir, debía liberarse. Sudando copiosamente, lo logró justo a tiempo. Todavía le prestó Espolón un último servicio, derribando a los forqzs que no se habían apartado lo suficiente y amortiguando el impacto contra el suelo enfangado de los marjales.
Poco pudo celebrar el Gran Chamán su victoria. Sin darle tiempo siquiera a conjurar un reemplazo para su arma arrebatada, Acerada cayó sobre él, hincó las garras en sus hombros, y tomó altura. Con los ojos desorbitados Shirgadugluk sintió alejarse el tótem que amplificaba sus poderes. Sus brazos, los tendones dañados por la presa del águila, no le respondían. Indefenso como un recién nacido, sabiéndose condenado, perdió el control de su vejiga, antes de que Ambrose virase hacia De la Turbera, y lo dejase caer contra el risco. Donde los vítores de los asediados apagaron el ruido sordo de los huesos al romperse y astillarse.
Tras aquél último lance, las reservas espirituales del veterano paladín llegaron a su inevitable final. Siempre fue en el plano físico en el que descollaba Ambrose con su corpulencia y bonhomía.
Lamentablemente, la desaparición del firmamento de la divina luz de los elegidos de Tormo, debilitó la confianza en la victoria de las castigadas tropas del reino. Aquí y allá, se veían retroceder estandartes. Anteponiendo su seguridad a la causa común, nobles pequeños y grandes se retiraban junto a sus guardaespaldas. Desde su posición, no podían ver cómo él tótem del buitre era derribado y hecho leña por los victoriosos mercenarios khavil. Ignoraban que, con su falta de compromiso, estaban echando por tierra el empeño y los sacrificios con que dancos y elfos habían derrotado de nuevo a los restos de la segunda oleada. Con la victoria al alcance de la mano, cedían el campo de batalla a sus enemigos.
En cambio, en medio de lo más enconado de la batalla, el estandarte de campo amarillo y blasón negro del margrave Daimiel se negaba a retroceder. El Viejo había comprometido su fortuna en aquella empresa, y el futuro de su linaje en franca alianza con la casa real. Había hecho uso de todos sus contactos e influencia, hasta conseguir que su único hijo y heredero ingresará en la Orden de Tormo, primero, y que, pese a carecer de dones divinos, se formará con el maestre Fyodor, al igual que el Rey, después. Solo había un escenario posible para su casa, y pasaba por la victoria a cualquier precio.
—¡Ni un paso atrás! —clamaba con la garganta en carne viva, blandiendo su montante con más vigor que soldados veinte años más jóvenes.
Los guorzs, por su parte, decididos a aplastar toda oposición, redoblaron los ataques contra los «zonrozaoz del pollo negro» que empecinados, frenaban su avance.
Una primera vez se tambaleó el estandarte del margrave. Su portador se arrodilló, sujetándose moribundo las entrañas, antes de ceder la enseña a un camarada y caer de bruces contra el lodo. Una segunda vez, fue un guerrero particularmente grande y brutal, el que fijó su mirada en ella. Iba armado con un arma traída del lejano Quanor, larga y pesada, una suerte de cilindro hexagonal cuajado de remaches. Empuñada a dos manos y esgrimida con la fuerza de un demonio, ninguna armadura protegía de sus golpes. A su paso furibundo, los soldados del margrave caían con los huesos rotos: costillas, brazos y piernas por igual. Eran sus gritos de dolor horribles de oír.
Ni siquiera los escoltas de Daimiel se atrevieron a salirle al paso cuando aplastó, con desprecio, la cabeza al tembloroso portaestandarte, y arrebató la enseña a su cadáver. Tuvo que ser el propio margrave el que diera el paso al frente, seguido por sus reluctantes guardaespaldas, con intención de recuperarla.
A lo lejos, su hijo, que capitaneaba la victoriosa caballería del reino, vio caer el estandarte familiar cuando ya acudía a socorrer al sufrido yunque aliado. Con el corazón en un puño, desestimando toda prudencia, dado lo irregular del terreno, ordenó cargar.
Fue una carga precipitada y desordenada. Aquí, los guerreros forqzs fueron cogidos por sorpresa. Allá, les dio tiempo a volverse y formar un rudimentario cuadro. La confusión se adueñó de los combatientes. Desechas las formaciones, todos luchaban desesperados por sus vidas, cuando en su cabalgata homicida, el joven Daimiel y sus caballeros penetraron hasta el corazón de la fuerza tribal. La alzada de sus briosas monturas les confería ventaja. Los caballos echaban espuma por la boca y coceaban a cuantos se interponían en su camino. Rotas sus lanzas tras las repetidas embestidas, con espadas, mazas y hachas, salpicaban de oscura sangre sus bardas y escudos. Allí, donde un caballo y su caballero eran derribados, con fruición llovían los golpes de alfanjes y cimitarras guorzs. La locura y el frenesí se habían impuesto. Era matar o morir.
En medio del tumulto, un caballero desconocido cortó el entramado de sogas que mantenía erguido el tótem del jaburí. Su hazaña le costó la vida, una vez descabalgado, fue descuartizado. Pero eso no impidió que la abominable efigie se desplomase sobre sus portadores, terminando de desgastar el ímpetu de los guerreros tribales..
Ante aquella visión, los nobles que habían avergonzado a sus apellidos retrocediendo, encontraron los redaños perdidos, y regresaron al combate con sus espaderos, decantando así la balanza de parte de los hombres del reino.
Pero para el viejo Daimiel llegaban tarde. La enseña amarilla del águila negra ya no ondeaba orgullosa al viento. Cuentan, que encontraron su cuerpo rodeado de los de su guardia. Montantes y mandobles quebrados. Armaduras abolladas. Piernas y brazos, algunos rotos, otros arrancados de cuajo. Dicen, que sus manos yertas aferraban con tal fuerza la enseña familiar, que, por no ultrajar su cadáver, con ella lo retiraron del campo de batalla, y con ella le dieron digna sepultura.
Del terrible guerrero forqz que tamaña proeza llevó a cabo, empero, no se supo más. Muerto su chamán, derrotada su tribu, y cobrada su venganza en vidas humanas, sin duda regresó junto al Gran Rojo, al otro lado de las montañas. Y mejor que no regrese.
Hasta aquí la entrega de hoy. Pronto más. Entre tanto, os dejo con Emboque, un grupo de mi Cantabria natal, versionando "Master of the Wind" de los Manowar.
Gracias por estar al otro lado.
November 2, 2022
Próxima publicación: "Cementerio de Dragones"

Vamos a empezar noviembre, el mes de mi cumpleaños, con buenas noticias.
Hace un tiempo compartí con vosotros la versión en bruto de "Perdición de Héroes". Os comenté que era el resultado de la convocatoria de un concurso, cuya finalidad última era publicar una antología de alta fantasía medieval y espada y brujería de la vieja escuela. Doce relatos serían los elegidos, y en todos ellos debía estar presente, de un modo u otro, la criatura mítica por excelencia: la sierpe antigua, el codicioso gusano, el majestuoso dragón.
Pues bien, el coordinador e impulsor de la iniciativa, Ignacio Castellanos, me ha hecho el honor de seleccionar la historia de Nerdrali como parte de "Cementerio de Dragones". Antología que contará con prólogo de Javier Carbonell y será publicada en formato digital.
Y la verdad, no puedo estar más agradecido y contento. Tan pronto esté disponible os daré la noticia, mientras tanto, seguiré compartiendo con vosotros mis historias por las redes.
Como colofón os dejo otro tema de los italianos de Rhapsody, que pienso le va como anillo al dedo: "Emerald Sword"
October 30, 2022
(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 14: Uriah (Los Grandes Chamanes)
Buenos días a todos. Hoy os escribo desde una tierra oscura, preñada de tristeza, donde nubes de ceniza ocultan el sol. No, no me he mudado a Mordor, aunque imagino que el aire que allí se respira bien puede compartir el mismo sabor que el de Cantabria estas semanas. En torno a un centenar de incendios provocados en el mes de octubre. Cerca de 44 en las mismas 24 horas...
Lo siento si el mundo que me rodea tiñe lo que escribo. En fin, volviendo a lo nuestro, hoy os traigo otra entrega de la Batalla de los Marjales.

«Tu no eres Iván.» No dejaba de repetir Uriah para sus adentros, el rubor de la vergüenza oculto bajo la celada de su yelmo, mientras contemplaba la marcha del caballero negro.
Sus restantes camaradas esperaban, pacientes, sus órdenes. Los que no esperaban a nadie eran los regimientos de infantería que perseguían a los hobzs fugitivos. La segunda oleada de la horda corría en franca desbandada. Allí donde eran frenados por los batidores montados, las lanzas de Aubea y las alabardas de Esgembrer daban cuenta de ellos. Los que alcanzaban las filas de los guerreros forqzs eran rechazados con desdén y obligados a formar de nuevo.
La tercera oleada, la definitiva, avanzaba, descansada y confiada, a la sombra de sus tótems tribales. Su número aumentado con los forqzs supervivientes del asalto previo. A ellos sí que les habían permitido apiñarse.
Los monstruosos regimientos de la hiena y el jaburi corrían bramando embravecidos al combate, empujando a los restos de las formaciones hobzs de nuevo a la refriega. El tótem del buitre, en cambio, se quedaba rezagado. Sobre él se enfrentaban el Señor de la Horda y su sierpe alada al Rey Iván y su grifo. Mientras su chamán aullaba maldiciones y plegarias impías, los espíritus celestiales de Tormo combatían los espectros entrópicos que éste alimentaba con su sangre.
Con su cuerpo serpentino, la montura del guorz aventajaba en agilidad a Sangraal. Su vuelo, fluido y grácil le permitía evadirse de los embates feroces y poderosos del grifo. Éste, por su parte, con sus dos pares de garras afiladas, representaba una amenaza más que real en el cuerpo a cuerpo.
—Ejem, ejem —carraspeó Ambrose con prudencia—. Los enanos y nuestros caballeros están listos.
—Pero el desorden reina en el grueso de nuestras fuerzas —más atrevido y una mayor urgencia en la voz intervino su pelirrojo compañero.
—Si, si —como despertando de un sueño profundo, contestó él—. Tenemos que retrasar el avance de sus fuerzas.
—¿Nosotros solos? —exclamó Zacarías, que no imaginaba cómo pudieran lograr tal cosa.
—Si, nosotros solos —rehecho de sus dudas, al menos de cara a la galería, afirmó su líder—. Mira —añadió señalando al tótem del buitre, asediado por Adam y el otro enviado celestial.
—Entiendo —sonriendo malicioso bajo su barba, asintió Ambrose—. Los chamanes.
—¡Ah! —abriendo mucho los ojos, comprendió al fin— ¡Ya lo veo!
En ese momento una explosión como nunca habían escuchado retumbó a sus espaldas, sacudiendo el suelo bajo sus pies. Boquiabiertos, volvieron la vista atrás. Allí donde habían instalado el campamento principal, una columna de humo oscurecía el firmamento. Todavía estaban asimilando lo que veían, cuando resonó otra explosión, y otra, y otra, y otra más. Cinco eran ahora las ominosas humaredas que se cernían sobre la loma donde se atendían a los heridos.
Tan sorprendidos como ellos, los soldados cejaron en su acoso a los enemigos en fuga, y retrocedieron dubitativos en dirección al grueso de su ejército.
Las menguadas tropas de proyectiles enanas, por el contrario, formaron en columna de marcha y volvieron la espalda al enemigo, que avanzaba ahora con cautela.
—¡Los arcabuceros khavil abandonan el campo de batalla! —incrédulo ante lo que veía, exclamó Zacarías.
Efectivamente, así era. De hecho, los restantes guerreros enanos procedían a alargar el frente de su formación para ocupar el espacio que sus camaradas dejaban vacío.
—¡Rápido, veamos qué explicación nos da Khorzam para esto! —apretando con fuerza las riendas, les ordenó Uriah.
Sobre la mesa y los mapas, habían creído tener previstos todos los movimientos posibles del enemigo. Y sin embargo, por tres veces los había sorprendido y robado la iniciativa en la batalla: Los carros, los gigantes y ahora esto.
Más de media jornada había luchado el ejército aliado, y aún tenían por delante tropas frescas contra las que luchar.
Fue un vuelo breve el que los llevó hasta el estandarte azul medianoche y dorado bajo el que combatían los mercenarios Magma.
A su sombra, cubierto por igual de sangre y barro, que con poco éxito trataba de limpiar de su barba trenzada, los esperaba el capitán de la compañía.
—¿Qué, de visita de cortesía? —desafiante, tronó con su ronco vozarrón.
—¡Haya paz! —se contuvo Uriah, por encuentros anteriores ya sabía de lo rudos que eran los modales del pentio.
—A mis muchachos apenas les queda munición para dos rondas de disparo —sin esperar a qué le preguntasen—. Y con las bajas sufridas, serán de más ayuda en la retaguardia, que aquí —añadió señalando a los forqzs que avanzaban golpeando sus escudos.
—Hablando de la retaguardia —dijo el paladín, aceptando el curso de acción tomado por el enano—. ¿Qué es lo que sabéis de las explosiones?
—Que han sonado como nuestras reservas de pólvora —gruñó con disgusto—. ¡Nos han mordido el culo! —gritó, para luego, refrenando a duras penas su mal genio, añadir— Los cabalgalobos, seguro.
—¡No es posible! —protestó Uriah— ¡Los dispersamos!
—¡Pues se habrán reagrupado! —se le enfrentó Khorzam— ¡Para eso se usan las tropas ligeras!
—¿Se habrán topado con las tropas rezagadas? —conciliador, sugirió Ambrose.
—Puede ser —cedió a desgana, mientras calmaba la inquietud de Espolón, y la suya propia, con caricias distraídas—. Pero aquí no hay modo de saberlo. ¡Zacarías! —llamó al tercer paladín, que se mantenía respetuosamente alejado.
—Si, mi comandante —con formalidad en él desacostumbrada, respondió.
—Estamos perdiendo un tiempo valioso —disgustado, dijo—. Adelántate a los enanos. Ve a la retaguardia. Ayuda en cuanto puedas. Y una vez pase el peligro, regresa al frente.
—¿Y vosotros? —hizo el amago de protestar el joven.
—Nosotros vamos a lo que hemos dicho —con autoridad, zanjó la cuestión—. Obedece.
—Así sea —contestó el paladín pelirrojo y se apresuró a obedecer.
No era momento, ni quedaban ganas, ni de exultantes gestos, ni de confiadas proclamas. La realidad de la batalla, sucia, costosa y desagradable, se había impuesto sobre el oropel de crónicas victoriosas y románticos cantares.
—¿Y vosotros dos? —enarcando una tupida ceja, hizo Khorzam suya la pregunta dejada en el aire.
—Volvemos a la lucha —contestó, seco, Uriah.
—Me pido al del jaburi, que está más cerca —aprestando sus armas, dijo Ambrose—. El de la hiena para tí, que Acerada ya no es tan rápida como antes.
—Ni su jinete tan delgado —obligándose a sonreír para distender el ambiente, aceptó el reparto—. El contingente del buitre os lo encargamos a vosotros —añadió para los enanos.
Éstos, que no se habían perdido palabra alguna de lo dicho, encajaron la cabeza entre los hombros y gritaron a pleno pulmón:
—¡Aquí se cobra!
Y mientras los dos paladines emprendían el vuelo, la adelgazada línea de batalla khavil avanzó contra su ancestral enemigo, seguidos al paso por la caballería liderada por Daimiel, que los había estado esperando con impaciencia.
Pérdida la oportunidad de retrasar el avance guorz, como sí había logrado el Rey Iván, los contingentes restantes habían establecido contacto con los alabarderos de Esgembrer y los hoplitas de Aubea.
Aquellos cabezas calientes que se habían excedido persiguiendo a los derrotados hobzs, habían sido aplastados por el rodillo que formaban los guerreros de la tercera oleada.
Los restos de la segunda, obligados a volver al combate, contenían a base de bajas y amargura a los elfos y sus camaradas dancos, mientras los batidores montados hostigaban con disparos su retaguardia.
El cansancio hacía mella en los soldados humanos. Sus reflejos se veían mermados. Sus bajas crecían. Y desde lo alto de sus tótems, los chamanes forqzs inspiraban terror en sus corazones enviando contra ellos sus espectros y maldiciones.
Era imperativo acabar con ellos. Cómo, a costa de sus compañeros celestiales, había dado muerte su Rey al chamán de la tribu del buitre. En efecto, ya no iluminaban con luz divina el horizonte ninguno de los dos. Pero con su sacrificio habían arrojado tierra sobre el fuego que alimentaba la ferocidad de sus enemigos.
Con su ejemplo siempre presente, Uriah y Ambrose disiparon las dudas que pudieran albergar y picaron espuelas. La fuerza espiritual de sus adversarios era superior a la suya. Con fruición habían bebido del manantial ofrecido por sus abdominales patrones, amantes de la destrucción por la destrucción. Eran las destrezas marciales, resultado del entrenamiento de toda una vida de entrega a la protección de la ley, las que permitirían a ambos paladines plantearles cara.
Así, imbuyó Ambrose su poder divino en el mangual y en los refuerzos metálicos del pico y las garras de Acerada. Su mera aparición alivió la pesadumbre que pesaba como una losa sobre los brazos de los soldados esgembreses, quienes encontraron en su interior nuevas fuerzas desconocidas para proseguir la lucha.
Los diabólicos espíritus alimentados con sangre se lanzaron contra él. Era su número superior. En él, y en el miedo, basaban su fuerza. Pero el barbado paladín había desechado el miedo de su corazón y su fuerza era conocida a una y a otra orilla del Mar Interior. Imparable, cual estrella fugaz los atravesó, disipando sus sombras, evaporando su palpitante núcleo de sangre. Irrefrenable, estrelló su mangual bendecido contra el cetro de hueso preñado de runas blasfemas de su tatuado adversario.
Elevando plegarias a su patrón, éste le abría viejas heridas. Y tras años de sostener el escudo frente al mal, esas eran muchas. Pero el paladín mantenía el ritmo de sus ataques. A golpes de mangual quebró el yelmo de hueso del chamán.
Las garras metálicas de Acerada desgarraron su piel decorada con escarificaciones rituales. En su negra sangre canalizó el impío poder de los Cometas y su salpicadura quemó como el ácido.
Acerada graznó de dolor y refrenó sus picotazos. El chamán sonrió, ladino, y concentró ataques y maldiciones en la montura alada. Ambrose, veterano en mil lides, contaba con ello, y no esperó más. Volteó su mangual, cargado de poder, y propinó un golpe demoledor en el porcino carrillo izquierdo de su adversario, demasiado centrado en Acerada. A un tiempo le reventó ojo, colmillo y mandíbula, arrojándolo al vacío desde lo alto de su tótem. Ambrose no pudo reprimir un grito de triunfo. Y libre de oposición, clamó por el tronante poder de Tormo, aturdiendo a los guerreros forqzs que, bajo su sombra, luchaban contra los alabarderos esgembreses.
A su frente se encontraba el margrave Daimiel, el Viejo, recubierto de buen y honesto acero. Con vigor blandía su montante, sus grandes espaderos lo escoltaban. Era su ejemplo inmediato el que seguían los otros nobles que, en tiempo y forma, habían respondido a la convocatoria de su Rey.
El estandarte negro y amarillo de su casa hondeaba orgulloso allí donde más enconada era la refriega. Respetuoso, Ambrose, cruzó por un instante la mirada con él y se despidió señalando en dirección a su próximo objetivo.
En la distancia, se podía ver el aura divina de Uriah parpadear, igual que una estrella entre nubes de tormenta. Con denuedo luchaba contra el enjambre de demonios atraídos por las ofrendas de sangre del último gran chamán. La bendición de Tormo en su maza rasgaba, límpida y pura, la oscuridad que lo circundaba. Veloz y agresivo atravesaba Espolón el coagulado ectoplasma de sus enemigos. Pero poco importaba lo alto que ascendiese, o lo rápido que abandonase las alturas. Las malignas entidades no les daban tregua, y con zarpas y fauces hambrientas atormentaban su carne. Mientras que el paladín trataba en vano de acercarse a su invocador.
Con creciente frustración lo veía desde la primera línea de batalla la Ungida de Aubea. Estaba demasiado lejos para ayudarle. Aunque agradecida de que distrajera al chamán. La hervía la sangre cada vez que recordaba a los valientes consumidos por sus canales oscuros: Celso, de frente despejada, que no regresará al abrazo de su esposa; Plotino, el muy bravucón, tan orgulloso de sus cultivados músculos; y Timeo, sensible y melancólico aeda en tiempos de paz. Impotente, los había visto morir entre atroces dolores, sangrar por los ojos, ahogarse en su sangre y sus cuerpos descomponerse estando aún vivos. Todo ello para deleite morboso del Enemigo Primero y sus vástagos, que jaleaban a su chamán sin dejar de luchar contra los hijos de los hombres.
Estaba retorciendo el asta de su lanza plateada para liberarla de otro guerrero derrotado, cuando la sombra de Acerada pasó sobre ella. Su llegada despertó gritos de júbilo entre los fatigados hoplitas, que a tantos de sus camaradas habían visto caer. Pero a los agudos ojos de Meldoried no se le escaparon, ni las marcas de golpes y heridas que arrastraban montura y jinete, ni la fatiga que traicionaban sus movimientos.
Estaban siendo demasiados combates para el veterano paladín. Con torpeza manoseó sus arreos. Necesitaba tomarse una poción que le devolviera sus fuerzas. Una inoportuna ráfaga de viento provocó que Acerada virase y la redoma se le escapó de entre los dedos.
«Ahí va mi última poción. No pasa nada. Un último esfuerzo. Entre los dos podemos con esto y con más.» Pensó Ambrose, siempre voluntarioso y seguro de sí.
En ese momento, otra inesperada ráfaga de aire los sacudió, y luego otra más, y otra. Entonces los vio, sobre su cabeza, Sangraal y la sierpe alada habían llevado su duelo hasta el centro mismo del campo de batalla.
Y de propina os dejo esta colaboración entre Sir Christopher Lee y Rhapsody: "The Magic of the Wizard`s Dream. También tiene versión en italiano, por si os llama la curiosidad.
Iba a haber puesto la de "Guardiani del Destino" pero ya la había compartido en esta otra entrada.
Gracias por vuestro tiempo. Nos leemos.
October 21, 2022
(Ital el JDRHM) La Ciudad bajo la Ciudad 13: Uriah (El Juramento)
Este mes estoy hecho un cromo. Encima les intercambié los nombres a Zipi y a Zape Tudorache. Oh Diosa fortuna, tú que creces y decreces como la Luna. Pues nada, no volverá a pasar, ya veréis.

Ignorando el entrechocar de armas y voluntades que lo rodeaba, los lamentos de los heridos y los gritos de los vencedores, Jebediah, aturdido y agotado por la montaña rusa de emociones vividas, se acercó a su orgullosa montura.
Caminaba despacio, como en trance, respirando afanoso por la boca. El corazón le latía desbocado. Con el brazo izquierdo pegado al torso, y el derecho sujetándolo.
Por dos veces en una sola jornada, había perdido a su hermano. Y en ambas, la justa venganza le había sido negada. Más intensa que el dolor físico era la vergüenza que sentía.
Contemplar el lastimoso estado en que había permitido que dejasen a Aguerrida no hacía sino incrementar su bochorno. Con el cariño de toda una vida en sus ojos, acarició con suavidad las alas quebradas. El contacto cálido y el familiar olor del tibio plumaje sosegaron el tumulto que sacudía a su atribulado espíritu. Acompasando latidos y respiración, permitió que parte de su energía vital fluyese de la palma de la mano al maltrecho cuerpo de su compañera. Una tenue aura azulada los envolvió, cerrando las heridas y restaurando las energías del águila gigante a costa de la vitalidad del paladín.
Éste, con oscuros círculos bajo los ojos que evidenciaban el precio pagado, tanteó las ligeras alforjas sujetas a los arreos de su montura, mientras ésta se incorporaba y extendía sus alas, y extrajo una poción de curación que le devolviera parte de la fortaleza dilapidada durante la exigente jornada. Con pulso tembloroso se la llevó a los resecos labios y apuró el espeso líquido carmesí con avidez.
Apenas empezó a sentir sus benéficos efectos, sujetó las riendas de Aguerrida y montó de nuevo. En ese momento, la sombra de sus reagrupados compañeros le cubrió.
—¡Apresúrate! —le urgió Uriah— ¡El orden de batalla se desmorona! ¡Los regimientos del centro persiguen a los hobzs y abandonan sus posiciones! ¡Daimiel y sus caballeros cabalgan ya en pos suyo!
En efecto, así era. Por el flanco izquierdo de la horda penetraban las albicelestes tropas élficas. La cuña formada por su caballería, con la luminosa presencia de su príncipe al frente, atravesaba las escuadras enemigas como un cuchillo candente la mantequilla. Los vociferante dancos les secundaban. La sombría forma del transformado Elugón los comandaba, como un avatar de todo lo que en la naturaleza hay de salvaje y predatorio. Ni él, ni sus bestiales escoltas, encontraban oposición entre los baqueteados hobzs.
—Me niego —rechazó Jebediah la orden de su superior sin mirarle a los ojos.
—¿Te niegas? —incrédulo, exclamó éste.
—Seguid sin mí —levantando la mirada, suspiró pesadamente—. Yo tengo otros deberes que atender.
—¿Reniegas de tus votos? —tan sorprendido, como crispado por la resistencia a su autoridad, protestó Uriah.
—En absoluto —ofendido, se irguió el Tudorache. La poción ingerida empezaba a reponer sus energías.
—¿Entonces? —preguntó, a la vez que se acercaba con Espolón, alargando el brazo para disputar al díscolo paladín las riendas de Aguerrida.
Entre tanto, inquietos, Ambrose y Zacarías intercambiaban miradas de preocupación. Momentos antes, una vez quedó claro que los jinetes de jaburi estaban derrotados y en fuga, el barbado paladín había enviado a Adam en ayuda de su Rey.
A lo lejos se los podía ver batallar. Tres puntos de luz descargando rayos sobrevolaban el tótem del buitre. Acuciado por la necesidad, el monarca también había convocado a su espíritu guardián. Un atávico shaman forqz, cubierto de huesos y heridas autoinfligidas, se enfrentaba a ellos Su propia sangre utilizaba para invocar aullantes espíritus. Y éstos, investidos con el poder del miedo y la oscuridad, aleteaban en torno a las figuras luminosas.
—Entonces —seguían discutiendo sus compañeros—, si son mis votos los que te preocupan, tomaré otro.
—¿Otro? —ofuscado por la oposición encontrada, repitió Uriah.
—Otro, si —decidido, añadió Jebediah apretando los dientes—. Ya se me ha impedido una vez castigar a los asesinos de mi hermano…
—¡No sigas por ese camino! —lo interrumpió el vozarrón de Ambrose, adivinando sus intenciones.
—...y juro por su cuerpo insepulto que no volveré a posar la mirada en las venerables canas de mis padres…
—¡No es necesario que jures tal cosa! —consternado, protestó Zacarías, el yelmo de pico de cuervo bajo el brazo, sus rizos pelirrojos, empapados de sudor, aplastados.
—...ni a visitar la tumba de mi hermano, hasta depositar la cabeza de sus asesinos sobre ella —llegado a ese punto, Uriah soltó las riendas de Aguerrida—. Que mi nombre no sea vuelto a pronunciar hasta que complete este juramento.
—Sea pues, caballero negro —aceptó su derrota, haciendo retroceder a Espolón—. Estuviera aquí Iván, le habrías obedecido —le reprochó.
—Pero él no está y tú no eres Iván —con un nudo en la garganta, sentenció el nuevo caballero negro.
Al escuchar esas palabras, una serie de emociones sacudieron el espíritu de Uriah. Sonrojo, al descubrir lo evidente del ideal que perseguía. Despecho, al constatar lo lejos que estaba de alcanzarlo a ojos de sus camaradas de armas. Orgullo herido al dañarse la imagen que de sí mismo tenía. Y tal vez la más dañina, duda en sus capacidades.
—Para bien o para mal, has arrojado los dados —resignado, se despidió Ambrose con el puño a la altura del corazón—. Adelante, sigue con tu misión. Que Tormo te guíe caballero negro.
—Vuelve pronto —se adelantó Zacarías. Ambos se tomaron del antebrazo—, que me dejas solo, rodeado de carcamales —emocionado, trató en vano de bromear, y luego, compugnido añadió—, caballero negro.
Asintiendo a su amigo, el juramentado retrocedió. Los restantes miembros del Círculo Interior le dejaron el espacio libre. Aguerrida extendió sus alas una vez más y emprendió el vuelo en pos de la nueva misión de su jinete.
Pronto, en cuanto mi capacidad de concentración se recupere, más. Os dejo con una versión del "O Fortuna" a cargo de Therion, que a mi me gusta mucho.
Y ya sabéis, si en vuestras andanzas os topáis con un caballero solitario, con un poco de suerte, si vuestra causa es justa, lo mismo podéis conseguir sus servicios.